Amor en cuatro continentes. Demetrio Infante Figueroa

Amor en cuatro continentes - Demetrio Infante Figueroa


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incapacidad. Era muy cercano al entonces Presidente de Chile, general Augusto Pinochet, quien había resuelto darle a su amigo una cómoda situación en la Gran Manzana, lo que le permitía atender sus dolencias físicas en los mejores hospitales con cargo al erario chileno y al mismo tiempo poseer una actividad nominal que, además, le concedía status diplomático. Kelly, en un momento en que el embajador titular se encontraba fuera de Estados Unidos y el alterno ejercía algunas funciones, tuvo la mala idea de no aceptar que dicho personaje le alzara la voz en una reunión en que estaban presentes todos los diplomáticos de la Misión. Tres veces el embajador alterno le habló a gritos y las tres veces John, en forma respetuosa y calmada, le respondió: “Embajador, cada vez que usted me grite, le voy a representar que no puedo aceptar que lo haga”. Terminada dicha cita de coordinación, todos pensaron que las cosas habían quedado ahí y nada hizo suponer que lo sucedido podría tener las consecuencias que tuvo un mes después. El personaje se comunicó con su amigo el presidente y molesto le narró lo acaecido, a lo que Pinochet respondió que el ministro consejero involucrado debía inmediatamente ser expulsado del Servicio Exterior. Ante esa reacción, el propio embajador alterno le respondió que eso era mucho, pues se trataba de una persona que cumplía bien con su deber y que lo mejor era mandarlo castigado a Sudáfrica, cosa con la que estuvo de acuerdo el entonces dictador y que, lógicamente, debía cumplirse de inmediato. Pero la pregunta que se hacía John era por qué Sudáfrica, en circunstancias que si se deseaba aplicar un castigo ejemplar había muchos lugares del mundo donde realmente la vida era en extremo complicada, tales como el Zaire de Mobutu o la inestable y costosa Nigeria. Según supo, una hija del embajador alterno amigo de Pinochet, estaba casada con un diplomático chileno que había ejecutado actos condenables mientras laboraba en el Consulado en Nueva York, por lo que fueron trasladados a Sudáfrica. Seguramente Pretoria se transformó para él en el peor sitio del mundo, pues allí había sido “confinada” su primogénita y por ello al momento de seleccionar un destino donde realmente él pudiera pasarlo mal, de inmediato se le vino la capital de Sudáfrica. Todo lo narrado, como una película, pasó frente a John en una centésima de segundo mientras terminaba de descender la escala del Boeing 747 que lo había traído desde Londres y dejaba de admirar el panorama que lo rodeaba, para concentrarse en quien lo había recibido en forma tan grata.

      Cuando Kelly pisó suelo firme, se fundió en un abrazo con Gómez. Se conocían, pues habían trabajado juntos en el Ministerio en Santiago. Este último era un hombre tranquilo, que se había casado ya con algunos años en el cuerpo con una chilena viuda que tenía dos hijos, a los cuales él quería y cuidaba como propios. Era de esas personas que nunca presentaba conflictos y que en lo laboral tenía siempre una buena disposición para cumplir su trabajo. Para Kelly sería un buen introductor a la realidad sudafricana y se apoyó en él desde un inicio. El embajador, que como se indicó, había tenido la inusual amabilidad de ir a esperarlo, era un general del ejército de Chile pasado a retiro hacía poco tiempo y que, de acuerdo a la costumbre de Pinochet de premiar con el cargo de embajador por el lapso de dos años a sus cercanos, le había otorgado dicha posición en Pretoria. El recién llegado pensaba que su jefe sería quien lo introduciría en detalle en la realidad política y económica del país y del área en general, ya que la guerra en Angola estaba en su plenitud, la demanda por la independencia de Namibia era cada día más fuerte, la estabilidad de los gobernantes de Mozambique era precaria y el rechazo que se estaba creando sobre quien ejercía el mando en Zimbabwe era muy extendido. Pero Kelly al poco tiempo se daría cuenta de que el asunto no era tan fácil. Pese a que en las últimas semanas había leído lo más posible sobre la realidad del área en general y de Sudáfrica en particular, la vivencia diaria proporcionaría detalles que no era posible imaginar solo con la lectura y sobre la cual el embajador tenía una muy particular visión que distaba de lo que indicaban todas las publicaciones especializadas.

