Cien años después. Alberto Vazquez-Figueroa

Cien años después - Alberto Vazquez-Figueroa


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pero más se me desgarraría si me viera obligada a enterrar a un miembro de mi familia… –la desolada mujer hizo una pausa antes de concluir–: Todavía no estoy segura de que tu hermano haya tenido una sepultura decente.

      –Aún no sabemos si ha muerto.

      –Eso es muy cierto; ni siquiera yo lo sé, y como madre se supone que debería sentirlo aquí en el pecho, pero cada vez son menos las posibilidades de que siga con vida. Y no me vengas con eso de que la esperanza es lo último que se pierde porque en ese caso no tendríamos perdón por lo que estamos haciendo.

      –Papá y el tío aseguran que tenemos derecho a defendernos.

      –Si nos atacan sí. ¿Pero quién nos ataca…? Hasta ahora solían ser vagabundos que intentaban entrar por la fuerza, pero hoy ha sido una mujer. Y además embarazada. ¡Por Dios! –suplicó–. No me obligues a seguir hablando.

      Claudia respetó su silencio concentrándose en la tarea de remendar los pantalones de trabajo de su tío mientras se esforzaba en borrar de su mente la imagen de la mujer abatida de un disparo.

      Tal vez alguien en alguna parte había abatido igualmente a su hermano mientras se aproximaba solicitando agua o comida. Tal vez, pero llegados a aquellas alturas nadie podría asegurarlo con certeza puesto que las víctimas habían pasado de tener nombre a tener número, hasta que dejaron de tener número para pasar a convertirse en porcentajes.

      Era como cuando su padre jugaba a las carreras, colocaba el programa sobre la mesa, se armaba de papel y lápiz, y discutía con su madre las posibilidades que tenía cada animal de llegar el primero a la meta.

      –El jinete de «Takataka» es muy bueno.

      –Pero la distancia favorece a «Ponycat».

      –Tan solo paga tres a uno.

      –No es cuestión de intentar hacerse rico con los caballos; para eso tenemos las vacas y los cerdos.

      –Las vacas y los cerdos nos permiten vivir, pero nunca no harán ricos… Yo me jugaría veinte euros a «Ponycat» y cinco a «Takataka».

      De eso hacía ya un año, pero ahora lo que importaba no era llegar el primero sino llegar el último teniendo en cuenta que la corona de flores que le colocarían al más rápido no sería la de ganador sino la de difunto.

      Durante algún tiempo las floristerías habían hecho su agosto como si cada día fuera tan rentable para su macabro negocio como lo solía ser el de los Difuntos, pero llegó un momento en que ni los invernaderos bastaron para cubrir tanta demanda, ni contaban con la mano de obra necesaria.

      Y los clientes comenzaron a escasear.

      No los difuntos, naturalmente, que esos proliferaban, sino los vivos que antaño compraban las coronas como homenaje a sus seres queridos.

      Apenas un mes antes de que dejaran de llegar las señales televisivas, en uno de los canales había hecho su aparición un siquiatra de cara de lechuza y voz engolada, asegurando que el cerebro humano era tan complejo que algunos supervivientes no veían ya a sus familiares fallecidos como inocentes víctimas de la epidemia, sino como abominables cómplices de la enfermedad.

      ¿Dónde estarían ahora «Ponycat» o «Takataka»?.

      Probablemente acabaron convertidos en chuletas sin que quienes las devoraron se hubieran preguntado a cuál de los dos pertenecía la carne más sabrosa.

      Cabía suponer que el hecho de correr mil trescientos metros en un segundo más o menos no debía influir en el sabor de la carne.

      –¿En qué piensas?

      –No pienso, zurzo.

      –Se puede zurcir y pensar al mismo tiempo.

      –Prefiero recordar.

      –Soy tu madre, casi te triplico la edad y tengo el triple de recuerdos, por lo que te aconsejo que dejes de recordar unos tiempos que nunca volverán. Duele.

      –También duele ver cuerpos ardiendo. Sueño con ellos.

      –Me gustaría prohibirte soñar, pero eso es algo que únicamente Dios puede lograr.

      –¿Acaso Dios es dueño de mis sueños?

      –Él lo puede todo.

      –¿En ese caso por qué permite que tengan que ser papá y el tío quienes impidan que lleguen los enfermos? ¿Por qué no los detiene antes de que intenten atravesar la verja? O mejor aún: ¿por qué no los cura?

      –En ocasiones sus caminos son inescrutables.

      –Lo mismo decía el padre Luis, que en paz descanse, pero no entendí muy bien a qué se refería, y cuando insistí se limitó a pedirme que rezara.

      –Y eso es lo que debemos hacer.

      –Pues no parece que sirva de gran cosa.

      –No blasfemes.

      Aurelia no consideraba que constatar que algo era cierto constituyera una blasfemia, pero optó por continuar remendando los desgastados pantalones, sabiendo que su madre se aferraba a la fe como a un clavo ardiendo pese a que nadie más en la familia compartiera sus creencias.

      Su padre se había mostrado muy rígido al respecto:

      –Bastantes problemas tenemos y lo único que nos faltaría sería discutir de religión. Si está escrito que debemos morir antes de tiempo debemos hacerlo dignamente y como lo que siempre hemos sido: una familia unida.

      Su padre siempre había sido un hombre honesto, pero ahora no dudaba a la hora de disparar contra mujeres embarazadas.

      ¿Significaba eso que había dejado de ser honesto, o que al cambiar las circunstancias cambiaban de igual modo los conceptos?

      Su abuelo, que por suerte nunca tuvo que asistir a semejante apocalipsis, contaba amargas historias sobre sangrientas guerras en las que imberbes muchachos acababan por convertirse en aborrecibles matarifes.

      Sus nietos escuchaban en silencio pues tenían prohibido hablar mientras el patriarca hablaba, y algo de verdad debía haber en cuanto decía puesto que le faltaban tres dedos de una mano y una profunda cicatriz le cruzaba la frente.

      Aunque mutilado de cuerpo y espíritu, había conseguido salir adelante, formar una familia y convertir en un vergel lo que no era más que un erial abandonado.

      Fue a contracorriente al comprender que el éxodo hacia las ciudades constituía un error, y no estaba dispuesto a convertirse en mano de obra barata cuando además tan solo tenía una mano útil que ofrecer.

      El propietario de lo que antaño fuera una próspera hacienda pero que había quedado convertida en un desierto por culpa de la sequía, le dio las gracias a San Pancracio por haber puesto en su camino a un pobre iluso capaz de entregarle sus ahorros a cambio de un secarral.

      No obstante, cuando doce años más tarde volvió a pasar por allí no pudo por menos que comentar:

      –Siempre he sentido un cierto remordimiento porque creía haberle estafado, pero ahora debo reconocer que el estafado fui yo.

      –Nunca le estafé, porque el verdadero valor de todo esto no está en el dinero que le di, sino en lo que me costó encontrar el acuífero. Y ahora mi agua tiene fama de ser la mejor de la provincia.

      –Quien tiene agua buena tendrá buena vida

      –sentenció el otro–. Y me alegro por usted.

      El término patriarca, ya casi en desuso, se ajustaba como un guante a un abuelo que ahora descansaba entre manzanos a escasos metros de la tumba de la mujer que le había dado tres hijos, tal vez como compensación por cada uno de los dedos que le faltaban.

      Tras algunas andanzas y bandazos, los dos mayores, Saúl y Samuel, siguieron los pasos de su padre, mientras que la menor, Anabel, se empeñó en estudiar Bellas Artes y acabó como restauradora de cuadros especializada en pintura flamenca.

      Aurelia


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