El hechizo de la misericordia. José Rivera Ramírez
del celo pastoral. Sencillamente, que los demás conozcan más el amor que Cristo nos tiene. Y que nos demos cuenta del mal que acarrea la deficiencia de este celo, de este deseo, actualmente.
Por una parte, tenemos esta mediocridad, de la que estamos hablando tantas veces, por la cual consideramos que la gente se va a salvar de todas maneras, y qué más da que sea de una manera que de otra ¿no? Que Dios es muy bueno, viene a ser algo así como que es muy bonachón y que se aguanta con lo que sea, y ya está; y ¿qué más da?, que seamos como seamos, le da lo mismo ¿no? Pero debemos darnos cuenta de que decir que “Dios es amor” (1Jn 4,8) es decir que quiere llevarnos a la perfección, que es prácticamente lo contrario de lo anterior. Y, por consiguiente, que no es igual el que la gente incluso llegue a la plena santidad sin conocer a Cristo que conociéndole. Que es muy curioso que para las cosas de este mundo tengamos tantas urgencias y que, para las cosas eternas, que son de este mundo también lo que pasa es que no son exclusivamente de este mundo –porque el amor de Dios se vive ya en la tierra, vamos–, nos veamos tan lentos. El asunto es que nos debía quemar el pensar que hay gente que va a vivir 80 años sin enterarse de que Dios le ama. Y que las consecuencias psicológicas no son las mismas y que, normalmente, tampoco serán igual las consecuencias eternas.
Aun suponiendo que haya dos personas: una, conociendo a Cristo en la tierra y, otra, sin conocerle, que van a llegar a la misma santidad, no es indiferente, precisamente. Recuerdo hace muchos años hablando con una muchacha que estaba muy metida, muy comprometida por el prójimo ¿no? y me decía (era maestra, y estaba dedicada a la enseñanza de niños pobres y cosas por el estilo): «bueno, y si no se bautizan, pues ¿qué más da? A última hora se pueden salvar». Y yo le dije: «Y sin saber leer se pueden salvar mejor todavía, entonces no sé para qué diablos se dedica usted a enseñar a leer a los niños». Si nos ponemos en ese plan…
Cuando ese plan produce esos efectos, es que está mal planteado el plan. El plan de Dios no es: «como hay felicidad en el cielo, qué más da cómo lo pasemos en la tierra». El plan de Dios es que como hay felicidad en el cielo, tiene que redundar la felicidad del cielo en la tierra también ya (aunque en la tierra supone sufrimientos también). Es decir, que empecemos a vivir ya la vida eterna. Vivir la vida eterna, es decir, la complacencia de que la gente conozca a Dios, evidentemente. Y que conozca, por tanto, a Dios por el camino que se manifiesta, por el modo que se manifiesta, que es el conocimiento de Jesucristo.
“Venid a Mí”
Por otro lado, otro aspecto a comentar un momento nada más, es esta frase que hemos dicho –me parece que en el Aleluya–: “Venid a mí los que estáis agobiados y cansados, que Yo os aliviaré; sed discípulos míos que soy manso y humilde de corazón y encontraréis el descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). Consideren esta conciencia de la alegría, en la tierra, por supuesto relativa, que es el seguir a Jesucristo. Estrictamente hablando, según muchos exegetas –y me parece que tienen que llevar razón, no porque yo sepa mucha exégesis ni muchos idiomas, sino simplemente porque es lo más coherente con todo el Evangelio, con toda la buena noticia– no es que al ser nosotros más buenos imitamos a Jesucristo y así aprendemos de él la humildad. Lo cual es verdad, pero es una consecuencia, es uno de los muchos aspectos a contemplar. Que, simplemente, “sed discípulos míos” es igual que convivir conmigo, que era lo que hacían los discípulos, a los que nos está llamando es a vivir con él. Y “encontraremos descanso”, pues porque Jesucristo es manso y humilde de corazón. Y ser manso y humilde de corazón quiere decir que es bueno, y una persona buena es agradable, ni más ni menos.
