Cámara oscura. Julián Isaza
y como guiada por una fuerza superior, me descubrí condimentando la comida con una buena ración de veneno para ratas. Luego me encontré a mí misma sirviendo el plato, poniéndolo sobre la mesa y llamando a Antonio.
Supe exactamente lo que sucedería, pero era como si estuviese encerrada en mi propio cuerpo, observando todos los acontecimientos desde una ventana. Así que vi a mi hijo tragar, lo vi convulsionar, vi la espuma espesa brotar de su boca, sus venas hinchadas, la cara roja. Lo vi agonizar y me vi a mí misma acurrucada junto a él, sosteniéndole la cabeza y tarareándole una canción de cuna. También vi a René salir del cuarto, caminar despacio y sentarse junto a nosotros, como un niño que viene a curiosear.
Los siguientes tres días me entregué al arduo trabajo de cavar su tumba en mi jardín y darle sepultura. La tarea fue un desafío colosal para una mujer de mi edad, pero la asumí con toda la entrega que me proporcionó mi amor de madre. Incluso le puse flores y recé.
La rutina se instaló de nuevo en nuestras vidas con su acostumbrada mansedumbre: éramos René y yo cómodos, juntos. Dondequiera que yo iba, allí iba René. Si me paraba al baño, él me seguía. Si salía a cuidar de mis plantas, él estaba allí. Y creo que no exagero si digo que la felicidad era casi completa. Y uso la palabra «casi» porque aun entregándole todos mis cuidados y mimos a mi pequeño huésped, sabía que se sentía solo y aburrido.
Por ese motivo se me ocurrió darle, como a los niños, una compañía inanimada, una que le sirviera de distracción. Y pensé entonces que sería una buena idea regalarle ese viejo muñeco de la Rana René que alguna vez hizo tan feliz a Antonio, y que seguramente haría aún más feliz a René, pues dado su extraordinario parecido a lo mejor le serviría como sucedáneo de un compañero de su misma especie. Pero por más que busqué aquel juguete, por más que revolqué la casa y escudriñé cada rincón, no lo pude encontrar. Aquello me desconcertó. Sin embargo, todo se olvida, más cuando lo veo ahí sobre el sofá, con sus piernas y brazos abiertos en cruz, con su boca abierta de dicha, como si estuviese a la espera de un abrazo. ∞
RABIA
el señor víctor aguadas bajó la mirada y los ojos de la chica continuaron clavados en él. Se sintió incómodo. Cada vez que alzaba la mirada se topaba con ellos. Estaba claro que no coqueteaba, sino que había reprobación, incluso odio. Aguadas miró hacia atrás para descartar que alguien más fuera el objetivo de esta mirada agresiva, pero no había nadie. Era para él. El bus estaba casi vacío. Continuó leyendo el periódico mientras sentía los ojos de la chica. Pensó que tal vez la conocía y escarbó en los archivos de su memoria, pero esa cara resultaba ajena, no le «sonaba» de ninguna parte. Era bastante joven para haber sido un romance pasado, tampoco podría ser alguna antigua compañera del trabajo o de la universidad. Calculó que tendría unos dieciocho años a lo sumo. Quizá era hija de algún amigo suyo, pero también desechó la idea: tenía apenas un par de amigos con hijas que deberían estar en la primaria. Enseguida pensó que quizá hubiese hecho algo que podría interpretar como ofensivo, pero solo se había sentado y abierto el periódico. Aguadas suspiró y se dijo que así eran las adolescentes. Cuando llegó a su parada, la mirada seguía sobre él. Incluso cuando empezó a caminar por el andén, vio que la chica lo seguía mirando furiosa desde la ventanilla.
No alcanzó a dar cinco pasos cuando cayó redondo al piso. El portafolios que llevaba se abrió y los papeles volaron como palomas. Desubicado, dio un vistazo alrededor y buscó con quién había chocado. Descubrió a dos tipos grandes y de mal aspecto que soltaron una carcajada. Los dos lo miraron por encima del hombro y siguieron su camino. Víctor Aguadas entonces prefirió maldecir entre dientes y empezó a recoger el desastre. La gente pasaba a su lado y entre una selva de piernas gateó para rescatar los documentos. «¡Cuidado, por favor!», decía, pero tacones y zapatos seguían estampando sobre las hojas sus sellos negros y grumosos. Como pudo, el hombre metió los papeles al portafolios y con las palmas de las manos se sacudió el polvo de las rodillas.
