La aldea perdida. Armando Palacio Valdés
mucho valor á la charla de su amigo. Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio y donde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulce miel de la voluptuosidad. Pero ahora, bajo el temor de una paliza, encontraba las mentiras de su compañero mucho más insustanciales.
—¿Sabéis lo que os digo?—profirió al cabo levantando la cabeza.—Que si Nolo de la Braña no quiere esta noche manejar el palo, podemos encomendar nuestras espaldas al Santo Cristo del Garrote.
—La verdad es, chiquillo—repuso Celso poniéndose serio también,—que á Nolo le zumba el alma con el palo en la mano.
—¿Que si le zumba!—exclamó Quino aceptando, sin comprenderlo, el lenguaje pintoresco de su amigo.—Habías de verlo desenvolverse como yo le he visto el año pasado en la romería del Otero. Tenía seis hombres encima de sí y no de los peores de Rivota. Pues no les volvió la cara, ni creo que la hubiera vuelto aunque fuesen doce. ¡Qué modo de revolverse! ¡qué modo de brincar! ¡qué modo de dar palos! ¿Veis un oso cuando los perros le acometen después de herido, y al primero que se le acerca le da un zarpazo y lo tumba y los otros ladran sin atreverse á entrar hasta que uno más atrevido se lanza y vuelve á caer? Pues así estaba Nolo en medio de aquellos mozos... Pero el palo restalla y se le quiebra en las manos... Ya está perdido... ¡Ahora si que le van á moler las costillas!... ¡Ca!... Más de prisa que te lo cuento da un salto adelante, arranca el palo á un mozo, vuelve á saltar atrás y empieza á sacudirlo como si fuese un junco del río. ¡Muchachos, en verdad os digo que era gloria el verlo!... Yo estoy en fe de que en toda la parroquia de Villoria no hay ahora ninguno capaz de ponerse delante de Toribión de Lorío más que él... y ¿por qué no hemos de ser francos? tampoco en la de Entralgo.
Bartolo dejó escapar un bufido dubitativo.
—¿Qué gruñes tú, burro, qué gruñes?—exclamó Quino con rabia.—¿Acaso piensas tú ponerte delante de Toribión?
—No sería la vez primera.
Quino y Celso cambiaron una mirada y sacudieron la cabeza entre irritados y alegres.
—No sería la vez primera—repitió Bartolo sin advertirlo.—Una noche que fuí á cortejar á Muñera tropecé con él cerca de Puente de Arco. Al revolver el camino vi á los pocos pasos un bulto muy grande, como si fuese un buey puesto en dos pies...—¡Alto!—me gritó tapando el camino.—¿Quién eres y adónde vas?—Soy el hijo de mi padre—respondí—y voy adonde me da la gana.—Pues por aquí no pasa nadie que no se quite la montera y dé las buenas noches.—Pues ahora va á pasar uno sin quitarse la montera.—¿Quién va á ser?—Mi persona... Y revolviendo el garrote le doy con toda mi fuerza en el brazo y le hago soltar de la mano el suyo. En seguida le arrimé tres ó cuatro vardascazos en el cogote.—Toma, para que te acuerdes del hijo de la tía Jeroma.—¿Pero eres tú, Bartolo?... Perdona, hombre, no te conocía. Y viene y me da la mano diciéndome:—Yo contigo nunca tuve sentimiento alguno. Siempre te estimé aunque seas de Entralgo, porque los mozos plantados y valientes como tú se estiman... vamos... y parecen bien donde quiera que vayan.—Eso está bien hablado, Toribio—le contesté,—y si hubieras, hablado siempre así yo no hubiera alzado el garrote.
Quino y Celso, que le habían estado mirando con estupor durante el relato, soltaron al cabo una estrepitosa carcajada. Bartolo volvió la cabeza.
—¿De qué os reís?
—¿De qué ha de ser? ¡De ti!—respondió su primo.
—¿Sabes lo que te digo, Bartolo?—manifestó Celso con mucha calma.—Que si Toribión te sopla así (y le sopló en el cogote) te apaga como la luz de un candil.
Habían llegado ya á las alturas que dominan el lugar de Villoria. La cañada se ensanchaba un poco allí y en las amenas praderas que el riachuelo dejaba á entrambas orillas estaba asentado el pueblo, el más grande y poblado después de la capital. No quisieron bajar á él, porque de la fidelidad de sus campeones estaban seguros. Prosiguieron su camino por las cumbres hacia Fresnedo, que se hallaba mucho más alto. El sol descendía ya un poco del cenit cuando llegaron á él.
