La urgencia de ser santos. José Rivera Ramírez

La urgencia de ser santos - José Rivera Ramírez


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que estamos desilusionados... porque empezó usted muy bien, hablando de Dios unas cosas muy bonitas... pero es que lleva tres meditaciones sobre el pecado... Usted no entiende este ambiente nuestro...” (Queriendo decir: “es que somos todos tan buenos... ¿a qué viene hablar del pecado a nosotros?”).

      Yo me quedé estupefacto... Entonces ¿ni pecan ellos ni tienen que expiar? Pues a ver si los convierto... porque están muy mal... Cuando a un individuo le hablan del pecado y no se siente aludido es que anda muy mal...

      [En la charla anterior] hablé del pecado en general, ahora vamos a concretar un poco más. Vamos a ver el panorama de pecado en que nos movemos. En primer lugar, darnos cuenta de que somos pecadores; esto lo sabéis porque a unos cuantos os lo he enseñado yo –y si no os tengo que quitar la nota que os diera– ... [En rigor] no podemos decir que somos pecadores, no estamos declarando públicamente que cometemos sacrilegios, porque estamos celebrando o comulgando todos los días... Y ser santo y pecador, al mismo tiempo, es imposible; está condenado expresamente. Cuando decimos “que somos pecadores” no queremos decir necesariamente que estamos en pecado mortal, sino que, en primer lugar, en nosotros hay una fuerza que nos inclina al pecado; por eso tenemos que morir al pecado; estamos vivos para el pecado todavía, porque el pecado vive en nosotros... –como queráis–; a última hora es el influjo del diablo.

      La comparación que he hecho varias veces, como me parece bastante gráfica, la vuelvo a recordar. Es como el individuo que tiene, en estos momentos, un tumor que de suyo es mortal, un cáncer... El individuo sabe que él no es un cáncer, es la persona de antes, pero tiene cáncer; y sabe que irremisiblemente el cáncer le va reduciendo las fuerzas vitales, físicas, y primero no le deja ir al trabajo –lo cual tiene sus ventajas, pero bueno–, después no le deja salir a la calle, después no le deja salir de la habitación, luego no le deja salir de la cama y luego no le deja salir del ataúd... ¡esto no tiene remedio! Y el hombre tiene la conciencia de que esto es así y su psicología está funcionando en relación con que tiene cáncer... Si está en esta época todavía, el hombre tiene la conciencia de que esto no tiene remedio y que, antes o después, lo más fácil es que “la palme...”, pero bastante pronto. Pero, un día u otro, aparecerá una medicina que cure el cáncer o algún remedio –si no, qué hacen los médicos, para eso cobran...– Cuando aparezca, se podrá decir, como de otras tantas enfermedades que hace unos cuantos años eran mortales: “... pues mire, usted tiene cáncer –quiere decir que usted se muere de todas las maneras–, pero yo le curo –quiere decir que “yo le curo de esto”–. El individuo puede tener, al mismo tiempo, perfectísimamente, la conciencia de que tiene una cosa mortal y de que no se va a morir. Porque la salvación le viene de otro, esto le va a crear una actitud de docilidad al médico, para no hacer lo que el médico le prohíbe y docilidad para hacer lo que el médico le mande; esta situación se da en montones de enfermedades en esta época.

      El pecado en nosotros: una fuerza que nos lleva a la muerte

      Esto es lo que nos pasa con el pecado que vive en nosotros. Nosotros sabemos que tenemos, en nosotros, una fuerza que irremisiblemente nos va llevando al pecado mortal y el pecado mortal al infierno; de aquí nosotros no podemos salir. Y que lo sabemos, lo sabemos. Ahora, si lo sabemos de una manera muy vital, si esto es operante, si lo saboreamos, si nos asustamos, si obramos en consecuencia... esto es “otra canción”. De eso se trata en esta predicación: plantearse un poco qué fuerza tiene en nosotros esta conciencia que, en resumidas cuentas, viene de la fe. Precisamente, la grandeza de la Virgen María consiste radicalmente en que es la única persona humana que no le ha pasado esto. Nosotros hemos de tener esta conciencia: “yo irremisiblemente me voy al infierno...” y al mismo tiempo tener la tranquilidad absoluta de que hay un Salvador. Pero esto me dará una conciencia de docilidad, que es de lo que se trata, de docilidad absoluta al Espíritu Santo. Se trata de que tengo que estar pendiente del Espíritu Santo, lo cual evidentemente es muy agradable, porque es muy buena persona, y tengo que no hacer lo que me dice que me puede dañar y tengo que hacer lo que me dice que me puede salvar. Esto es el asunto.

