Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ). Allegra Álos

Fuego amigo, amor enemigo (Ganadora VIII Premio Internacional HQÑ) - Allegra Álos


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hablar con usted sobre la muerte del inspector Jairo Marqués. Usted fue de las últimas personas en verle con vida.

      Suspiré ahogando una mueca irónica porque, para ser exactos, las últimas personas en verle con vida habían sido los médicos que no habían sabido salvarle y sus padres, que, por lo que Jon me había contado, habían pasado a despedirse antes de ordenar que le desconectaran de la vida. Aquello no había hecho sino avivar los rescoldos de un rencor que ya creía superado y olvidado. Nadie te explica que hay afrentas que no pueden superarse ni olvidarse, que o se alza bien la testuz en el momento preciso o ahí se quedan, enquistando el resto de tu vida.

      –Tiene todo lo que necesita en mi declaración –dije al fin–. Y no tengo más que añadir. Siento que haya hecho este viaje para nada.

      Había pasado por comisaría un par de días después, cuando Jairo todavía hacía amagos de sobrevivir, y mi versión había sido escueta y fácil de recordar, sin detalles que pudieran enredarme en contradicciones, todo amparado en el hecho de que yo había permanecido debajo de mi mesa hasta que los disparos habían cesado. La sabiduría de lo simple. Nielfa había estado conmigo todo el tiempo alegando que éramos viejos amigos y apelando al rollo de todos somos compañeros, así que los inspectores encargados del caso no habían insistido mucho, seguramente en la creencia de que bastaría una sola palabra de Jairo para corroborar aquella versión o desmentirla. Solo que Jairo nunca había despertado y únicamente quedaban mis palabras flotando en el aire como una neblina de sospecha.

      Volví hacia el garaje para recoger la leña que había dejado en el suelo con la esperanza de que Larraz se hubiera dado por aludido y hubiese desaparecido de mi patio. El corazón me latía todavía con la fuerza de un martillo repiqueteando en un yunque, y el frío intenso hacía que me doliera hasta respirar. Me demoré todo lo que pude, pero cuando salí Larraz no se había movido del sitio, indiferente a la borrasca y al manto blanco y blando que se iba acumulando cada vez más en el patio. Se apresuró a coger de mis brazos los leños, pero me mantuve inflexible y rechacé su ayuda con un tirón brusco. Solo deseaba que se marchara lo antes posible.

      –Oiga, inspector. De verdad que no tengo nada útil que aportar a su investigación. Ni siquiera sé por qué este asunto interesa a Régimen Disciplinario.

      Fruncí el ceño, consciente de haber pronunciado las últimas palabras en un susurro que no era sino el eco de un pensamiento fugaz como un copo de nieve.

      –Los motivos de Régimen Disciplinario para intervenir en este asunto no son de su incumbencia –contestó con tono deliberadamente cortante–. Y yo decido lo que puede ser útil.

      Sentí que la sangre me subía a la cabeza. Iba a señalarle el camino de salida con mucho menos cariño que antes, pero de pronto el inspector pareció ablandarse, sus hombros se relajaron y su voz sonó más suave cuando volvió a hablar con un deje de resignación.

      –Está bien. Marqués fue disparado por un arma reglamentaria que había sido sustraída a un agente hará cosa de un año, un chico joven que se vio envuelto en una trifulca callejera mientras estaba de servicio. Cuando se quiso dar cuenta, él y su compañero habían sido apaleados, una de las pistolas había desaparecido y el chico estaba en un buen lío. He seguido el rastro de esa pistola desde entonces.

      Recordé que cuando había cogido la pistola de Jairo ni su tacto ni su peso me habían resultado familiares. Eso era porque en los últimos años se había procedido a la sustitución de las armas reglamentarias por unas nuevas, la H&K, una 9 milímetros parabellum, semiautomáticas y compactas. Había leído algunos artículos y comentarios en foros policiales que decían que las nuevas pistolas cabeceaban levemente en el disparo. Yo había sentido aquel tirón junto con la mordida de la piel entre el pulgar y el índice en el momento del retroceso, y lo había atribuido a la larga ausencia de práctica. Cuando aparté con el pie la pistola del asaltante para evitar que este se revolviera aunque fuera medio muerto, tampoco fui consciente del tipo de arma al que estaba dando el puntapié, no reparé en que era el modelo antiguo. Solo pensaba en aquella herida sangrante, en el charco que ya casi me rozaba la punta de las botas y en tratar de recordar cuál era el límite sin retorno, la cantidad de sangre que, una vez perdida, te dejaba al otro lado sin remedio.