Estaba colgado más que plantado el caserío en las estribaciones de la gran Peña-Mea. Era también extendido, aunque no tanto como Villoria. Antes de penetrar en él nuestros embajadores conferenciaron brevemente, decidiendo ir derechos á casa de Jacinto, no tanto por ser uno de los mozos más recios y valientes que allí habitaban, como por el parentesco que le ligaba con Nolo de la Braña. Pero antes de trasponer las primeras casas tropezaron con el mismo Jacinto que venía guiando un carro de yerba. Era un hombre por la estatura, un niño por la frescura y la inocencia esparcidas por su rostro; los ojos azules, el cabello rubio, el cutis terso y brillante como el de una zagala. Y con esta apariencia afeminada uno de los guerreros más bravos de la comarca.
Detuvo el carro que chirriaba de un modo ensordecedor, y delante de los bueyes, apoyado con entrambas manos en la vara larga que traía para aguijarlos, escuchó sonriente y benévolo la proposición de los de Entralgo.
—Por mí ya sabéis que no se queda nada. Subid á la Braña, y si mi primo Nolo está conforme, yo también lo estoy.
Se dieron la mano, el carro volvió á rechinar y los embajadores comenzaron á subir la empinada senda que conducía á la Braña. Se encontraban ya en plena montaña. Delante la gran Peña-Mea que parecía echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares. Repartidos por los montes, en las mesetas y hondonadas, algunos caseríos rodeados de castaños y nogales.
Los tres viajeros se detenían á menudo á tomar aliento y se sentían gozosos. El olor penetrante del heno les embriagaba, les hacía sonreir. El mismo Celso, enamorado de la tierra del sol y las aceitunas, no podía sustraerse al hechizo de aquellas montañas frescas y virginales. Y la perspectiva de lograr su propósito contribuía más que nada á ponerles alegres.
Al cabo llegaron á la Braña. Sólo se componía de tres casas asentadas sobre una pequeña meseta al pie mismo de la Peña-Mea. Cuando el tío Pacho, padre de Nolo, se había ido á vivir allí con su mujer, hacía treinta años, no había más que una mísera cabaña de madera. Gracias al esfuerzo tenaz, incansable, rabioso de los dos cónyuges, aquello había prosperado lindamente. El tío Pacho se quebraba los riñones cercando y rompiendo terreno comunal para ponerlo en cultivo, plantando avellanos, construyendo almadreñas; la tía Agustina, su mujer, cuidando el ganado, hilando, fabricando quesos y mantecas que llevaba los jueves á vender á la Pola. Y sin permitirse ni uno ni otro el más insignificante regalo, ni una copa de aguardiente, ni una onza de chocolate. Aquella vida de esfuerzos y privaciones tuvo al fin su recompensa. Los vecinos del llano, que disfrutaban fértiles vegas y praderas riquísimas de regadío, se dieron un día cuenta con asombro de que el tío Pacho de la Braña era el paisano más rico de Villoria. Poseía más de treinta cabezas de ganado mayor, casa, huerta, algunos campos extensos, muchos castañares y sobre todo un número tan considerable de emparrados de avellana que le hacía recoger algunos años cuarenta cargas de esta fruta. ¡Y en aquella época valía la carga veinte duros! Así que, al casarse su hijo mayor, el tío Pacho construyó una casa de piedra al lado de la suya para que se acomodase. Hizo otro tanto al casar á su hija. Y cuando á su tercer hijo, Nolo, le tocó en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano montó á caballo y alegre como si fuese á una romería depositó en las oficinas de Oviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio. La abundancia y la alegría reinaban en aquellas tres casas. Se trabajaba tan firme como en los primeros tiempos; pero al soltar la azada ó la guadaña, los hombres encontraban sobre el lar la comida sazonada y humeante, el jamón añejo, el queso fresco, la sidra espumosa. Después de la cena se reunían todos en casa del padre, y mientras los cuatro hombres, sentados en tajuelas frente al fuego, departían gravemente sobre la faena del día siguiente, la madre y la hija, hilando un poco más allá, no perdían de vista á los niños que correteaban por la vasta cocina. Al cabo se