Tu rostro buscaré. Fundación José Rivera
la gloria que Él recibe del Padre, a quien Jesucristo quiere hacer uno conmigo, miembro del mismo Cuerpo, partícipe de la misma vida. Cuando lo miro con fe, inmediatamente va brotando la caridad, y va cambiando la actitud. Quien era para mí alguien objeto de repugnancia, objeto de rencor, empieza a ser para mí objeto de caridad, cuando lo miro con fe. La caridad brota de la fe. Cuando alguien me resulta antipático sensiblemente, empiezo a dedicar tiempo a mirarlo con fe. La fe va cambiando mi actitud hacia él y me va haciendo compartir la caridad de Cristo.
Y lo mismo había que decir de todas las demás virtudes. Quien se dé cuenta de que es orgulloso y quiera ser humilde, el que es egoísta y quiera ser entregado, quien es rebelde y quiera ser obediente, no pueden crecer en esas virtudes por propósitos, por empeño. Y don José distinguía entre lo que él llamaba propósitos de la voluntad, es decir, yo me propongo esforzarme por cambiar de vida, por tener más caridad, por portarme mejor, cosa que no sirve para mucho, más bien para nada, es decir, puede servir para modificar los comportamientos en cierta medida pero no para cambiar el corazón. Pero se pueden hacer propósitos de otra manera, tomando la palabra en sentido literal: pro-ponernos algo es ponérnoslo ante la mirada, ponerlo a la luz, contemplar la verdad que sobre ello nos ilumina la fe. Ésos eran para él los verdaderos propósitos. Cuando nos proponemos en este sentido cristiano la obediencia, cuando miramos a la luz de la fe el sentido cristiano del sacrificio, cuando miramos a la luz de la fe el don que Dios quiere hacernos con la caridad, con la penitencia, con la oración, empezamos a recibir de Dios la capacidad de vivirlo. Ésos son los verdaderos propósitos, porque se trata de abrir caminos a la acción de Dios. La vida cristiana es receptiva, es dependiente: la iniciativa, la acción es exclusivamente de Dios.
Estamos hablando de la principalidad de las virtudes teologales y, dentro de ello, de la función radical de la fe; pero todavía refiriéndonos a las virtudes teologales yo creo que podemos decir que don José fue –y es– un verdadero maestro y testigo de esperanza. Él insistía continuamente en la centralidad de la esperanza en la vida cristiana, hasta el punto de identificarla –y se lo hemos oído muchísimas veces quienes lo hemos conocido en esta vida– prácticamente con la santidad. El santo, decía él –y lo pensaba de sí mismo, lo escribía en su diario–, es el que no deja de esperar nunca el milagro de la propia conversión.
La esperanza inquebrantable en la gracia de Dios permite recibirla. Él decía tantísimas veces en los retiros, en las predicaciones de todo el año litúrgico –particularmente en el tiempo de Adviento, que nos trae de parte de Dios esta gracia de crecer en esperanza–, que la única condición para no dejar a Dios santificarnos es que no lo esperemos.
Recordaba él tantas veces las frases de Cristo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”, “Yo no he venido a buscar, a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Nosotros pensamos que lo que le impide actuar al Espíritu Santo en nuestra vida son nuestros pecados. Don José pensaba que lo que le impide actuar al Espíritu Santo en nuestra vida es nuestra pobre y débil esperanza. Y él ponía este ejemplo, que seguro que muchos le han escuchado como yo más de una vez: qué pensaríamos de un médico que dice en el hospital en el que está: “Aquí no se puede hacer nada, está todo el mundo enfermo”; lógicamente, le responderían: “Pues claro, a eso va usted, a eso le han enviado: a que cure a los enfermos”. Bien, pues es lo mismo que le decimos nosotros al Espíritu Santo: “Aquí no se puede hacer nada porque somos todos unos pecadores”; pues precisamente por eso necesitamos su gracia, y ahí se apoya nuestra esperanza: en que somos pecadores, en que estamos enfermos y necesitamos del médico. Porque la esperanza no se apoya –recordaba don José– nada más que en la promesa de Dios. Ella nos permite poder pasar la vida esperando el cumplimiento de las promesas de Dios.