      –Me hago cargo –dije al fin, tratando de ser conciliadora a la par que despejaba mi mente de toda referencia a la pistola–, pero no entiendo qué tengo que ver con esa pistola, inspector, ni en qué puede ayudarle.

      –Pues en que tal vez pueda aportar algo en lo que al principio no reparara. La memoria es caprichosa en situaciones de tensión. Me gustaría repasar con usted lo sucedido. Porque cualquier detalle puede ser importante y usted estaba allí –recalcó.

      –Lo siento –repetí–. No puedo ayudarle. No recuerdo más de lo que ya está escrito. Estuve todo el tiempo debajo de la mesa, ya ve. No soy muy valiente.

      Me dirigí a la puerta de la casa sin invitarle, confiando en que se largara, pero el inspector, haciendo honor a su apodo, seguía allí plantado, impertérrito, con copos de nieve bailando en sus pestañas doradas y el rostro tenso y enrojecido por el frío.

      –Pues el inspector Marqués no pudo disparar a su atacante porque la trayectoria de la bala no coincide aunque la bala saliera de su pistola. Así que alguien disparó por él, y también alguien disparó el revólver del calibre 38 que mató a Emma y a Sonia. La cuestión es, ¿qué arma sujetaba su mano, señorita Íscar? ¿En cuál de ellas podrían estar sus huellas?

      Pronunció las palabras sin inflexiones, lentamente. Toda la secuencia volvió a pasar por mi cabeza con la nitidez de una película, el silencio después de los disparos, dos, y luego otro disparo y Jairo cayendo al suelo, la sangre sobre la moqueta azul. Mi mente se paró en aquel punto, como si Larraz tuviera acceso a mis pensamientos y a mis recuerdos. Sentí que me faltaba el aire y solté la leña sobre el murete que delimitaba un antiguo huerto en eterno barbecho. Apenas podía tenerme en pie y la vista se me había nublado. Cualquier policía sabía que ese tipo de arma con cañón de 4 pulgadas era la que una Orden Ministerial del año 95 había autorizado para la seguridad privada, y yo tenía licencia de detective.

      Larraz se acercó, solícito.

      –¿Se encuentra bien?

      Sentía los ojos plúmbeos de Larraz sobre mi espalda, tan penetrantes que bajo las capas de ropa un sudor frío me dejaba la piel pegajosa. Cuando me volví esbocé un amago de sonrisa que me salió más trémula de lo que habría querido.

      –No sujetaba ningún arma, inspector. No puedo ayudarle y me encontraré mejor cuando se haya ido y no tenga que escuchar sus acusaciones.

      Sabía que no tenía pruebas de lo que decía, que estaba dando palos de ciego, pero las piernas me temblaban.

      –Oiga –su voz sonaba ahora impaciente–, parece que no quiere entender lo que le digo, aunque creo que he sido muy claro. Jairo Marqués no pudo disparar a ese hombre, señorita Íscar. Ambos lo sabemos. Hemos reconstruido la escena desde todos los ángulos y la conclusión es que otra persona tuvo que hacerlo, tal vez la misma que disparó a sus compañeras. O tal vez no. Pero estoy perdiendo la paciencia y como descubra que me oculta información o algo peor… A lo mejor tendría que acompañarme directamente a comisaría en lugar de perder el tiempo aquí, discutiendo conmigo a la intemperie.

      Me invadió una oleada de indignación contra Larraz y sus amenazas y contra Jairo por haber tenido la desfachatez de morirse dejándome con el culo al aire. Estaba tan furiosa que me hubiera arrojado sobre aquel imbécil de pedernal, pero sabía que aquella ira llegaba tarde, mal y nunca, que bajo aquella indignación subyacía otra más profunda y más lejana, otra traición que había sido, si cabía, peor que la de morirse. Mantuve la mirada estólida de Larraz sin parpadear, evaluando la situación lo más rápido que me permitían mis conexiones mentales. Lo de las huellas era un farol, yo solo había tocado una pistola, la de Jairo, y me constaba que no habría huellas ni ADN; la pistola del otro hombre me había limitado a retirarla con el pie y mi revólver estaba en la caja fuerte de mi dormitorio. Hacía meses que no iba a disparar al campo de tiro. Larraz estaba presionándome


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