El señor de los sueños. Marcela Mariana Muchewicz

El señor de los sueños - Marcela Mariana Muchewicz


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con mucha alegría bajaron del auto y comenzaron a ponerse el bloqueador solar. Se ubicaron a unos cuantos metros del agua para observar la belleza del parque.

      Les encantaba la pileta, que era grande y tenía una isla en el medio con un puentecito de madera. Estaban listos para darse el primer chapuzón de la tarde, y cinco minutos después de dejar el equipaje en la cabaña, ya estaban jugando en el agua. Nina los observaba y capturaba con su cámara fotográfica esos bellos momentos.

      La tarde transcurrió entre risas y juegos. Tomaron jugos de frutas, comieron sándwiches y tomaron de ese cálido y agradable sol de las seis de la tarde en las inmensas reposeras blancas que están ubicadas al costado de la pileta.

      La noche comenzó a caer en el lugar, pero los niños todavía no tenían sueño; entonces, decidieron buscar madera para prender la esperada fogata, antes de que terminara de oscurecer.

      Caminaron por los bordes del terreno, atravesando un espacio muy bello con canchas de fútbol y un parque con hamacas. Había grandes extensiones con pasto recién cortado y ese agradable aroma se podía sentir en todas partes. Donde terminaban las canchas, el monte se alzaba imponente. Los organizadores del lugar habían decidido que los árboles nativos crecieran a su antojo, y ahora parecían gigantes ante los ojos de los dos pequeños niños.

      El parque era inmenso y lo recorrieron por completo con la mirada. Les gustó mucho la zona que estaba detrás de las cabañas. Y decidieron hacer una breve inspección del lugar, adentrándose entre los árboles. En un primer momento descubrieron unas hermosas mesas decoradas con canto rodado, y los bancos premoldeados que hacían juego con ellas.

      El suelo estaba cubierto por una delgada capa de hojas y algunas vertientes hacían muy especial ese espacio, pues les daba la sensación de ser un lugar encantado, por lo bello y cuidado que se encontraba. Más allá de las mesas, pequeños senderos se enredaban como laberintos. Para hacer más entretenida la excursión decidieron explorarlos, mientras juntaban las ramitas para la fogata.

      Por un momento la frescura del monte les dio miedo, pero al estar con Nina volvieron a recuperar su valor y continuaron explorando. Cada uno llevaba en sus manos un montoncito de ramitas de diversos tamaños y la tía caminaba adelante de para romper alguna que otra tela de araña que pudieran encontrar a su paso.

      Avanzaron unos metros entre las plantas, pisando las hojas caídas y observando los detalles de la naturaleza con asombro. Se reían de los chistes que salían de manera espontánea y comentaban lo extraordinario y bello del lugar. Hasta que de pronto algo extraño pasó.

      La ausencia de ruido les llamó muchísimo la atención: a esa hora los grillos debían de estar cantando. En realidad no recordaban si los habían escuchado antes, pero ahora no se escuchaba nada, ni pájaros ni zumbidos ni el ruido natural de las hojas de los árboles chocándose entre sí por la acción del viento.

      Detuvieron su marcha y Nina observó con mucha extrañeza que todo lo que los rodeaba comenzaba a desvanecerse. Una luz muy poderosa invadió el lugar y tuvieron que cubrirse los ojos con las manos.

      La primera reacción de la tía fue volver sobre sus pasos y salir del monte; pero no podían hacerlo, no reconocían el lugar, todo había cambiado de repente. Ya no eran árboles de quince o de veinte años los que los rodeaban, sino mucho más antiguos, con extensas raíces, y tan altos y gruesos que no podían distinguir dónde terminaban sus copas.

      El suelo ya no tenía ramitas secas y hojas en proceso de descomposición, sino un claro pastito natural, tierno, con hojitas finitas y largas de un color verde manzana, que parecía sembrado a propósito entre esos hermosos troncos, separados entre sí por unos cuantos metros. Cuando extendieron la mirada para encontrar alguna salida solo pudieron ver más y más árboles iguales que se extendían a lo largo y ancho del lugar.

      Creían haber entrado en otra dimensión. No reconocían ni el olor ni el color ni la forma de esa naturaleza y permanecieron absortos mirando todo y sin decir ni una palabra. Los niños no tenían miedo, pero la tía solo quería salir de ese lugar.

      Otra particularidad era que se había hecho de día. El sol parecía estar posado sobre ellos y la claridad reflejaba aún más las combinaciones de verdes de ese mágico lugar. El sol dorado sobre sus cabezas lo iluminaba todo. El cielo era muy azul, sin nubes, y los troncos con cortezas rugosas y ramas elevadas estaban cargados con hojas de diversos tamaños y de forma triangular que no recordaban haber visto antes en ninguna otra parte. Los árboles los mantenía distanciados entre sí y a Nina le dio miedo que se separaran, pero los chicos no sentían ningún temor.

      Después de unos minutos de exhaustiva observación, decidieron intentar salir del monte; pero como no sabían por dónde ir, comenzaron a explorar a los alrededores. La tía insistió en que por favor no se separen de ella y que se mantengan alerta.

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