Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar
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INVIERNO BAJO LA ESTRELLA DEL NORTE
Santiago Osácar
Ediciones Trébedes
© del contenido, Santiago Osácar, 2014.
© Portada: Fotomontaje de Ediciones Trébedes a partir de un dibujo de Santiago Osácar y fotografía de © Peshkova (Dreamstime.com).
© de la edición, Ediciones Trébedes, 2014
Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D – 45005 – Toledo (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-941339-5-4
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Para mi amigo Andrés Horno, sin cuyos ánimos y consejos, creo que no hubiera comenzado a escribir esta historia… y estoy seguro de que nunca la habría concluido.
"Los bosques te enseñarán más que los libros. Los árboles y las rocas te revelarán cosas que no aprenderás de los maestros de la ciencia".
San Bernardo Claraval.
Carta 106, 2 (a Henry Murdach)
Contenido
I
SUBIDA AL MONTE PANO
“Almendrones”, así es como llaman en todos estos pueblos del valle de Tena y del río Aragón a los turistas de Zaragoza. Supuse que aquellos hombres que me miraban desdeñosamente me habían identificado ya como uno más de esos almendrones insensatos que tanto trabajo les dan a ellos y a la guardia civil perdiéndose en la nieve con sus raquetas de alquiler o despeñándose por las cortaduras de los puertos.
Siguieron impasibles acodados en la barra, apurando sus carajilllos en aquella atmósfera cargada de tabaco y tedio invernal y tuve que volver a preguntar:
–¿Pueden decirme dónde se coge la senda para subir andando a San Juan de La Peña? —Era una pregunta sencilla, pero sólo cuando la máquina tragaperras hubo concluido sus melodías insinuantes el hombre que la manipulaba se dignó a volverse hacia mí:
–Hoy no se´n sube al monasterio; ¿no has visto la nevada que ha caído? Se ha tirado toda la noche sin parar hasta hace nada. Estamos incomunicados; más te caldría haberte quedado en casa –y siguió alimentando a la insaciable máquina.
Verdaderamente era una nevada de las que abren telediarios; hacía un buen rato que había dejado Jaca sumida en el caos; con el puerto de Monrepós cerrado a primera hora de la mañana y conduciendo detrás de la quitanieves, había llegado hasta el cruce de Santa Cruz de la Serós. A partir de ahí, rodando a menos de 20 Km/hora, había conseguido abrir huella por la nieve virgen de la carretera hasta la iglesita de san Caprasio que me pareció un buen sitio para dejar el coche durante unos días.
–No voy al monasterio, sino a la pradera, a la casa de los forestales, trabajo allí; soy autónomo y no puedo perder un día de trabajo. Además si no acabo antes de Navidad no me pagan.
Después de aparcar al abrigo de la ermita milenaria, mientras caían los últimos copos, había cargado la mochila con la compra del día anterior: Un bote grande de azul ultramar, otro pequeño de amarillo de cadmio de una marca muy cara pero que cunde más que el barato, dos brochas medianas, pinceles, una alargadera... y cinco kilos de frutas y verduras frescas. La semana anterior había podido subir con el coche para abastecer la casa de los forestales con víveres y todo lo necesario para pasar allí al menos tres semanas.
Al ver mi determinación uno de ellos, más joven, se limpió con el revés de la mano y tomó la palabra sin volverse.
–Pues tienes para rato si esperas a que la quitanieves llegue hasta ahí arriba...sí que podrás subir por la senda –dijo mirando al de la tragaperras–. Aquí abajo, donde el barranco dobla, verás una pista forestal; tiras cara arriba y enseguida, a mano izquierda, te sale una senda entre los pinos –Salió conmigo y me indicó desde el porche dónde quedaba la revuelta del torrente.
–Venga, suerte; y si pierdes el camino sigue a los perros.
No entendí aquello, pensé que era algún dicho de la comarca y me despedí dándole las gracias mientras bajaba hacia el río hundiéndome en la nieve.
En la otra orilla se abrían, en efecto dos caminos; un estrecho sendero que se internaba en el bosque y otro que moría en una borda de la que salieron ladrando tres perros: Cuando vieron que tomaba la empinada trocha del monte se tranquilizaron y comenzaron a olfatearme curiosos y a mover el rabo tan contentos de encontrar entretenimiento en aquel día en el que el valle entero estaba paralizado, aletargado bajo el hechizo blanco de la nieve.
El macizo de San Juan de La Peña ofrecía un aspecto imponente aquella mañana, elevando sobre las casitas de Santa Cruz sus fantásticos farallones rocosos a los que se aferraban los pinos con sus desnudas raíces y las ramas retorcidas por vientos y heladas cubiertas de blanco. De los cantiles más escarpados se descolgaban tremendas estalactitas de hielo como cascadas interrumpidas en su caída. “Un mundo de peñascos espirituales revestido de un bosque de leyenda” como había escrito Unamuno después de haber recorrido, seguramente, este mismo sendero... claro que él tenía un sueldo fijo y podía venir