Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar
a dormir en el centro de interpretación pero tampoco podía prohibírmelo…
La lógica de la administración era terriblemente tortuosa: la casa de los forestales en cuanto edificio, se gestionaba desde una oficina distinta de la de Olga, que era la de “educación ambiental” dedicada a programar las actividades de los centros y Melisa era una trabajadora autónoma subcontratada por Olga para atender a los visitantes... así que en todos aquellos vericuetos administrativos podría esconderme por las noches y, sin dar explicaciones a nadie, vivir discretamente en el pequeño museo durante unas semanas...
–El café nos lo tomamos en la barra, ¿quieres? –y sonrió levantándose con pereza– No te dejes el cortavientos, el anorak, como le llamas tú –añadió sin mirarme mientras caminaba hacia la barra.
–Pues sí, el anorak, ¿qué pasa que cortavientos es en fabla, o qué?... Bueno –dije tras recuperarlo– ¿qué vas a querer?
–Un cortado.
–Sí, yo también. Oye, ¿por qué has dicho antes que vendría más gente para la Inmaculada si hacía mal tiempo? Hola, dos cortados, por favor.
–Si cierran las pistas –me explicó con paciencia– o hace mucha ventisca, muchos de los que habían subido a esquiar y se les chafa el plan, acaban viniendo por aquí, a visitar los monasterios, a comer… o al spa. Lo han abierto hace un par de años y tiene un éxito que no veas.
–Ah, claro, el spa –Yo no sabía qué era eso del spa, pero no quise quedar como un ignorante delante de Melisa y ella debió darse cuenta.
–Ahora a la salida nos pasamos por ahí para que lo veas.
También el spa estaba totalmente vacío. En efecto, en las bodegas del monasterio barroco, se habían habilitado una serie de pequeñas piscinas de diferentes formas y tamaños que podían verse desde las ventanas exteriores de la fachada lateral; y ahí nos estuvimos, con la nariz pegada a los cristales empañados, contemplando el suelo de tarima de maderas tropicales y las barandillas de refulgente diseño minimalista… y comentando lo caro que debía ser mantener todo aquel pretencioso complejo turístico de la hospedería.
–Son como bañeras gigantes ¿no?, quiero decir, que no se puede nadar, ni tirarse de bomba, ni hacer nada.
–Sí eso es, bañeras gigantes –dijo Melisa riéndose– aquella es de burbujas, esa otra de agua muy caliente…
–¿Y para qué sirven?
–No sé, para relajarse.
–Claro, para relajarse.
Y sin acabar de entender aquel mundo que veíamos como en una televisión, irreal y ajeno al otro lado del cristal, saltamos otra vez la pequeña tapia que delimitaba en la pradera el antiguo recinto monástico.
Después de la comida ya lo había planeado todo: me bajé a comprar provisiones al Mercadona de Jaca –donde me alojaba en casa de un amigo– y al día siguiente, utilizando mi llave, con mucha discreción, para ahorrarme explicaciones y evitar preguntas incómodas, las oculté en el almacén.
***
Habían pasado dos días desde mi comida con Melisa y allí estaba de nuevo, en la casa de los forestales; ya los perros se habrían bajado al pueblo y quizá los hombres siguieran en el bar hablando de si pasaba o no la quitanieves, o de lo mucho más que nevaba antes… o de aquel almendrón insensato que había tirado monte arriba aquella mañana.
Sentado al sol en el poyo de la vieja casa, mientras comía en soledad el bocadillo que llevaba en la mochila, no pude sino acordarme de Melisa. Me resultaba incómodo estar ocultándole mis planes de polizón, pero comunicárselos habría sido comprometerla; seguramente era mejor así.