EL CRECIMIENTO DE LAS VIRTUDES
La vida cristiana es la recepción de la acción del Espíritu Santo, pero don José no dejaba esta verdad en las nubes, no la dejaba en una concepción abstracta, sino que como buen maestro abría caminos reales para recibir esta acción de Dios en la vida. Recordaba que el Espíritu Santo nos hace crecer en las virtudes, hasta llevarnos a la santidad, moviéndonos fundamentalmente a la oración, los sacramentos y a la acción virtuosa. San Juan de la Cruz viene a decir: “No se preocupe que, si hay oración Dios actuará, Dios santificará”. Si no se abandona la oración Dios santificará, Dios actúa.
Porque lo primero a lo que nos mueve el Espíritu Santo para hacernos crecer en las virtudes es a rezar, a cuidar la oración. Y, como recordaba tantas veces don José, la oración no es fundamentalmente pensar en Dios, pensar en Cristo, meditar sobre Él, sino la conciencia actual de su presencia en nosotros. Las demás presencias de Jesucristo en nosotros están para que Él pueda venir a nosotros, incluyendo la presencia eucarística: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él”.
Así pues, la oración es la conciencia de esta presencia personal, amorosa y activa, recordaba él, de las personas divinas en nosotros. Rezar es dejar que la fe nos haga presente con fuerza esta realidad que llevamos dentro si estamos en gracia de Dios: llevamos dentro al mismo Dios. Dejar que nos lo haga presente con asombro, con gratitud, con realismo. Cómo podemos olvidar quiénes somos, cómo podemos –recordaba don José– atender tantas veces al juicio de las personas de fuera y olvidarnos de las Personas de dentro, las Personas divinas. Contaba él, a propósito de esto, cómo en una ocasión le llamó el vicario del clero de una diócesis para pedirle que diera Ejercicios Espirituales a los sacerdotes, y como conocía a don José, su fama de despistado, le dijo que ya le llamaría unos días antes o unas semanas antes de la fecha de los ejercicios para recordárselo. Efectivamente este vicario del clero llamó a don José por teléfono unos días antes de los ejercicios y le dijo:
–“Bueno, ¿estás en dar los ejercicios espirituales en estas fechas?
–Sí, sí, lo apunté en la agenda.
–Bueno mira, es que hay un problema –le dijo este vicario del clero. Y don José responde:
–¿Qué problema?
–Pues mira, es que el Obispo ha dicho que quiere hacer ejercicios él también.
Y don José vuelve a responder:
–Bueno y ¿dónde está el problema?
Y el otro le dice:
–Es por si te impone mucho respeto, por si te da corte que esté el obispo delante.
Y don José respondió:
–Conque estoy acostumbrado a hablar delante de las Personas divinas, y me va a importar hablar delante de un obispo.”
Pues ésta es la vida de oración: vivir de las Personas divinas, vivir de su presencia, de su mirada, de su iniciativa.
Lo segundo a lo que nos mueve el Espíritu Santo para hacer crecer nuestras virtudes es a vivir los sacramentos. Y junto con los sacramentos entendía él también la vivencia de la liturgia. Los que lo hemos conocido hemos escuchado muchísimas veces su insistencia en la atención a la liturgia. No hay camino más sencillo para dejar a Jesucristo santificarnos, aumentándonos las virtudes, como atender diariamente a las palabras que Dios nos dirige en la liturgia. Cuando don José recomendaba hacerse con el Misal, meditar cada día las oraciones, las lecturas, el ordinario de la misa, era para esto, porque él sabía, por experiencia propia en primer lugar, que recibimos la acción de la gracia de Dios escuchando, recibiendo la palabra que Dios nos dice en la Liturgia, atendiéndola de verdad, tomándola como lo que es: Palabra de Dios.
Y les voy a poner un ejemplo de la liturgia de estos días, como lo podía poner don José cuando hablaba de estas cosas. La oración colecta de ayer nos hacía pedir esto a Dios: “Y que la venida de tu Unigénito nos limpie de las huellas de nuestra antigua vida de pecado”. Ante esta oración de ayer podemos tomar estas tres posturas:
- No escucharla, no caer en la cuenta de lo que Dios nos está diciendo, de lo que Dios nos está anunciando, de lo que Dios nos está prometiendo: que viene Cristo para limpiarnos de las huellas de nuestra antigua vida de pecado. Y así llegar a la Navidad sin esperar nada, pensando que lo único que va a suceder son cosas por fuera, mientras que Dios nos