Cien años después. Alberto Vazquez-Figueroa
En realidad no era un sueño oculto pues todos en la casa tenían que prestarse a que les enseñara un nuevo truco, desde cómo hacer desaparecer huevos a convertir un conejo en una gallina o que eligieran siempre una carta determinada de una baraja.
Cuando aún era niña su abuelo solía decirle:
–No confíes demasiado en la habilidad de tus dedos; son muy traidores. A mí un día me abandonaron tres.
Pese a ello había continuado confiando en sus dedos, aunque al carecer de público ya apenas practicaba.
El único que se extasiaba ante sus habilidades era «Coco», pero el pobre animal era tan obtuso que incluso le costaba aprender a ladrar amenazadoramente.
Cuando un desconocido, por muy mala pinta que tuviera, hacía su aparición al otro lado de la verja se limitaba a mover el rabo y esperar a que sus «jefes», dos enormes mastines que ciertamente impresionaban, gruñeran y enseñaran los dientes.
El calor impulsaría a los enfermos a quedarse en su casa y aguardar con resignación lo que el destino quisiera depararles, pero ni siquiera el calor detendría a los hambrientos, que abandonarían sus casas en busca de cualquier cosa que aplacara su hambre.
Pero ya no quedaba nada.
A las cinco semanas de saltar las primeras alarmas, y aunque habían saltado en los confines de la China, los habitantes de las grandes ciudades se abalanzaron como plaga de langostas sobre los supermercados dejando las estanterías tan vacías que hacía daño verlas.
Muchos no habían pisado un huerto en su vida y algunos niños creían que las zanahorias crecían en los árboles.
Aunque la mayoría eran, eso sí, muy buenos en electrónica.
De poco les sirvió cuando las empresas comenzaron a cerrar, primero por miedo a los contagios y más tarde por falta de suministros.
Las bolsas mundiales perdieron miles de millones durante una primavera trágica y un verano en el que los trajes de baño desaparecieron de las playas.
El precioso yate de tres palos y velas rojas de un banquero panameño partió rumbo al Pacífico con provisiones para seis meses y la lógica esperanza de que en ese tiempo la situación habría cambiado.
Con ayuda del «GPS» se pudo saber que no había atracado en ningún puerto ni desembarcado en ninguna isla, pero en septiembre un carguero australiano se lo encontró flotando en mitad de la nada.
Nadie respondió a sus llamadas, por lo que le dejaron continuar su camino pese a que las hélices no se movieran ni soplara una racha de viento.
Al conocer la noticia, a Aurelia le vino a la mente una vieja canción samoana:
Mudos van, e inmóviles, los muertos,
la sombra de la vela les protege.
El mar se lamenta bajo las curvas quillas,
y el sol marca el camino del oeste.
Más felices seréis en Noa-Noa,
junto a los fuegos de Tehemaní,
escuchando la suave voz de Taharoa
sobre el eterno mar siempre apacible.
No recordaba mucho más; tan solo que hacía alusión al Paraíso que aguardaba a los arriesgados navegantes que se habían atrevido a desafiar a las olas y los vientos internándose en el mayor de los océanos con el fin de poblarlo desde las costas de Nueva Zelanda hasta la Isla de Pascua.
Le encantaban las novelas de lugares exóticos que de pequeña solía leer antes de que su madre le exigiera ordenar su cuarto e ir a darle de comer a los animales, cosa que odiaba por culpa de un maldito gallo que la tenía tomada con sus tobillos.
Su visceral enemistad concluyó cuando el agresivo avechucho pasó de pendenciero a pepitoria, pero la chicuela no se sintió feliz por el final de una contienda que había decidido su madre de un simple hachazo, dejándole a ella la ominosa misión de desplumar al pobre bicho.
***
Óscar había nacido en una granja y crecido entre unos animales con lo que solía pasar horas poniéndoles nombre, cuidándolos y mimándolos, por lo que desde que aprendió a leer y escribir comprendió que tenía que aprender mucho más si quería llegar a ser un buen veterinario.
Se aplicó a ello, destacó como estudiante y consiguió una beca que le dio la oportunidad de pasarse el resto de su vida entre perros, gatos, gorrinos y caballos.
Y tuvo la suerte de encontrar en su camino a un profesor que sabía cómo guiar a sus alumnos; un hombre capaz de preguntarle a un lobo dónde le dolía y que el lobo le respondiera.
En realidad ni don Dionisio preguntaba, ni los animales respondían; se limitaba a observarlos, a hablarles como si fueran viejos amigos, a musitarles «calma, calma, calma», y a acariciarlos detrás de las orejas en lo que él llamaba «el punto G» de la serenidad.
–Si consigues que un animal se sienta relajado, acabará por decirte de un modo u otro cuáles son sus problemas, pero si se mantiene en tensión acabará por morderte.
Cuando comenzaron a correr rumores sobre una extraña enfermedad que se había iniciado en una remota región de la China más profunda, habían surgido voces que negaban a los virus que se suponía que la trasmitían el derecho a denominarse seres vivos, dado que no podían reproducirse por sí mismos y tan solo infectaban células extrañas sin poseer metabolismo propio.
No obstante, dos biólogos americanos habían comparado las estructuras de las proteínas de varias células y virus, encontrando tipos relacionados entre sí pero separados desde hacía siglos. Según ellos, las familias virales que pertenecían al mismo orden se habían ido distanciando de un virus ancestral común.
Parte de la confusión se debía a la abundancia y diversidad de virus puesto que aunque tan solo se hubieran identificado unos cinco mil, algunos expertos aseguraban que podían existir casi un millón.
Los que causaban las enfermedades imitaban el sistema de fabricación de proteínas de la célula que habían invadido y hacían copias de sí mismos que de inmediato se extendían a otras células hasta apoderarse del individuo.
A la vista de ello don Dionisio exigió a sus alumnos un estudio exhaustivo de la fauna de la región donde comenzara todo y sobre la posibilidad de que el origen del mal estuviera en que algún lugareño imprudente se hubiera desayunado con el animal equivocado. En su opinión la posibilidad de nuevas enfermedades transmitidas por animales a humanos tenía una base real.
Los perros, los monos, las ratas y los murciélagos eran algunos de los animales de los que se sospechaba en cuanto estallaban brotes de nuevas enfermedades, por lo que convenía esmerarse puesto que el último acusado, el casi desconocido pangolín asiático, había sido descartado como foco transmisor.
–Tenemos que centrar nuestra atención en los mercados de animales –sentenció don Dionisio, que había decidido poner todos sus conocimientos y los de sus alumnos al servicio de una causa tan importante–. Cuando se investigó la gripe aviar se confirmó que el origen estaba en unos pollos que habían adquirido el virus a causa de los restos fecales de los que estaban en las jaulas superiores, y aunque China ha prohibido el consumo de animales salvajes, dudo que tal prohibición dé resultado.
–¿Por qué? –quiso saber Óscar, a quien el tema le interesaba especialmente porque su familia vivía en una granja rodeada de bosques en los que abundaban los animales salvajes.
–Porque resulta casi imposible controlar a mil quinientos millones de personas con tradiciones muy arraigadas. Los mercados como el de Wuhan, en los que se mezclan animales salvajes y domésticos en pésimas condiciones higiénicas, constituyen el hábitat perfecto para unos virus que son tremendamente astutos.
–Los virus no pueden ser «astutos».
–Deben serlo, puesto que estaban aquí miles de años antes que nosotros, y seguirán