La tarde empezaba a caer y las sombras se alargaban azules sobre la blanca llanura de San Indalecio cuando por fin me decidí a entrar en la casa. La temperatura era bastante aceptable como para poder quitarme los guantes y el anorak; “el cortavientos” pensé con una sonrisa. Al despojarme de las polainas me percaté con disgusto de que con mis primeras pisadas había dejado un rastro de nieve que ya se derretía sobre las baldosas. Inmediatamente me quité también las botas y entré en el almacén; todo estaba como lo había dejado el domingo anterior. Entre los botes de pintura, los de conservas, y disimuladas entre las cajas de libros que allí se guardaban, las provisiones que había comprado en Jaca el sábado por la tarde:
Dos paquetes de galletas, uno de macarrones, cinco cartones de leche, Colacao, dos fuets, una caja de cereales… El rellano de las escaleras, ante la puerta siempre cerrada, sería la cocina: allí, alineados en el peldaño más alto, coloqué el hornillo ya montado, la vajilla de aluminio, la cacerola ahumada por cientos de hogueras y la sartén; una botella de aceite, un tarro con sal y una cabeza de ajo. La comida, abajo, en dos cajas… mientras la ordenaba pensaba lo bien que me habría venido una nevera: El exterior era un congelador, desde luego… entonces tuve una idea: Entre los cristales y las contraventanas de madera, el grosor del muro era lo suficientemente amplio como para dejar en el alféizar las frutas y los tomates que llevaba en la mochila. La temperatura, al otro lado del vidrio, sería mucho más baja que en el interior, pero las tablas de la contraventana las protegerían de la helada. ¡Ya tenía frigorífico!
Mi dormitorio en el almacén, sin duda; no había ningún mueble, ni una silla en todo el centro salvo la de recepción… preferí dejarla en sus sitio y con fardos de libros, muchos de ellos ilustrados con mis dibujos, me acondicioné una encimera para dejar la ropa. Desenrollé la esterilla junto a una pared y extendiendo sobre ella el saco de dormir me consideré felizmente instalado.
Después eché un vistazo a la casa: en la mesa de recepción había un ordenador pero no conexión a internet; el teléfono sí daba línea… junto a él tenía Melisa una hojita con los números de interés de la comarca. Y un par de libros –debía de pasarse largos ratos ahí sentada, leyendo, en los días de lluvia o en los de temporada baja– una novela policiaca y otra de Susanna Tamaro. “Así que mi amiga también tiene sus inquietudes existenciales” pensé al ojear esta última. “Será de tantas horas contemplando las flores cara a cara”. Me levanté de su silla acabando de leer la solapa y continué la inspección.
Tres cuartos de baño pero ninguna ducha; tampoco había agua caliente, así que tendría que pasar sin lavarme demasiado. Dejé en el servicio de discapacitados mi neceser; fregaría los cacharros y los pinceles en el de mujeres. No me había traído estropajo pero encontré uno sin usar en un cuartito con escobas, fregonas y otro material de limpieza. Como detergente utilizaría el jabón de manos y como paño de cocina las toallas de papel del expendedor.
Supongo que inconscientemente estaba retrasando el momento de situarme ante la pared en blanco hasta que eché un vistazo al reloj. No faltaba mucho para que oscureciera… saqué un carboncillo y me quedé ahí, mirando aquel muro. Justo en el centro tenía una de esas hermosas ventanas con carpintería de pino. “¡Vaya idea! ¿no podrían haberme dado una pared lisa?”
“Tienes que pintar lo que se ve al abrir la ventana; o sea, lo que podría verse si no hubiera pared” eso dijo Olga. A mí no me convencía mucho aquello; cuando trabajé en La Alfranca también había una puerta, pero pinté por encima los álamos y los tamarices y la gran superficie del Ebro con la neblina del amanecer aún flotando sobre la corriente… había quedado bastante bien. Los niños de los colegios que visitaban el centro cada mañana y me miraban pintar preguntaban intrigados “¿a dónde se va por esa puerta?” Y yo les respondía “Por ahí, justo al dar las doce de la noche, se puede entrar al cuadro… y explorar el bosque y cruzar el río en una canoa que hay escondida entre los lirios y llegar a esas montañas azules que están muy lejos…”
Quizá un día pudiera pintar grandes lienzos, como Velázquez… pero mi momento era el presente; con sus contraventanas de madera. Las abrí y contemplé la pradera nevada. Retrocedí dos pasos y tracé una marca en la pared, a la altura donde comenzaba el bosque. Delante de mí, ante la casa, sólo había una pequeña cerca de troncos que rodeaba el edificio por detrás y algún arbusto raquítico de ramas yertas que esperaban a la primavera.