La aldea perdida. Armando Palacio Valdés

La aldea perdida - Armando Palacio Valdés


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      Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa corralada abierta delante de las tres casas. En medio de ella, en mangas de camisa y con la cabeza descubierta, estaba Nolo partiendo leña. Al sentir el ruido de los pasos enderezó el cuerpo, se apoyó con una mano sobre el hacha y los miró sorprendido. Era un mozo de veintidós años, de elevada estatura y gallarda presencia, la tez blanca, las facciones correctas, los cabellos negros y ensortijados, los ojos grandes y negros también y de un mirar franco no exento de fiereza. Por debajo de la abierta camisa se veía un pecho levantado de atleta. Los brazos, redondos y vigorosos, acusando tanta flexibilidad como fuerza. Su actitud noble y tranquila, su belleza imponente traían al recuerdo la imagen del dios Apolo cuando desterrado del Olimpo sirvió de pastor en casa de Admeto, rey de Tesalia.

      —Bien venidos seáis, amigos. ¿Qué os trae por estos sitios tan altos?—dijo, y arrimando el hacha al copudo castaño debajo del cual trabajaba vino hacia ellos y les apretó la mano.

      —¿El gusto de verte no vale la pena de subir tan alto?—respondió Celso.

      —No en verdad, sobre todo con tanto calor—replicó Nolo.—Pero de todos modos, bien venidos seáis, os digo, porque aunque un poco enfadado con los de Entralgo, á vosotros os estimo como á mis vecinos.

      —Gracias, Nolo; sobre eso mismo te venimos á hablar—manifestó Celso.

      —Bien está; ¿pero no será mejor que antes bebamos unos vasos de sidra y os refresquéis un poco?

      Los enviados cedieron con gratitud. Nolo entró en la cocina de su casa y salió con algunas tajuelas. Sobre ellas se acomodaron los viajeros á la sombra del árbol. No tardó en llegar la tía Agustina con un jarro de sidra.

      —Madre, tráiganos usted también pan y queso y algunos chorizos, porque éstos son amigos á quienes yo estimo por encima de todos los del llano.

      La tía Agustina los saludó cariñosamente. Cediendo á las instancias de su hijo, se presentó inmediatamente con un enorme pan de escanda tan oscuro como sabroso, y poco después un queso fresco y chorizos, fabricado todo de sus manos.

      Cuando hubieron comido y bebido según su apetito, Quino, el más prudente y el más ingenioso de los hijos de Laviana, tomó la palabra y dijo:

      —Dios te guarde, Nolo, y á tus padres y á tus hermanos. San Antonio guarde también al ganado que tenéis en la cuadra. Amigos somos desde que ni tú ni yo levantábamos una vara del suelo y nos metíamos en los zarzales buscando nidos y cortábamos cañas de saúco para hacer tira-tacos mientras nuestros padres aserraban algún haya para hacer madreñas. Que tú lo eres nuestro tampoco hay que dudarlo. Sólo á los amigos se les recibe y se les convida del modo que acabas de hacerlo. Por eso nos duele mucho que desde hace una temporada no nos ayudes en las romerías y dejes que los de Lorío nos lleven por delante, y no sólo á nosotros, sino á tus mismos vecinos de Villoria y Tolivia, que en la función del Obellayo ya sabes que corrieron tanto ó más que nosotros. No hay un solo mozo en la parroquia de Entralgo que no esté en fe de que si vosotros hubierais entrado en la gresca no se hubieran reído de nosotros. Porque, te lo digo en conciencia, te lo digo en verdad, los de Fresnedo y Riomontán sois la nata de Villoria, y tú, Nolo, vales más que ninguno de ellos.

      ¿Qué respondiste tú, valeroso Nolo, á tan hábil y halagüeño discurso?

      Rechazaste con un gesto de modestia aquellas merecidas alabanzas y con amable sonrisa, pintándose en tus ojos una suave ironía, dijiste:

      —Mucho me admira, amigos, que los mozos del llano, tan plantados y tan galanes, los que cantan en las esfoyazas y echan ¡ijujús! en las romerías y ponen el ramo á las mozas y se crían tan rollizos con las truchas del Nalón y la carne de los terneros, se acuerden siquiera de estos pobretes de los altos. Si ellos, criados con tajadas y vino de Toro, no pueden contener el empuje de los de Lorío, ¿cómo han de poder estos míseros aldeanos criados con castañas y borona y el suero de la leche?

