Ojos de lagarto. Bernardo (Bef) Fernández
No respondí.
—Hay… más, muchos más animales iguales donde encontramos a éste. Es una cría. Un cachorro.
Escuchamos, atentos.
—Una manada. Por lo menos debe haber una docena. Gigantescos. Un hombre podría bañarse dentro de una de las huellas dejadas por la madre de este animal.
—¿Dónde? —preguntamos sin deslizar ninguna emoción en nuestra voz.
—¿Cree que este italiano es tan estúpido, Hagenbeck? Eso es lo que le voy a vender. Al lado de esos… dragones, todos los demás animales conocidos palidecerán. Diez elefantes apenas pueden igualar una de estas bestias.
Asentimos, silenciosos.
—Piense en los circos. En los jardines zoológicos. ¿Sabe las multitudes que se arremolinarán a las puertas de su negocio en Stellingen para ver a las imponentes fieras antediluvianas, a los seres que el tiempo y Dios olvidaron?
—¿En dónde? —insistimos, murmurando. Cassanova malgastaba sus últimos suspiros exaltándose.
—Cien mil marcos, entregados a mi viuda, y el mapa es suyo. Con las coordenadas exactas.
Hubiéramos reído. No obstante, la situación no era cómica. Podríamos vender aquella cría al circo de Forepaugh en miles de dólares. La madre al de P. T. Barnum, en un millón. Pero Cassanova se moría.
—¡¿Dónde?! —el estoicismo nos había abandonado. Por primera vez rompimos la regla de oro de Papá: “Con el sombrero en las manos se va a todas partes”. No había tiempo para galanterías.
—El mapa está aquí —dijo señalándose la cabeza. Su voz era apenas un murmullo. —Déme lápiz y papel, que le escribo las coordenadas exactas.
Dietrich le alcanzó la libreta que siempre llevaba en la chaqueta. Ya su pulso era laxo. El italiano era incapaz de sostenerla.
—Puedo imaginar los carteles… Herr Hagenbeck… brillantes, hermosos, en letras enormes: “Vea… a los monstruos… que Noé no pudo… subir al arca…”
Después, silencio.
El sudanés tentó el cuello de Cassanova, sin hallar ninguna palpitación. Elevó su mirada hacia nosotros, negando con la cabeza. El italiano se había llevado el secreto a la tumba.
Sin perder tiempo, corrimos hacia la cámara donde resguardaban al animal prodigioso. Era tarde. Había seguido los pasos de su captor.
—¿Qué hacer? —preguntó mi hermano, en medio de los rugidos de nuestras bestias. Una gran fortuna se nos había escapado de las manos, como agua entre los dedos.
Había que actuar rápido. Ahora teníamos un cargamento de animales que llevar hasta Hamburgo. Mejor aún, un cargamento de animales gratuito. En su prisa camino de la tumba, Cassanova olvidó cobrar sus servicios.
Consideramos cargar con los formidables restos del sauriopaquidermo. Era imposible. Se degradaría rápidamente. Resultaría muy complicado dar con un buen taxidermista en Suez.
Ordenamos incinerar la gigantesca carroña. Que la rociaran con brea y le encendieran fuego ahí, en medio del patio. Que ardiera hasta que sus cenizas fueran irreconocibles. No queríamos que nadie más supiera de su existencia.
Por más que buscamos entre las pertenencias de Cassanova, no dimos con nada que nos indicara el lugar donde había capturado al leviatán.
El tiempo apremiaba. Teníamos que embarcar tres docenas de animales salvajes. Debíamos llevarlos hasta su destino, sanos y salvos.
Ya encontraríamos la manera de dar con los dragones del Congo. Estaban destinados a convertirse en nuestra obsesión durante las décadas por venir.
Dragones cuyo nombre científico conocimos muchos años después, mientras visitábamos a P. T. Barnum en los Estados Unidos en búsqueda de financiamiento para nuestro espectáculo de leones amaestrados.
Las huellas del Diablo
Yukon, Canadá, 1890
El viento helado soplaba entre las ramas de los árboles como una parvada de navajas.
