El centro del centro y otros relatos circulares. Abraham Vega Faúndez
somos los mismos”.
Pablo Neruda
Cuando Juan dio vuelta la hoja del calendario y apareció la foto de ese mes, vio con gran sorpresa que un tren, emergiendo desde la boca de un túnel muy profundo, sería la imagen que lo acompañaría por esos próximos treinta días.
No quiso hacer ninguna conjetura, tampoco se hizo ninguna ilusión, menos creyó en una premonición, “ya he vivido no sé cuántos años con la misma idea y añoranza...”. Sin embargo, pensativo y con un poco de nostalgia se quedó contemplando aquella foto sugerente que arremolinaba en su cabeza su pasado, presente y futuro. La locomotora del siglo XVIII le recordaba con más fuerza el transcurso del tiempo; con sus bielas a la vista, con su chorro de vapor que escapaba hacia el universo, y su campana... su campana, como llamándolo desde la distancia, llamándolo desde aquel colegio enclavado allá por el sur del mundo… y de pronto escuchó nítidamente el chiqui chiqui chiqui y el silbato del inspector, que le indicaba claramente que partía.
No tuvo nada que preparar, su maleta como la de muchos amigos estaba lista desde hacía tiempo. Casi tal como fue hecha décadas atrás, allá en un pequeño pueblo costero; así mismo habían quedado debajo de una cama o detrás de una puerta, la decisión de sacar las cosas no fue posible, era como un acto de renuncia, de negación a volver, y eso no fue posible; prefirieron comprar todo, o casi todo de nuevo, desde los calzoncillos hasta los chalecos. Ni los calcetines de lana chilota, comprados especialmente para capear el frío de esas latitudes, fueron desempacados; quedaron en la misma bolsa de papel que se los vendió la señora, con el mismo olor a humo de leña de la cocina, donde fueron tejidos.
Antes de partir miró atentamente su reloj, se dio cuenta de que no marcaba el primero del mes sino un 11; pensó que tal vez estaba atrasado y quizás ya todos sus amigos se habían marchado, “por hueón” se dijo a sí mismo. Siempre le habían preguntado por qué no cambiaba la hoja del calendario cuando correspondía, o por qué lo hacía tan a destiempo, pero él a nadie le confesó que era la única forma que tenía para detener el tiempo, para sentir que se estacionaba aunque fuera un poquito, unas horas, un día. En los últimos años su calendario pasaba meses estancado en la misma hoja, los santos y los feriados se celebraban dos o tres veces al año; solo cuando andaba muy perdido daba vuelta una o dos hojas (según fuera necesario) para ponerse al día con el resto de la vida. “En fin –murmuró–, qué importa el mes, el día, incluso la hora, lo importante es que vuelvo”.
¿Cuánto esperó este viaje?, ni él mismo lo recordaba. El tiempo como ráfaga de viento se había colado por la ventana llevándose hoja tras hoja, de tres, cinco, siete, diez calendarios, y él siempre con la esperanza de que el último fuera último. Cada hoja que tiraba por el balcón la miraba eternamente como recordando y deteniendo cada día que se había ido. Cada hoja del mes que terminaba, deseó que fuera aquella que se quedaría adherida a la pared como símbolo de la derrota del tiempo, como símbolo de su paciencia que logró cruzar fronteras y partir.
En el andén se encontró con varios amigos. Iba Javier, Osvaldo, Antonio, Mariela y otros. Ellos se alegraron de verlo llegar; se tomaron el último café y en un momento impreciso el inspector hizo sonar su silbato, después sonó el de la locomotora y ellos subieron apresurados cuando el tren comenzaba a moverse. Ya arriba, le pareció que en un convoy fantasmal cruzaban túneles milenarios y desconocidos y se precipitaban a una velocidad inimaginable hacia el sur.
Atrás quedaban los blancos inviernos, las botas gruesas, las parkas espaciales que detenían el ímpetu del frío, pero quedaban también muchos amigos. Cómo olvidarse de Elaine, de Pierre, de Lucho... en fin, otra vez enfrentando el mismo dilema de la partida, esta que siempre retiene una parte de uno que no se va, otra vez preguntarse, ¿de dónde vengo y hacia dónde voy? El silencio de los bosques nevados le susurra en los oídos invitándolo a complacerse de la paz y el silencio invernal, la noche blanca entra por sus ojos cerrados y se ve en aquel café con sus amigos de universidad, pero allá lejos, la guitarra canta sus notas de amor y compromiso, y el rumor del Pacífico lo invita a quedarse dormido en el litoral.
