Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar
gorras adornadas con plumas, jubones acuchillados y ropillas muy galanas. El dibujante los había identificado escribiendo su nombre a los pies de cada cual. San Voto, con la barba cuidadosamente recortada al gusto de la época (de la época del grabado), parecía llevar la iniciativa. Ambos habrían bajado en busca del venado que esperaban encontrar reventado contra las peñas. Y habiendo desmontado pero todavía con las lanzas de montero en la mano, se habían adentrado en la cueva que hoy cobija al monasterio. Voto, milagros aparte, quizá aún pensaba cobrar la pieza; no se daba cuenta en ese momento de que era el ciervo el que le había herido con una sola de sus miradas. El dibujo representa el momento en el que, sorprendidos, encuentran en la gruta el cadáver incorrupto de Juan de Atarés. Lo del cuerpo intacto no lo dice la leyenda, pero se deduce del saludable aspecto del difunto, que tendido en el suelo y vestido con ropas de fraile, sostiene entre sus manos un crucifijo.
De este modo se hizo el relevo y los dos hermanos sostuvieron la plegaria escondida en el roquedo y otros hombres después de ellos la perpetuarían en aquel lugar sagrado durante siglos y siglos.
Todavía estuve junto a la ventana mirando a su luz aquellos papeles: allí aparecían los nombres del abad Sancho y de Evancio, monje de a pie en el siglo XI; de San Indalecio y Juan de Atarés… la lectura de aquel legajo se anunciaba prometedora, pero me estaba quedando frío y ya era hora de volver al trabajo, así que ordené los folios y al reagruparlos apoyando la resma sobre una estantería se escurrió el recorte amarillento de un periódico local:
“La leyenda del santo Grial” rezaba el titular.
¡El Santo Grial! Yo lo había visto en la catedral de Valencia, pero siempre había oído que durante los siglos más oscuros, cuando los caballeros de la tabla redonda partieron de Camelot en su busca, había sido custodiado en la abadía pinatense.
Eché un vistazo al artículo, leyendo en diagonal palabras sueltas: Parsifal, Jerusalén y los cruzados, Amfortas o el “Rey pescador”, Arturo, los caballeros del Santo Sepulcro, Alfonso I el Batallador…
¿Qué más podía pedir? La exploración de la segunda planta había sido tan excitante como la de los bosques nevados días atrás. Cerré la ventana. Ya podían caer chuzos de punta o nevar o granizar, que la letra impresa, como lluvia sobre mi espíritu, me llevaría muy lejos. Ya podía oír arneses y armaduras entrechocando entre las apretadas líneas de la escritura, ya escuchaba caballos piafando impacientes ante los paréntesis y lanzas quebrándose en los puntos y aparte y ya se batían en retirada los sarracenos ante la compacta formación de los párrafos que seguían a las banderas de cada mayúscula.
***
Dejé la carpeta en mi dormitorio, atrapada la hueste que rebullía entre sus papeles con los lazos de sus tapas, y pasé la tarde pintando. Acabé de componer la escena equilibrándola con un viejo tocón astillado y carcomido. Tenía unos apuntes de abetos muertos tomados a lápiz en los bosques de la Alta Saboya, cuando todavía era un estudiante de Bellas Artes. Entre ellos destacaba un árbol desmochado: un buen dibujo que había utilizado en más de una ocasión aunque cada vez lo interpretaba de manera diferente. En el mural para la selva de Oza lo dibujé mucho más alto, con piñas entre el ramaje seco y descortezado sólo en la parte superior…
¡La selva de Oza… con aquel trabajo sí que había pasado frío! Lo ejecuté en Zaragoza sobre siete paneles de dos metros cuadrados que después se instalaron definitivamente en la villa de Hecho. En mi taller no cabía semejante superficie, así que la administración me permitió trabajar en uno de sus almacenes. Eran los bajos de un edificio sin calefacción, con muy mala luz y sin agua corriente. Cada mañana tenía que ir a la fuente de César Augusto, junto al Mercado Central, romper el hielo y llenar un par de cubos: uno para pintar y lavar los pinceles, el otro lo usaba como orinal. Era diciembre, durante una ola de frío, en esos días de nieblas densas que tejen puntillas de escarcha en los tristes árboles del asfalto ciudadano. No se vio el sol en una semana y mi pequeña estufa eléctrica no llegaba a calentar el inmenso local. Pero en la pintura la luz entra a raudales entre las vetustas hayas y los pinos centenarios del bosque cheso; el musgo espeso de sus cortezas se enciende con verdes luminosos y el sol alcanza las cimas lejanas de Castillo de Acher y Petrachema, creando una atmósfera limpia y cálida. En mi imaginación resonaban unos versos de Machado: “Entre las vetustas hayas / y los pinos centenarios / un rojo sol se filtraba”. Cómo a partir de esas pocas palabras pude recrear la serenidad radiante de los primeros días del otoño montañés en la sórdida y fría calle del casco viejo es algo que todavía no puedo explicarme.
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