La aldea perdida. Armando Palacio Valdés

La aldea perdida - Armando Palacio Valdés


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regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.

      Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz, como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.

      El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y colocarla en su sitio.

      —¡Calla!... ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?—exclamó Felicia levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa maliciosa.

      Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:

      —¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya equivocado.

      —No, no; es á ti á quien han llamado.

      —Demetria, Demetria—dijo la voz de afuera.

      —¿Lo oyes?... Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de lejos y tenga necesidad de descansar un rato—manifestó la madre rebosando de orgullo.

      —Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí porque soy niña.

      —Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy rendido—dijo Nolo con vozarrón de falsete.

      —¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?—exclamó Felicia. Y levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.

      —¡Nolo!... Pero ¿eres tú?... ¡Cómo habíamos de pensar!...

      Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.

      Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.

      Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:

      —Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.

      Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.

      Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba.

      —Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde—manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.

      —Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto. Toda la tarde me han picado las moscas.

      —¿Es que yo soy una mosca, Flora?

      —No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me mareas.

      —¿Quieres entonces que me esté callado?

      —Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el día pasado en Rivota.

      Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba pausadamente.

      Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.

      —¿Por qué no bailas, Jacinto?

      —Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.

      —Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.

      —¿No me quieres por pareja?

      —Sí, pero más tarde... el día en que principies á afeitarte.

      —¡Qué picante eres, Flora!—exclamó el zagal poniéndose colorado.

      —¿No ves, querido—manifestó la muchacha soltando una carcajada,—que con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra mujer disfrazada?

      El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio. Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y ofreciéndoselas:

      —Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.

      Jacinto las rechazó con digno ademán.

      —¿No las quieres?... Bien, pues harás que coja un empacho, porque llevo ya comido un celemín de ellas.

      Y se puso á cascarlas con sus blancos y menudos dientes.

      —No sé por qué te enfadas—prosiguió al cabo de un instante.—Ya debías estar acostumbrado á mis cosas... Tú, Jacinto, te empeñas en comer los higos cuando están verdes y ¡claro! no tiene más remedio que saberte agrios.

      —¡Eres tan despreciativa, Flora!

      —¡Mejor que mejor! ¿No has oído cantar á los ciegos esta copla:

Morena tiene que ser
la tierra para claveles,
y la mujer para el hombre
morenita y con desdenes?

      Y riendo como una loca se puso á charlar con su amiga Demetria, dejando al buen Jacinto afligido y hechizado al mismo tiempo.

      Las horas se iban deslizando. Algunas familias de Canzana comenzaron á desfilar. La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya era tarde y además le parecía que no tardaría en haber bulla. Al cabo de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno del capitán, con la misma canción, que iba á haber bulla. Y se llevó apresuradamente á Flora.

      ¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los más ruines y cobardes. Jamás se diera el caso de que Firmo de Rivota, ni Toribión de Lorío, ni Nolo de la Braña ni Celso de Canzana, ninguno, en fin, de los héroes gloriosos que brillaban en los combates provocase la pelea. Esta odiosa misión parecía encomendada á algún chicuelo insolente, á algún despreciable zagal que después de prender fuego á la mecha solía desaparecer como si le hubiese tragado la tierra.

      Y esto sucedió entonces. Un mancebillo de Rivota saltó al cabo por encima de la hoguera y después


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