Los asquerosos. Santiago Lorenzo
que convertir el fondito en raciones consumibles. Sólo así era útil. Muy útil sobre todo para mí, que si hubiera que haber echado mano de mi fortuna para dar de comer al sobrino, eclipse total de pan.
Fue durante una madrugada de desvelos cuando se me ocurrió cómo proveerle de víveres. Había un Lidl en da lo mismo qué ciudad, a da lo mismo cuántos kilómetros de Zarzahuriel. Yo haría pedidos regulares por Internet, desde mi ordenador. Encargaría mensualmente un listado de productos convenidos con el oculto. Pagaría las remesas telemáticamente, con cargo a mi cuenta. Los envíos serían a Zarzahuriel, en el reparto ordinario, a la calle tal y a mi nombre.
Me levanté de la cama e investigué en la página del híper. Toda la gestión del encargo se hacía mediante la máquina. Pero esperé a la mañana y llamé al Lidl en cuestión de viva voz porque había un par de indicaciones que debía apuntarles. Y sin las cuales, el riesgo se multiplicaba sin necesidad.
Les informé de mi intención de hacer pedidos periódicos. Avisé de que habitualmente no estaría en la casa de destino, porque sólo iba los domingos, cuando no había reparto. Pero les propuse con fingida empatía que dejaran las bolsas en la puerta el sábado por la tarde, que en el pueblo no había quién que fuera a mangarme la lata de anchoas. Los bultos, por otro lado, ya estaban pagados mediante tarjeta de crédito, así que todos contentos. De esta forma, y si el sábado por la tarde Manuel se metía en casa bien metido, el repartidor no tendría por qué verle. Porque no podía verle nadie.
Todo rastro que dejé remitía a mí, ciudadano del montón que no tuvo ningún encuentro agrio con ningún policía en ningún portal. Manejé un poco la conversación para que no sonara raro el hecho de que empezara a contarles que en mi familia éramos cinco. No quería levantar extrañeza en nadie que se pusiera a considerar para qué quería tanta comida un hombre solo que únicamente acudía a Zarzahuriel los festivos. De paso, haciéndome el amistoso y el cercano, dejé dicho que uno de mis hijos se quedaba a veces en el pueblo durante la semana, porque estaba preparando oposiciones y se retiraba allí a estudiar. Que no les extrañara si un miércoles veían humo en la chimenea. El del Lidl estaba hasta los huevos de que le contara mi vida. Jamás pasaron por allí más que a dejar el pedido, el día convenido. Pero yo estaba determinado a abortar toda sombra de suspicacia y a dar todas las explicaciones posibles, las que me pidieran y las que no. Todo remilgo con la gestión del tapamiento me parecía poco.
El palo que te pegaban por el porte, Cristo.
Fui ingresando en mi cuenta el líquido que iba retirando de la de Manuel en mis visitas al cajero. Sin ese dinero, ahorrado por él durante dos años, poco Lidl le podía haber mandado.
Listamos una primera compra. Era la segunda que realizaba su destinatario en cuanto que individuo emancipado, porque en la casa libre de la calle Montera sólo le alcanzó la estadía para hacer una. Nos quedó una cesta estándar, con lo habitual entre la gente de su edad, de productos variados para comer bien y de todo y con algún capricho deslizado entre un bote y un paquete.
Sin nevera, y a compra mensual, el consumo de carne y pescado frescos se vería restringido a la semana posterior a la recepción. Vencidos los tiempos de vigencia, a comer otra cosa. Quizá el frío del campo, llegando el otoño, prolongara un poco los plazos de caducidad.
Con el pan tendría que joderse. El alimento cotidiano de la Biblia sólo podría tomarlo reciente durante los primeros días tras el pedido, y duro o durísimo al final. El de molde aguantaría algo más. Pero en general, al bendito trigo cocido habría de renunciar.
No nos olvidamos de los géneros de aseo: jabón, gel, champú, alcohol. Una esponja. Ni de los de limpieza: lavavajillas, estropajos, detergente, bayetas. Una escoba.
