Carne de ataúd. Bernardo Esquinca
decirles fantasmas.
Estoy divagando. Me prometí ser concreto en estas páginas. Mi vida le pertenece a la Bestia y sólo ella sabe cuándo bajará el telón. Sus pezuñas castigan las baldosas, intentan distraerme con su taconeo. Sin embargo, tengo otro recurso. La vela que pedí, alegando fobia a la luz eléctrica. Rellenaré mis oídos con cera. Eso aprendí de la Sebera…
Primero sordo, luego mudo, y al final tal vez ciego… No importa cómo disminuyan mis sentidos mientras tenga la escritura. Las palabras adecuadas que terminarán por derrocar a la Bestia de su trono.
III
Ciudad de México, mayo de 1908
–Damas y caballeros, me complace informarles que finalmente hemos encontrado el Eslabón Perdido…
Un murmullo se expandió entre los asistentes a la velada en casa de Madame Guillot. Carlos Roumagnac, inspector de la policía y científico social, paseó su mirada por el salón, consciente de que tenía al público en el bolsillo. Fue hacia las láminas cubiertas con papel cebolla, que reposaban sobre un atril, y descubrió la primera. Apareció el dibujo de un hombre mayor, de poblado bigote y piocha blanca, con lentes redondos sobre el rostro. Tenía un semblante serio, el aire de un sabio.
–Debemos al italiano César Lombroso –continuó Roumagnac– grandes avances en el campo de la antropología criminal. Él es el responsable de la teoría del “criminal nato”, que ha ayudado a la detención de numerosos malhechores en el mundo entero. Para hacer su importante estudio, Lombroso se basó en la autopsia de cuatrocientos criminales, en la observación de seis mil delincuentes vivos y en la investigación de más de veinticinco mil reclusos en cárceles europeas. Hoy en día, la policía de la Ciudad de México debe buena parte de su eficiencia a este médico visionario…
Roumagnac cambió de lámina. Ahora mostraba el dibujo de un indígena, con el cráneo desproporcionado y unas orejas enormes. Alrededor del rostro había una serie de números con sus correspondientes descripciones. El expositor utilizó un puntero para ir señalado cada uno, conforme continuaba con su charla.
–Lombroso sostiene que las tendencias criminales son propias de seres humanos involucionados, que han regresado a un estado similar al del hombre primitivo, y que por lo tanto son incapaces de controlar sus pulsiones agresivas. Todos ellos tienen rasgos claramente distintivos: frente huidiza y baja, asimetrías craneales, gran desarrollo de los pómulos, orejas en asa, y notoria pilosidad…
Madame Guillot, sentada junto a Eugenio en la tercera fila, le dio un ligero codazo a su amigo. Luego se inclinó y le susurró al oído:
–Esto me huele muy mal, querido. Seré una ignorante en el campo de la criminología, pero me parece evidente que el Dictador y su equipo de científicos han adoptado esta absurda teoría para justificar el trato que le dan a los desposeídos.
Eugenio acercó sus labios a la oreja de Madame Guillot e intentó hablar lo más bajo posible:
–¿De verdad lo crees? Lombroso es un criminalista muy reputado, y también el señor Roumagnac. Si piensas lo contrario, ¿entonces para qué lo invitaste a dar esta charla?
–Para abrirte los ojos a ti, y también a esta sarta de burgueses idiotizados. Tu periódico no hace más que justificar y difundir ideas abominables…
Roumagnac cambió a una lámina que mostraba el cuerpo de un hombre tatuado.
–Otras características de los criminales natos –dijo, esgrimiendo el puntero como una florete– es la utilización del tatuaje. También una mayor zurdería que en la generalidad de la población, así como notables tendencias al vino, al juego, al sexo y a las orgías. Y, por supuesto, un pensamiento fuertemente supersticioso…
Ahora, Madame Guillot pellizcó el brazo de Eugenio, y este casi lanzó un grito.