Entonces, que nos demos cuenta de que ya en la tierra Jesucristo nos ofrece –y esto está estrictamente relacionado con lo anterior ¿no?– que si vivimos ya también a nivel psicológico con Jesucristo, aunque pueda haber dificultades, aunque pueda haber incluso sensaciones totalmente trágicas –como una persona que vive toda su vida deprimida, vivirá con sensación trágica–, pero aunque ella no se dé cuenta, en el corazón –y el corazón es el núcleo de la personalidad, no la viscerita ésta que es la que siente, y le recitamos sentimientos y cambia, y todas esas cosas– sino el núcleo de la personalidad está alegre. Que la afectividad donde está la alegría y la tristeza no es sólo física, no es sólo emocional. Entonces las almas separadas no tendrían alegría ni tristeza. El gozo de los bienaventurados, como los que están canonizados –quitando la canonización de otra forma de la Virgen María– y que son personas que están con el alma nada más, por consiguiente, todo el gozo que tienen es en una afectividad puramente espiritual, en el sentido de puramente anímica, psicológica. Y lo mismo digo de las almas del purgatorio, el sufrimiento que tienen y el gozo que tienen es puramente anímico. Bueno, que nos demos cuenta de que esto existe en la tierra y además que es capital, y que una persona que tiene mucha alegría espiritual, mucha alegría por consiguiente anímica puede estar perfectamente –debido a una enfermedad, claro está– registrando unas emociones, lo que solemos llamar sentimientos, sentimientos emocionales muy trágicos. Esto puede ser.
Pero, además, generalmente hablando, esto no es así; de manera que esto no deja de ser una excepción. Normalmente el individuo que está unido con Jesucristo tiene el gozo de esa convivencia que, ciertamente, es no solo compatible, sino que es fuente de una serie de sufrimientos concretos particulares, pero que siempre es alegría, porque Cristo nos da su gozo que nadie nos lo puede quitar. No me lo puede quitar más que yo pecando. Y este gozo, que es totalmente real y se caracteriza precisamente por esto, por su estabilidad, porque es espiritual, es compatible con los sufrimientos, y me da una cosa que, experimentalmente, no se puede explicar demasiado que digamos. Y no se puede entender, más que habiéndolo experimentado, en resumidas cuentas. Pero vamos, que uno se puede dar cuenta por analogía de que no es ninguna cosa que no se pueda entender, aunque no se pueda explicar bien. Y entonces esta alegría es la que me da también esta energía, precisamente para gozarme en predicar a los demás, en hacer apostolado. Pensar, por ejemplo, en la carta de S. Juan –según el texto más aceptado– lo que dice al final del primer parrafito es que “nuestro gozo que tenemos en predicaros a vosotros” (1Jn 1,4). El predicar es una alegría. Cuando el predicar nos suponga una especie de trabajo, en el sentido de un esfuerzo, de un sufrimiento, en cuanto a la pura predicación, esto simplemente quiere decir que no estamos disfrutando todavía, que no conocemos a Cristo, porque la boca habla de lo que está lleno el corazón. Y, por consiguiente, cuando el corazón está lleno de Cristo –vuelvo a repetir que el corazón no es necesariamente el sentimiento emocional, sino que es lo personal, lo estrictamente personal– entonces la predicación nos es espontánea, porque no puede callar el que ha contemplado al Verbo.
Porque el hombre tiene una tendencia a la comunicación, y esta tendencia a la comunicación –que es muy buena y natural– es el reflejo, es el fruto de ser imagen de Dios. Entonces nos brota espontánea y, al brotar espontánea, resulta agradable porque lo que brota espontaneo es siempre agradable, en el nivel que sea. Y como esto es en el nivel de la propia personalidad, pues es personalmente agradable, hace feliz a la persona. Y al hacerla feliz, la desarrolla también. Nos hace cada vez más personales, personaliza. Nos hace más santos, en resumidas cuentas, porque es fruto de la acción del Espíritu Santo.
Buscar la oveja perdida
Y, en tercer lugar, tenemos la parábola que acabamos de escuchar. Y no digo más que recordar algo que digo muchas veces: ¿Realmente hacemos caso a esta parábola? ¿Normalmente los pastores dejamos a las ovejas perdidas –digo, perdón, al revés– a las ovejas que, más o menos, parece que están encontradas, para buscar a las que consideramos perdidas?
Decía antes que no tenemos más remedio que obrar. La obra, que es también material, tiene que estar guiada por signos, que también son materiales. Y, por consiguiente, a última hora podemos estar equivocados. Podemos dejar a una oveja perdida, que resulta que es la menos perdida de todas, que es la que está más en contacto con Dios; y nos encontramos con que es el santo más santo de los que había en todo el pueblo, en la parroquia o en el mundo… Pero vamos, los signos que tenemos son de la otra manera. Pues tendremos que obrar según esos signos, movidos por el Espíritu Santo. ¿Es lo que solemos hacer? Porque a mí, sinceramente, me parece que, en cuanto a realizaciones, eso es