Carne de ataúd. Bernardo Esquinca
comenzaba a armarse una trifulca. Julio tenía rato que se había marchado con otra prostituta a la que apodaban la Bayoneta, dejando a Eugenio a merced de esa mujer impetuosa y alegre, cuyas enormes tetas se bamboleaban con cada una de sus risotadas. Eugenio sentía por ella una mezcla de miedo y deseo; le gustaban su piel morena, sus anchas caderas, pero a la vez le intimidaba: era alta y desinhibida. ¿Qué haría una vez que tuviera aquel vasto cuerpo desnudo a su disposición? Se le ocurrían varias ideas; sin embargo, le aterrorizaba que, llegado el momento, se paralizara y no supiera por dónde empezar. Murcia estaba feliz de tener un cliente distinguido, limpio, en lugar de los léperos apestosos y desdentados que solían pagar –a veces– por sus servicios.
Varias mesas se volcaron, algunas sillas volaron y una jarra de pulque estalló cerca de la puerta. Esa fue la señal que condenó a los flamantes zapatos de Eugenio.
–Vámonos –dijo, tomándola de un brazo–. Esto debe ser parejo: si te ensucias tú, también me ensucio yo.
–Ay, chamaco, acabas de mencionar el secreto de una buena cogida –dijo Murcia, con una sonrisa de dientes amarillos, como de mazorca–: a la hora de la hora es mejor empuercarse.
Juntos se adentraron en el lodazal; avanzaron por las zanjas oscuras, mientras el griterío en Las Tres Piedras iba quedando atrás. Eugenio había visto brillar varios cuchillos en la penumbra de la pulquería. Se alegraba de que se alejaran de ahí.
Minutos después llegaron al jacal de Murcia. Ella encendió una lámpara de petróleo que inundó el aire con su pestilencia. A partir de ese momento, Eugenio no podría evitar relacionar dicho olor con el sexo; durante los próximos años, cuando alguien utilizara una lámpara similar, él experimentaría una incómoda erección. Cuando llegara la luz eléctrica a la ciudad, él sería uno de los más aliviados.
Eugenio no maldijo el aire pegajoso e irrespirable. Al contrario, agradeció que aquella luz macilenta le permitiera contemplar el exuberante cuerpo de Murcia: sus pezones grandes y prietos, la tupida mata de vello púbico. Ella lo desnudó; le estrujó la verga y los huevos con sus manos callosas. En cuanto lo sintió listo, lo acostó bocarriba y se montó a horcajadas.
–Así aguantarás más –le dijo al oído. Después le chupó el lóbulo.
Eugenio sintió que algo se derramaba, pero no era él. Algo caliente, viscoso. Murcia se llevó una mano al coño y luego metió los dedos en la boca de Eugenio.
–Pruébame –dijo, entre crecientes gemidos.
Aquella sería otra de las cosas que Eugenio jamás olvidaría. No tanto el sabor que experimentó en aquel momento, profundo e intenso, que se extendió desde el paladar hasta su cerebro como una marejada; sino la sensación del día siguiente: cuando despertó, y flotaba en las sensaciones recién vividas, en el olor del coño de Murcia, impregnado en su bigote. Paraba la trompa y aspiraba, sintiendo ese aroma en sus entrañas. Eugenio supo que amaba a esa mujer, a esa prostituta a la que acaba de conocer, y que no importaban las diferencias: nada podría separarla de su lado.
Nada.
Murcia comenzó a mover las caderas con mayor frenesí; Eugenio sintió cómo las nalgas de ella golpeaban contra sus huevos y no pudo más: eyaculó entre una explosión de carcajadas. No las de él, sino las de Murcia. De momento se desconcertó, sintiéndose humillado. Después aprendería que así se venía Murcia, que aquella mujer reventaba en risas en todo momento, incluso durante sus orgasmos.
Se acurrucaron en el lecho, sudorosos y agotados, experimentando aún la embriaguez del pulque; el olor del petróleo intensificaba el de sus propios cuerpos. En la penumbra del jacal, abrazado a Murcia, Eugenio se preguntó si aquella felicidad podía durar para siempre.
