La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
Mantuvo una vigencia incontestable durante doscientos cincuenta años, convirtiéndose en el referente por excelencia de la historia de España hasta que, en 1850, vio la luz el primer volumen de la Historia general de España, redactada por Modesto Lafuente, quien cogería el testigo de Mariana para erigirse en la máxima expresión de la historiografía liberal española decimonónica.
Añadiremos a las historias ya citadas las dirigidas por Antonio Cánovas del Castillo y Ramón Menéndez Pidal. La primera, editada a finales del XIX y circunscrita a un ámbito básicamente académico, pues era Cánovas el director de la Real Academia de la Historia y fueron académicos los encargados de su redacción. La segunda dominó buena parte del panorama historiográfico español del siglo XX, comenzando su edición en los años treinta bajo la dirección del propio Menéndez Pidal y finalizando ya en el siglo XXI, cuando vio la luz el último tomo de esta monumental historia. Estos dos últimos son, además, buenos ejemplos del tránsito de una autoría individual hacia una colectiva, contribuyendo, en parte, a eliminar los antecedentes del modelo de la Historia general de Modesto Lafuente, así como sus orígenes cronísticos[1].
Las traiciones básicas que forman la «pérdida de España» y estudiaremos son las siguientes: la provocada por la venganza del conde Julián tras la supuesta violación a su hija por parte de Rodrigo o Witiza, según las versiones; la defección de una parte del ejército real godo durante la batalla; y en último lugar el papel desempeñado por los judíos como conspiradores y colaboradores de los musulmanes en el momento de la conquista. Trataremos de conocer hasta qué punto el arquetipo narrativo empleado coincide o no con lo que podemos saber de la realidad histórica o la contradice, además de plantear si es posible establecer alguna tipología específica en relación con los personajes estudiados, ya sean estos individuales o colectivos.
LA TRAICIÓN EN LA LEY ROMANA Y EN LA LEY GERMÁNICA
¿Qué es un traidor? La respuesta a esta pregunta es aparentemente sencilla: alguien que comete una traición. La respuesta podría complicarse si nos cuestionamos qué es la traición, puesto que la definición variará dependiendo de la época histórica, la sociedad, los códigos legales que la gobiernen o aquellos que infrinjan dicha legislación. No es lo mismo ser un judío en tiempos del rey Ervigio, cuando se dirigía a los Padres del XII Concilio de Toledo diciendo: «Extirpad de raíz la peste judaica, que siempre se renueva con nuevas locuras»[2], que un cristiano de época visigoda que cometía el delito de no jurar lealtad al nuevo rey.
Convendría, antes de pasar a estudiar las traiciones que tuvieron lugar en aquel año 711, recordar la tesis de Lear, anteriormente mencionada. El perduellis era el «mal guerrero», enemigo del país o, en otros términos, el enemigo interno, en contraposición al enemigo externo, denominado hostis[3]. Se trataba de un acto cometido directamente contra la patria, circunscrito al ámbito militar, que terminaría por fundirse en el crimen imminutae maiestatis, también conocido como crimen laesae maiestatis o simplemente maiestas, cuyo campo de aplicación sería muy amplio bajo el Imperio[4].
En la legislación germánica y, por extensión, visigoda, el objeto de la traición no sería ya el Estado, sino el rey. Esta concepción germánica de traición involucra la idea de un compromiso personal violado: Treubruch o infidelitas[5]. La traición típica representada por el término Landesverrat se convertía en alta traición cuando su víctima era una sola persona, es decir, el rey[6]. De hecho, inmediatamente después de la elección de un rey se debía formular una promesa de lealtad hacia él, tal como se recoge en un decreto de Egica[7]. No debe extrañar, como apuntó P. D. King[8], que la traición al monarca pudiera considerarse como uno de los crímenes más atroces, ya que era el representante de Dios en la tierra y gozaba, gracias a ese hecho, de una posición casi divina.
LA VIOLACIÓN DE LA CAVA Y EL CONDE DON JULIÁN
Debemos, en primer lugar, detenernos en un episodio que aparece constantemente, aunque con matices diferentes, en los relatos de las historias de España: la violación supuestamente sufrida por la hija del conde Julián a manos de Rodrigo. Se trata de un hecho fundamental, ya que a partir de ese estupro dicho conde, que tendría el dominio del estrecho que hoy conocemos como Gibraltar gracias a su mando en Ceuta, se habría aliado con los musulmanes para vengar la honra de su hija, facilitando la entrada de las tropas enemigas.
La imagen que Mariana atribuye al último de los reyes godos se aleja de cualquier tipo de idealización. Cuando le toca referir el episodio de la violación de la hija de Julián no duda en dibujar un retrato de Rodrigo en los siguientes términos: «Llego su desatino a tanto que le hizo fuerça, con que se despeño a si y a su reyno en su perdicion, como persona estragada con los vicios, y desamparada de Dios»[9]. El rey, de acuerdo con los preceptos de la época, debía guiar a su pueblo y, sobre todo, ser un ejemplo de buenas costumbres y virtudes; exactamente la antítesis de lo que representaba Rodrigo. Pero esta caracterización no es aislada, puesto que si ampliamos dicha imagen la podremos ver reflejada en el tipo de juicios que le merece al jesuita el final del reino visigodo: «Pareceme a mi que por estos tiempos, el reyno y nacion de los Godos era grandemente miserable»[10]. Vemos cómo Mariana subraya la relajación moral que a su juicio dominaba el periodo previo a la conquista y que, por supuesto, había sido clave para entender lo sucedido después.
No dudará Mariana, además, en incorporar la carta enviada por la hija a su padre, en la que relataba la ofensa sufrida. A pesar de recoger fábulas y documentos de dudosa autenticidad, no dejará el jesuita de apelar al buen criterio del lector, algo que se pone de manifiesto cuando, al describir el episodio del palacio encantado de Toledo, concluye que «nos ni la aprouamos por verdadera, ni la desechamos como falsa. El lector podra juzgar libremente, y seguir lo que le pareciere probable»[11].
Este arquetipo narrativo representado por Mariana se inserta en una larga tradición que explicó la «pérdida de España» en términos de un Iudicium Dei, algo que, por otro lado, deja meridianamente claro el propio jesuita[12]. Sería Rodrigo, por tanto, el responsable último de la ruina cristiana por representar, como hemos dicho antes, un hombre entregado a los vicios. El castigo de la divina Providencia, como apuntó hace algún tiempo García Moreno[13], se convirtió en la interpretación hegemónica[14], siendo adoptada también por el arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada[15], quien imperó de modo casi absoluto en la historiografía española de los siglos siguientes y del que Mariana, además, es en buena parte deudor. Se advierte que para Mariana tanto las desgracias como los éxitos se entienden en virtud de una sanción o recompensa providencial a pueblos y, sobre todo, gobernantes, ante la que los hombres no pueden hacer nada.
Modesto Lafuente, por su parte, tampoco será ajeno a la misión decisiva de la Providencia, entendiéndola como el principio más importante de la historia, es decir, el elemento que explica, como señala Pasamar, la «misión», el «destino» y el progreso de la humanidad, así como de naciones como España. La importancia de los godos vendría dada por ser los fundadores de la nación española, al haber aceptado el catolicismo y desarrollado la ley[16].