«¿Qué le pasa hoy a la gente?», susurró disgustado. La hostilidad de la ciudad no le era extraña, pero ahora le parecía que estaba inusualmente incrementada. Caminó dos calles al oriente, luego media al norte y atravesó las enormes puertas de cristal de la compañía en la que trabajaba. Puso su tarjeta de empleado sobre el lector y avanzó por el torniquete. Levantó la mano para saludar a la recepcionista y ella entornó los ojos con desagrado. Esperaba una sonrisa. Al parecer no soy el único que empezó mal el día, se dijo y encogió los hombros.
No quería perder el ánimo tan temprano. Pensó que, si a lo mejor había empezado el día con el pie izquierdo, lo podría terminar con el derecho. Se preciaba de ser un hombre optimista. Había aprendido mucho del poder de la buena energía después de leer El secreto, así que se obligó a pensar en cosas bellas y positivas. Oprimió el botón del ascensor y, cuando se abrieron las compuertas, puso dos dedos en el sensor para evitar que se cerraran y así pudiesen entrar con seguridad las otras tres personas que también esperaban. Aunque les ofreció una sonrisa amable y les indicó que les cedía el paso con la mano libre, ninguna de ellas se movió un milímetro. Aguadas los miró confundido durante un par de segundos y no tuvo más remedio que entrar solo. Cuando faltaban apenas unos centímetros para que las puertas se cerraran del todo, vio cómo el hombre y las dos mujeres resoplaron al tiempo con desagrado.
Aprovechó la soledad para examinarse. Bajó la mirada para asegurarse de que no tuviera nada repulsivo en la ropa, un moco en la solapa o, quizá —se le ocurrió en ese momento— podría tener la bragueta abierta. Luego inspeccionó su nariz con el índice y el pulgar. Enseguida abrió un brazo y luego el otro, olfateó varias veces. Todo en orden.
Al llegar a la oficina, como acostumbraba desde hacía doce años, saludó con vigoroso «¡Muy buenos días!». No hubo respuesta ni de Sierra ni de Guevara ni de Rosana ni de Pérez. Aguadas allí de pie pareció meditar sobre los misterios de un silencio que solo era quebrado por los tecleos furtivos. Aspiró y abrió los labios delgados para repetir el saludo, pero se detuvo. Era claro que lo habían escuchado y, también, era claro que no tenían intención de responderle. Rosana tenía el ceño fruncido y la boca apretada con expresión cítrica, Guevara se puso los audífonos; Sierra y Pérez le dieron la espalda, y con deliberada teatralidad simularon revisar unos papeles.
Víctor Aguadas hizo varias cosas con cierta cuota de torpeza: rodó su silla hacia atrás, puso el saco en el espaldar y la bufanda sobre el escritorio, se sentó y prendió la computadora. Mientras hizo todo eso, en ningún momento dejó de observar a sus compañeros y de preguntarse qué sucedía. Sintió un frío extraño, uno que no tenía que ver con la temperatura exterior. Sus dedos temblaron. Giró despacio la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Con aquel movimiento vacilante buscaba un rostro amistoso y al no encontrarlo tuvo la sensación áspera de regresar a la infancia. La nuez de su garganta enjuta subió y bajó como un caracol que pierde la adherencia.
Escribió su nombre y contraseña del correo y, en ese momento, se le ocurrió que tal vez hubiese sucedido algo de lo que no estaba enterado, quizá alguna tragedia que enlutaba a todos. Eso podría explicar el mal carácter general, pensó. Pero en el buzón solo halló mensajes sin importancia del día anterior, entonces entró a Facebook y abrió los ojos como platos al leer los insultos que le dedicaban sus amigos: «Eres un comemierda» (72 likes), «Te odio, malparido» (58 likes), «Ojalá te dé cáncer» (87 likes), «Careverga» (103 likes). Con cada insulto sus manos apretaban más su cabeza, la frente se le llenaba de líneas horizontales, el mentón vibraba incontrolable, la piel morena cambiaba su color a un amarillo enfermizo parecido al de los sobres de manila.
Se levantó de su silla y como un ñu recién parido caminó hacia cualquier parte. Quería salir de allí. Miró hacia arriba, hacia los lados. Buscó cámaras ocultas. Tenía que ser una broma. Las personas murmuraban a su paso, estaba seguro de que decían cosas malvadas, que lo despedazaban y devoraban. Al fondo vio a Javier Segura, su amigo. Reía con otras dos personas. Sus carcajadas eran vigorosas, despreocupadas, casi silvestres. Víctor Aguadas se acercó y por un instante creyó que encontraría apoyo o, al menos, una explicación.
—Javier,