      Lo primero que hizo el diplomático recién arribado a Pretoria fue dedicarse a buscar una casa para los suyos que se habían quedado en Estados Unidos a la espera de saber que contaban con una vivienda y con matrícula asegurada en un colegio adecuado para los dos hijos del matrimonio. Esta búsqueda era de suma importancia, pues en la familia de John el sorpresivo traslado había producido un impacto emocional indescriptible. En Nueva York vivían en una pequeña localidad que se encontraba en el estado vecino de Connecticut, llamada Old Greenwich. En verdad era un diminuto pueblo sacado de una postal. No había peligro alguno, era seguro y la delincuencia, inexistente, al extremo de que las viviendas, en su gran mayoría, durante el día se mantenían sin llave. Todas las casas eran de dos pisos, incluso los establecimientos comerciales que estaban sitos en una longitud de apenas una cuadra, cercana a la estación de trenes. Allí había una librería, una lavandería, un negocio de regalos y confites –que era la delicia de los niños, pues los dos ancianos dueños les otorgaban créditos personales–, una farmacia, una bomba de incendios y una estación de expendio de gasolina. A unos veinte metros de esa calle estaba el único supermercado. El pueblo poseía una linda y pequeña playa donde el mar parecía una especie de lago que limitaba hacía el oriente, a lo lejos, con Long Island, lo que hacía que sus aguas fueran tranquilas y con la grata temperatura del Océano Atlántico. A su lado había un pequeño bosque donde pululaban conejos, zorrillos y varios tipos de roedores, el que estaba circunvalado por un camino que permitía la tranquila práctica del ciclismo. Cuando el día estaba claro, era posible divisar a lo lejos los grandes edificios de Manhattan. El ingreso a la playa estaba estrictamente restringido a los miembros de la comunidad, los que poseían una tarjeta sin cuya presentación era imposible traspasar el angosto camino de entrada. La hermosa playa era el centro de reunión con las amistades y los jóvenes de ambos sexos se juntaban en el extremo norte de ella, donde en las tardes de verano la cerveza era la gran compañera. Todo esto lo hacía un lugar gratísimo para la familia.

      La esposa de Kelly, Mónica Menchaca, era una mujer buenamoza con la cual llevaba casado casi veinte años. La había conocido en Concepción mientras él estudiaba Derecho y vivía en un Hogar para Estudiantes Universitarios, ya que su padre trabajaba como ingeniero en las cercanas minas de carbón de Lota, ubicadas a algo más de 40 kilómetros al sur, localidad en la que él había nacido en 1941. Mónica en esos años era alumna del último curso del prestigioso colegio La Inmaculada Concepción y miembro de una de las familias más tradicionales de la ciudad. Era alta, con un pelo negro precioso, de modos distinguidos y poseedora de una esbelta figura. Al terminar la educación secundaria había ingresado a estudiar pedagogía en castellano en la misma universidad, pero ella no tenía entre sus proyectos definitivos de vida terminar esa carrera, pues pensaba más en un posible buen matrimonio que la liberara de la obligación de trabajar, como era la tendencia generalizada en esa época entre las parejas de clase alta. Pese a que John y Mónica estaban muy enamorados, se habían comprometido a que la boda no se celebraría hasta que él tuviera su título de abogado en el bolsillo. En el ambiente social eran conocidos como una pareja típica del entorno y para nadie cabía duda alguna de que el asunto terminaría frente a un altar. El novio era hijo de Inés Urrejola, quien había abandonado a su familia por otro hombre cuando John era un niño, y residía en el extranjero. Los Urrejola también eran una familia de antigua prosapia y una de las más tradicionales de la zona, por lo que el abandono de Inés los llenó de pena y de vergüenza. Pese a esa dramática situación, el amor y la preocupación de los padres de ella por esos dos nietos que había dejado abandonados en Lota nunca desapareció y estos sentían muy cercano el cariño de ellos. Las relaciones del marido de Inés con quienes habían sido sus suegros siempre fueron cordiales.

      Concepción, que en tamaño y población era el tercer centro urbano de Chile después de Santiago y Valparaíso, tenía la particularidad de poseer una especie de aristocracia propia conformada por familias que por generaciones habían vivido en la ciudad, algunas desde la época en que aquella era el centro neurálgico del país, durante la colonización española. En la práctica entonces ejercía como la capital política y militar de Chile. Sita a orillas del río más ancho y caudaloso del país Chile, el Biobío, constituyó por siglos el límite con las tribus araucanas que por más de trescientos años resistieron a los conquistadores europeos. Los penquistas, como se llama a los habitantes de Concepción, tienen su propio orgullo local, el que defienden sin contemplación. La ciudad misma, fuera de tener una extensión importante, era el centro de la provincia del mismo nombre, la que en superficie era más bien pequeña en


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