La respuesta llegó pronto. En la única ventana del jacal, centelleando a la luz de la luna, vio unos ojos como de animal.
Alguien los estaba observando.
Al día siguiente, mientras comían los frijoles con chile y tortillas que Murcia sirvió para el desayuno, Eugenio intentó manifestar su preocupación. No sabía cómo hacerlo sin parecer entrometido, así que guardó silencio durante algunos minutos. Fue hasta que Murcia rompió el hielo que él se atrevió a hablar del tema.
–Desembucha –dijo Murcia, con la boca llena de frijoles–. ¿O qué, no estuvo bueno el arrimón de anoche?
Eugenio sacó su pañuelo y se limpió la boca.
–La primera vez que coges –se adelantó Murcia– te quedas espantado. Después te acostumbras –le dio un codazo y agregó, con expresión pícara–: Y hasta le agarras el gusto.
–Ayer estuvo magnífico. Pero cuando terminamos, sucedió algo extraño: alguien nos espiaba por la ventana. Me preocupa que sea algún cliente celoso. O tu novio, tal vez…
–No seas tarugo. Yo no tengo novio. Por aquí está lleno de mirones.
–Te voy a regalar unas cortinas. Y una navaja.
–Sé cuidarme sola.
Murcia se levantó. Se abrió la blusa y sus tetas asomaron, rotundas. Los pezones apuntaban hacia la boca de Eugenio, quien abrió la boca instintivamente.
–Ya casi me tengo que ir –dijo Murcia–. Pero tenemos tiempo de aventarnos otra.
Alzó a Eugenio del cuello de la camisa.
–Me gustas, chamaco. Esta no te la voy a cobrar.
¿VUELVEN LOS TIEMPOS DEL CHALEQUERO?
Misterioso homicidio en la calzada de la Villa de Guadalupe. Se encuentra degollada una anciana de ochenta años
Periódico El Imparcial, 28 de mayo de 1908
Extracto de nota
Muchos años han transcurrido desde que la calzada que conduce a la Villa de Guadalupe Hidalgo se hizo célebre, a la vez que temida, por las horrendas hazañas de aquel criminal a quien se conoció con el apodo del Chalequero.
Fue en la época en que cada cierto tiempo se hallaban tirados en distintos lugares de dicha calzada, pero muy especialmente cerca del Río Consulado, cadáveres de infelices mujeres, degolladas casi todas, después de que el feroz asesino hubiera saciado en ellas brutales instintos.
Ahora, parece que ya otro asesino de su calaña piensa sentar sus reales por el mismo rumbo, a juzgar por el homicidio que, con circunstancias verdaderamente horrorosas, se consumó la tarde del martes, a muy corta distancia de la calzada referida.
DE LAS MEMORIAS DE EUGENIO CASASOLA (I)
Manicomio General La Castañeda, noviembre de 1910
El tiempo se terminó. Ahora, encerrado entre cuatro paredes, lo único que me queda es redactar, a la mayor velocidad posible, un testimonio. No sé si alguien leerá este último grito desesperado, y mucho menos sabré lo que se piense de mí. Dadas las circunstancias, sólo puedo esperar que los hipotéticos lectores les den la razón a los médicos que me diagnosticaron. La Bestia vendrá por mí en cualquier momento. Hay ciertas noches en las que escucho cómo sus pezuñas avanzan por los pabellones, un sonido muy diferente al que hacen los pasos de los celadores. No me está buscando. Sabe muy bien dónde me encuentro, pero prefiere alargar el momento; disfruta con mi tortura, el olor de mi miedo la alimenta. Debo aferrarme a los recuerdos, a los hechos. Plasmar de la manera más coherente posible las situaciones que me trajeron hasta aquí. Me consuela saber que Ana y el pequeño Edmundo están a salvo. En medio de los errores que he cometido, tuve la lucidez de mandarlos con sus parientes de Guadalajara. La Bestia parece saberlo y verlo todo; sin embargo, en este momento tiene preocupaciones más importantes. Confío en que le bastará con mi sacrificio. Vendrá a arrancarme la lengua, pero no estoy contando con mi voz para derrotarla. Mi arma será la palabra escrita, plasmada en estas memorias. Y si no es suficiente, encontraré la