El Lidl contaba con su sección de inventariables, bienes de no comer, con su poco de ferretería, su algo de textil, su tanto de papelería y su cuanto de menaje. Incluimos una serie de artículos sin los que la vida se habría hecho muy difícil: una sartén, un cazo con tapa, varios platos, hondos y llanos, cubiertos. Un cubo y un barreño de plástico, una linternita de bolsillo con su pila, unos alicates. Una toalla, dos sábanas, papel, un lápiz y un boli. Maquinillas de afeitar, a usar sin espejo. Una garrafa de agua de cinco litros, para usar el envase como cántaro y no tener que ir tanto a la fuente.
Listé la compra, la tramité y aboné lo que me cobraron. Ese sábado, Manuel se encerró en casa por la tarde. A las cinco llegó una furgoneta con los suministros. Lo dejó todo a la puerta y se fue. Sin más incidencia. Así sería cada mes.
Me lo imagino esa noche de sábado cenando en condiciones, en vez de metiéndose comistrajos, y se me pone una sonrisa en la cara que parece una curva longaniza en todo el medio de un plato. Me sentaba de maravilla verme a mí, nada menos que a mí, arreglando problemas. Toma Recursos Humanos. Todo gracias a Manuel.
El hipermercado estaba surtidito. Pero había objetos y productos imprescindibles que la compañía no trabajaba. Había que pensar la forma de remitirle paracetamol, hilo y aguja, una piedra de afilar para el hacha. Era un problema, porque se trataba de mercancías muy necesarias. Pero yo no quería más proveedores. Concertar mensualmente con el Lidl ya me parecía mucho exponernos. No debíamos arriesgarnos más. Cuanta menos gente se acercara a Zarzahuriel, mejor.
7
Al lunes siguiente se acabó del todo la gasolina del coche, la que nos proveía de teléfono. A partir de entonces dependíamos de lo que la vieja batería del anciano automóvil quisiera durar antes de exhalar su último suspiro por falta de uso. Sin sopa, no iría más allá de una semana.
El sustento del móvil era ahora lo más urgente. El teléfono era la única conexión de Manuel con el exterior, la línea en la que me exponía sus contingencias y a través de la que tramábamos soluciones. Y el hilo gracias al cual no nos echábamos tanto de menos, qué coño. Antes de cada llamada diaria teníamos hechas sendas listas de temas a tratar, para dispararlos sin pausas y no desperdiciar segundos de energía.
A finales de julio, durante el período de gracia que nos concedía la batería del coche antes de morir, Manuel me contó algo que me sonó a cachondeo.
La noche de su fuga, más muerto que vivo, apagó los faros del vehículo en cuanto empezó a clarear. La luz de la mañana le ayudó a espabilarse, rendido de sueño. Por lo mismo, agradeció los destellos que emitían las bombillas de las señales viarias de precaución. Iban cebadas por paneles solares, colocados en lo alto y de tamaños variados según la dimensión de los carteles. Las últimas que recordaba haber visto antes de parar no estaban de Zarzahuriel a una distancia inasumible a pie. Creía poder encontrarlas, rehaciendo el camino. La noche anterior se había ido en su busca. Con su destornillador.
No tenía nada claro que la tecnología se le fuera a poner de cara. Albergaba dudas sobre la idoneidad de la fuente para la recarga de móviles, pero para allá se fue a examinar los cables.
La oscuridad era necesaria para proceder al desensamblado de los componentes y a su sospechoso transporte a pata sin ser visto (también ayudaba la ausencia de tráfico). Pero en julio aún tardaba en anochecer, y amanecía pronto. El verano sólo entregaba seis horas de noche cerrada. Por las distancias que recordaba, a la operación no le quitaba nadie sus diez kilómetros de ida y sus diez de vuelta, campo a través para evitar la carretera y tropezando por la negrura. Cinco horas de travesías bidireccionales le dejaban sólo una para trabajar. Emprendió ruta. «¡Voy por las sombras hacia la luz!», iba diciendo el bobo.
A los ocho o nueve kilómetros ya se topó con un panel. Pero iba adscrito a cámaras de tráfico. No era cosa de que le grabaran desatornillando el equipamiento ministerial. Que ya había protagonizado una película en su portal de la calle Montera y por lo pronto no quería más cine.
No muy lejos encontró una señal que le gustó. A la luz enmascarada de su linterna nueva, y atento a cualquier ruido de motor, se colocó ante ella. Incorporaba un panel de 25 x 15 portables centímetros. Iba fijado a 2,5 metros de altura, sobre un poste con tres planchas: la del ciervo brincando de perfil, esa azul con el rótulo «80» en blanco, y una