–¿Te das cuenta? Para nuestra brillante policía, indígena y pobre son sinónimos de delincuente. Lombroso es un retrógrada. Para criminalistas visionarios, prefiero a mi paisano Vidocq…
Roumagnac alzó de pronto la voz, como si hubiera escuchado los cuchicheos y quisiera opacarlos.
–En resumen, damas y caballeros, podemos decir que el delincuente nato es un individuo ancestral y degenerado, que exhibe los estigmas físicos y mentales del hombre primitivo. Representa una etapa intermedia entre el animal y el hombre; por lo tanto, Darwin puede descansar tranquilo en su tumba: el Eslabón Perdido ha sido encontrado. Y es el enemigo por excelencia de nosotros, los evolucionados Homo sapiens…
Una lluvia de aplausos se escuchó en el salón al concluir la conferencia de Roumagnac. Madame Guillot se revolvió en su silla, molesta con el evidente fracaso de su plan. Antes de levantarse para ordenarle a la servidumbre que ofrecieran los bocadillos y el coctel, arremetió una última vez contra el oído de Eugenio:
–Los Eslabones Perdidos somos todos nosotros. Y ni siquiera eso: nos quedamos en simios. Deberían encerrarnos en el zoológico.
Una vez servidos los licores, la concurrencia rodeó en semicírculo al expositor. Este recibió elogios, felicitaciones y hasta el franco coqueteo de la hija de un joyero. Roumagnac sonreía con condescendencia, acostumbrado como estaba a no ser cuestionado por nadie. Era un hombre seguro de sí mismo y creía firmemente en lo que acababa de exponer. Los pobres eran el verdadero lastre que impedía que el país abrazara de lleno la modernidad y prosperidad impulsadas por el Señor Presidente. Se sentía satisfecho de contribuir desde su trinchera, deteniendo y analizando a los criminales natos, y también manteniendo alejado al populacho de los barrios céntricos donde vivían y paseaban los ciudadanos de primera categoría.
Madame Guillot se abrió paso entre la gente. Tras dar un trago a su copa de vino, lanzó una pregunta a bocajarro:
–¿Y no se le ha ocurrido, don Carlos, que los problemas de criminalidad que vive la ciudad están en realidad relacionados con una terrible desigualdad social y no con unos hipotéticos Neandertales que acechan en los barrios bajos?
A Roumagnac se le fue chueco el vino que acababa de beber. Tosió, provocando que una parte del líquido le escurriera por la boca. Desconcertado, extrajo un pañuelo del bolsillo interior de su levita y se limpió los labios.
–Disculpe, el vino está fuerte –masculló.
En ese momento, Eugenio irrumpió entre la concurrencia con un grito:
–¡Démosle la bienvenida a los músicos!
Un cuarteto de cuerdas comenzó a tocar una versión de “Sobre las olas”. Eugenio tomó del brazo a Madame Guillot y la condujo a la biblioteca.
–Por favor, no arruines mis planes –suplicó–. Necesito hacerle una pregunta muy importante a don Carlos. Si lo incomodas, se irá y perderé una oportunidad inmejorable.
Madame Guillot zafó su brazo de la mano de Eugenio. Se acomodó el sombrero sobre la abundante cabellera pelirroja, y preguntó:
–¿Tiene que ver con alguno de tus reportazgos morbosos?
–Es más importante que eso.
–¿El mensaje de Murcia?
El rostro de Eugenio ensombreció.
–No digas más, querido –Madame Guillot pasó delicadamente una mano por su mejilla–. Don Carlos es todo tuyo. Iré a la cocina a comprobar que todo esté en orden…
Eugenio encontró la oportunidad de hablar en privado con Roumagnac. Tenía un par de habanos que había comprado para la ocasión. Le explicó que a Madame Guillot le disgustaba el humo de los puros y salieron al jardín a fumarlos. Tras la tormenta del día anterior, el cielo lucía limpio y despejado. La intensa luz de la luna proyectaba sombras demasiado humanas en la vegetación.
Conversaron algunas trivialidades. Después, Eugenio decidió ir al grano.
–El