      Humildad y prudencia

      Esto se manifiesta, por ejemplo, por la humildad. Los santos han tenido esta conciencia clarísima respecto del Señor y respecto de los demás; se manifiesta [también] por la prudencia. ¡La abundancia de imprudencia tan fenomenal que hay en esta época...! A mí sencillamente, una persona que ve la televisión, ahí a lo que le echen, ya sin más explicaciones, me digo: “pero este tío está completamente loco”. La actitud que tenemos ante las cosas en general; por ejemplo, nadie me podrá decir que en el evangelio se diga que las riquezas son malas, pero nadie me puede negar que dice que son peligrosas: no se habla ni una sola vez “procurad tener mucho dinero y veréis qué bien os va, que eso es muy bueno para la salvación”; siempre se habla de ello como algo peligroso... Pues la gente está deseando que les toque la lotería... Una cosa que no me la explico... ¡Siempre se está felicitando a la gente porque tiene más peligros para salvarse que antes...! Es una cosa que no se concibe. Y no ya sólo en estas riquezas [materiales]; por ejemplo, no conozco un solo santo que, ante el hecho del episcopado, que es una riqueza espiritual [no le haya dado cierto miedo]. No me refiero a las cosas externas, que en cada época... en tiempos de Franco le regalaban un “mercedes” a cada obispo... era más barato que comprarle... ahora no tiene esas ventajas... Pero el mero hecho de tener una cierta grandeza espiritual, a todos los santos les ha dado cierto miedo. Desde los padres del desierto, que decían que había que estar lejos de las mujeres y de los obispos, para que no les hicieran curas siquiera... –¡más miedo tendrían a ser obispos...!–, hasta cualquier santo modernísimo que ha tenido que ver muy clara la voluntad de Dios [para aceptar], porque si no –mire usted– esto es muy peligroso.

      A nosotros parece que nos divierte el jugar con los peligros... ¡Cuantas más dificultades tengamos mejor! Pongamos [otro caso]: los mismos conocimientos; es evidente que el conocer, que es una riqueza, es un peligro. Ya hablaré del estudio como algo que hay que hacer. Pero es completamente distinto decir “Dios quiere que yo estudie, Dios quiere que yo tenga conocimientos” que divertirme yo y ponerme muy contento por lo que sé... porque es un peligro sencillamente. Las cosas de este mundo todas son peligrosas. Y en este mundo incluso las cosas del otro porque las usamos mal. Pues ¡estamos continuamente tan contentos de estar rodeados de peligros por todas partes! Quiero decir que no tenemos ni idea de que somos pecadores, que tendemos al pecado, que usamos las cosas mal, que nos sirven de ocasión de pecado ¡nada! ¡Es algo curioso!

      Yo el progreso de una persona, en parte, lo mido por esto. He puesto varias veces el ejemplo de una señora, casada, a la que le decía hace poco: “dese usted cuenta de que una señal de progreso evidente, en usted, es que hace unos cuantos años siempre su preocupación era la salud física de sus hijos y actualmente no habla usted nunca más que de la santidad o no santidad de los hijos... Es evidente que ha cambiado, que tiene una conciencia clara del miedo al pecado...” Hace quince años tenía miedo a las enfermedades y actualmente, que viven en Madrid que es mucho más peligroso que el pueblo donde vivían, lo único de lo que me habla no es de la posibilidad de que los coja un coche o se vayan en coche y se maten... Eso también le interesará, pero ya no es el centro de su preocupación, es sencillamente si pueden perderse, si pueden despistarse, si no comulgan bastante, si andan con malas compañías, en fin, los ambientes... Pues esto respecto de los demás y respecto de nosotros mismos... ¿Es lo que nos va interesando cada vez más? Hablo desde el punto de vista de la prudencia, la prudencia de evitar peligros... puesto que no lo vemos como peligro... porque no nos creemos que somos pecadores.

      Todos los santos, hasta el final de su vida, han tenido, al mismo tiempo, la confianza en Dios para meterse en cualquier cosa peligrosa, cuando sabían que Dios quería que se metieran, pero, en cambio, han tenido, al mismo tiempo, la prudencia de no meterse en una cosa peligrosa porque sabían que, si no estaba claro que Dios quería, podían caer. Y la impresión que da la gente ahora –curas y monjas y obispos y seglares– es que somos todos invulnerables. Yo me acuerdo que, en Palencia, pusieron una vez una película, a la cual yo tuve la culpa de ir, que era de una indecencia impresionante ¡las cosas como son!, pero en fin... Al acabar, me viene todo asustado un muchacho –seminarista– diciéndome:

      –“Mire yo vengo muy preocupado porque le dije a usted el otro día


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