Viajaron muchas horas, muchos años, o quién sabe si solo algunos escurridizos minutos que ni ellos mismos podrían precisar. El olvido, en este caso, no fue aliado de los años, porque en lo más alto del paso cordillerano reconocieron de inmediato dónde estaban.
–¡Otra vez aquí, compadre! –y se abrazaron con pasión.
Juan quiso gritar “Y qué fue, y qué fue aquí estamos otra vez...”, pero la frase se le ahogó en la garganta. Se dijo que este tren que irrumpía por la cadena montañosa, no tenía nada que ver con aquel otro victorioso que recorrió las nieves del Don, con un maquinista de lentes pequeños y redondos que, victorioso defendiendo sus principios, parecía penetrar con su mirada el futuro.
En algún sitio, el tren se detuvo y subieron muchos “locos” (locos al decir de ellos mismos) que se sentaron muy cerca de ellos. Ambos grupos se observaban extrañados de compartir el mismo viaje. “Cachai, loco, los compadres estos... parecen de uniforme”, y ellos se miraron y recién se dieron cuenta de que todos iban de chaqueta azul (aunque de distinto tono) y pantalón gris; lo único que alteraba la tradicional vestimenta era la ausencia de corbata.
Otros pasajeros subieron rapidísimo, abrieron sus maletines negros e iniciaron una animada conversación de negocios; en realidad casi todo el mundo hablaba de negocios. El trust de la peineta y del caramelo iba junto a la financiera Imperial Ltda. En un instante todo el tren se llenó de advertising, promoviendo los productos más increíbles, incluso en los asientos se promovían, a través de incitantes escenas de amor, los cojines y colchones Rosan, “suaves, blandos y excitantes para los ejecutivos de hoy”.
El tren avanzaba a gran velocidad, los hombres de negocios miraban sus cronómetros y enseguida miraban por la ventana con un dejo de impaciencia.
En otro sitio, y aunque el tren no se detuvo, subieron extraños personajes, tan extraños que les pareció que entraban a un lugar desconocido, era como si el tren se hubiera precipitado a un abismo oceánico donde habitaba, quién sabe si el mismísimo ciego Tiresias; al poco rato, por las ventanas subió gente que tenía un innegable parecido al humo; sus figuras se estiraban como desafiando el estado sólido; se alargaban, se contorsionaban y se podría decir que no ocupaban un lugar preciso; era gente con rostros cadavéricos que preguntaban por cruces y flores, que “las necesitaban urgente, antes que los olvidaran para siempre”. Algunos le eran rostros familiares, incluso Juan creyó reconocer a un compañero de universidad desaparecido, estaban seguros de haberlos visto en una foto de un diario, en una revista o en algún reportaje de la tele, o quizás en una película, y sin saber por qué les llegó a la mente la Plaza de Mayo; entonces los rostros se adhirieron a pancartas y comenzaron a dar vueltas por el pasillo del tren reclamando el espacio y el tiempo que la autoridad les negaba. De pronto, se escuchó un tableteo seco y estridente y varios de los que buscaban cruces se esfumaron.
En realidad, las imágenes y las situaciones que se sucedían en el viaje los tenían sin respirar, pero lo que más les sorprendía era que todos hablaban exclusivamente en presente; era la única forma verbal que se utilizaba, daba la impresión que se había perdido el pasado, la memoria. Cuando Juan pronunció la palabra “antes”, lo miraron raro, como si hubiera pronunciado una palabra injuriosa, prohibida. Juan pensó que “tal vez nuestro acento, después de estar años gueviando afuera…” y, para colmar lo de “antes”, otra persona del grupo mencionó la palabra “libro”, y sucedió que los “locos” se rieron a carcajadas.
–Loco, libro viene de libre, cachai –miró a sus amigos y después al que había pronunciado la palabra–. No, amigo, aquí los libros sirvieron de antorchas para alumbrar el apagón cultural...
–Güena, loco, te pasaste –y las risas se prolongaron por varios minutos.
Definitivamente no sabían dónde estaban. “Nos perdimos”, pensó Juan, entonces miró a su alrededor, pero no encontró a nadie a quien preguntarle algo que lo sacara medianamente de su terrible angustia.
–Se revisan los pasajes... los boletos se revisan.
El