      —Lo mismo los del llano que vosotros los del monte todos conocemos el gusto de la borona y las castañas—replicó Quino.—No está bien, Nolo, que te burles de nosotros, pues allá todos te estimamos. Los de Fresnedo, los de Riomontán, los de las Meloneras y las Bovias, lo mismo que los de Villoria y Tolivia, todos habéis sido siempre unos con nosotros. Juntos han peleado nuestros abuelos, juntos nuestros padres y juntos hemos estado también nosotros siempre cuando llegaba el caso de andar á garrotazos. ¿Por qué ahora andamos apartados? Por un pique que no merece la pena de mentarse, por una miseriuca...

      Quedó serio repentinamente Nolo. Sus ojos adquirieron una expresión altiva y desdeñosa, y mirando por encima de las cabezas de los enviados hacia lo alto profirió con voz firme:

      —No has faltado á la verdad, Quino, cuando has dicho que siempre hemos estado juntos en las bullas. Los del alto nunca echamos el cuerpo fuera mientras se repartía leña y á nosotros nos ha tocado tanta ó más que á vosotros. En la romería de Lorío el año pasado molieron sobre mí unos mozos como si estuvieran trillando trigo. En más de una semana no pude hacer labor alguna porque estaba derrengado. Á mi primo Jacinto le dejaron en Rivota más blando que un higo. Ni para dar ni para recibir garrotazos hemos tenido duelo de nuestros huesos... Pero sí has faltado á la verdad al decir que estamos apartados por una miseria. ¿Cómo? ¿Es una miseria el dejar á uno solo cuando más necesita de la ayuda de los amigos? Al comenzar la jarana con los de Aller había sobre la campera más de veinte mozos de Entralgo y Canzana. Un minuto después ya no había ninguno. ¿Dónde se metieron? Si os llamáis amigos nuestros, ¿por qué no lo demostráis cuando llega el caso? ¿Pensáis que los palos de los de Aller no duelen como los de Lorio? ¿Ó es que solamente somos amigos cuando nos encontramos allá á la orilla del río, y acá sobre los picos ya no nos conocemos?

      A medida que hablaba, Nolo se había ido exaltando. Las mejillas se le habían encendido, los ojos brillaban: la ira hacía estremecer sus labios.

      No las razones sutiles y el arte y el ingenio de Quino, no las bromitas saladas de Celso ni las súplicas ardientes del temerario Bartolo consiguieron aplacar la cólera del héroe de la Braña. Estaba resuelto á no tomar parte ahora ni nunca en las contiendas de los de abajo.

      —Pero si tú no quieres ayudarnos, tampoco querrán los de Fresnedo—apuntó Quino.

      —Yo hablo por mí. Los demás que hagan lo que les parezca—repuso Nolo alzando los hombros con desdén.

      Guardaron silencio los enviados. Al cabo, profundamente tristes, se vieron obligados á despedirse. Antes de partir, Nolo les ofreció otro vaso de sidra que bebieron pensativos y callados.

      —De todos modos—manifestó aquél sonriendo de nuevo—¡hasta luego!

      —¡Se supone! Ya tienes en la lumbrada quien te aguarde, grandísimo zorro—exclamó el chispeante Celso metiéndole el palo por el vientre á guisa de caricia.

       La lumbrada.

       Índice

      

UANDO los diputados llegaron á Entralgo, el sol había traspuesto ya las colinas por el lado de Canzana. Reinaba extraña y gozosa animación en el lugar. Linón de Mardana, uno de los criados del capitán, acababa de traer la última carga de tojo y árgoma. El montón, situado en uno de los ángulos de la plazoleta, era en verdad enorme, imponente. En torno de él saltaba y voceaba un enjambre de chiquillos.

      La casa del capitán, que aquellos cándidos aldeanos solían llamar palacio, era un gran edificio irregular de un solo piso con toda clase de aberturas en la fachada, ventanas, puertas, balcones, corredores, unos grandes, otros chicos; de todo había. Parecía hecho á retazos y por generaciones


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