Trepado en un pino, Henry Tukeman apretó el rifle hasta que sus nudillos aullaron. Lo único que escuchaba eran los latidos de su corazón retumbándole en las sienes.
Al frente, la oscuridad del bosque cerrado le hizo pensar en un abismo.
Pum. Una vibración en el suelo apenas perceptible sacudió ligeramente el árbol en que Tukeman estaba encaramado, esperando a su presa.
Pum. Un nuevo golpe, más fuerte.
Con la frente cubierta de sudor, Tukeman volteó hacia el abeto de al lado, buscando entre sus ramas a Paul, el guía indio que lo había acompañado río adentro desde Fort Yukon en pos del valle de las Huellas del Diablo. Pero Paul mantenía la mirada fija en el frente, las dos manos crispadas alrededor de su rifle Lee-Metford, idéntico al que sostenía Tukeman.
¡Pum!
Frente a los dos cazadores los miles de pinos y abetos semejaban un ejército de titanes dispuesto a avanzar para aplastar a la pareja de hombres que se habían atrevido a penetrar aquel valle virgen.
—Puede ser un buen negocio, se trata de un ejemplar único —le había dicho Tukeman al indio tres meses antes, frente a dos vasos de whisky de maíz allá en una taberna de Fort Yukon. El inglés había llegado ahí en busca de fortuna. La había encontrado envuelta en los delirios de un anciano indio.
—Estás loco, hombre blanco, los demonios no existen —respondió Paul incrédulo mientras vaciaba su bebida de un manotazo.
—No es un demonio. Es un mamut. Un elefante lanudo.
Esta vez Paul levantó las cejas en señal de burla. En las otras mesas, grupos de cazadores y tramperos bebían con la calma de quien se sabe en la orilla del fin del mundo.
—¿Una bestia antediluviana? ¿En el Yukon? —Paul, hijo de una india y un explorador escocés, se preciaba de ser hombre de razón. Repudiaba las supersticiones propias de su gente.
—Me lo juró el indio Joe. Trataba de enseñarle a leer con un libro para niños.
—¿Y entonces?
Y entonces Joe brincó emocionado al ver la estampa de un elefante africano, recordó Tukeman trepado en la rama de un pino de treinta metros, la mirada fija al frente, el estruendo de unas pisadas gigantescas subiendo como palpitaciones por el tronco del árbol.
Aquella vez el anciano Joe contó a Tukeman cómo había llegado años atrás al valle de las Huellas del Diablo acompañado por su hijo. Relató entre lágrimas la manera en que guiados por la curiosidad, él y Soon-thai, su primogénito, siguieron el cauce del río Yukon hacia el norte hasta más allá de los senderos dibujados en los mapas. Y cómo pasados varios días dieron con un valle virginal poblado de coníferas que se elevaban por encima de los veinte metros, mismo que supusieron sería un buen terreno para cazar osos y castores. En ese lugar encontraron pisadas gigantescas que no pertenecían a ningún oso o alce que padre e hijo hubieran visto jamás. Habían descubierto el hogar de Tee-Kai-Koa, la bestia de la que hablaban los ancianos entre susurros cuando Joe era apenas un niño. Asimismo le narró que no tardaron en descubrir al animal bebiendo en la orilla de un estanque de agua cristalina. Era una montaña de carne cubierta de una lana parda en largas hebras que descendían a sus costados. Las cuatro patas que lo sostenían semejaban otros tantos abetos macizos que se mecían con una gracia inusitada en un demonio del bosque. Soon-thai, con la arrogancia propia de los jóvenes, elevó el cañón de su rifle Winchester y disparó al animal. La bala se perdió entre la mole de pelo como una mosca en una paca de heno y, dando un rugido atronador, el monstruo cargó hacia ellos haciendo retumbar el suelo con cada paso. Joe y Soonthai corrieron despavoridos sin jamás voltear hacia atrás aun varias horas después de que el rugido de Tee-Kai-Koa se extinguiera en la lejanía