Cámara oscura. Julián Isaza

Cámara oscura - Julián Isaza


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Apretó la mandíbula y luego, con una voz dura y fría como el hierro, le dijo:

      —¿Qué quiere?

      —Hablar contigo —respondió Víctor en un tono apenas audible.

      —No tengo nada de qué hablar con usted.

      —Pero... ¿Qué hice? ¿Por qué todos están así?

      —Mire, pedazo de mierda. —Avanzó despacio, mientras Víctor retrocedía a la misma velocidad—. No me pregunte, no me hable, no se acerque —dijo y golpeó su esternón con el dedo índice.

      La cara enrojecida de Javier era tan amenazante como el cañón de una Colt 45, así que Víctor levantó las manos y empezó a alejarse. Se dirigió a su escritorio. Ya no aguantaba. Sudaba y sentía las gotas resbalando por la espalda. Creyó que en cualquier momento se quebraría y comenzaría a llorar. Pensó que lo mejor que podía hacer era reportarse enfermo e irse para su casa. Huir. Una masa crecía en su garganta. ¡Tranquilo!, se dijo. Pero incluso su voz interna sonaba alterada.

      Cuando recogía la chaqueta y la bufanda, dos guardias de seguridad lo sujetaron por los brazos. Desde la oficina principal su diminuto jefe gritaba que lo sacaran de inmediato. Sus compañeros también le aullaban insultos. Víctor no opuso resistencia, su docilidad era la de un lobotomizado, pero los dos guardianes se esforzaron en mostrarle el camino con rudeza y a empujones lo sacaron del edificio.

      Afuera, en el asfalto, Aguadas lloró. Sus párpados se hincharon, la nariz se le puso rosada y la humedad de sus lágrimas se mezcló con la viscosidad de sus mocos. La mujer que vendía dulces le dijo «Marica», un tipo con pinta de ejecutivo lo escupió. Entonces, como pudo y temiendo que las agresiones incrementaran, se levantó. Estiró la mano y paró un taxi. Se subió, pero una vez adentro, el taxista, al verlo por el retrovisor, lo amenazó con una varilla y lo expulsó del vehículo. Entonces Aguadas no tuvo otra opción que cubrirse la cara con la bufanda y caminar a su casa.

      Apuró el paso. Temió que en cualquier momento lo descubrieran y lo lincharan. Pensó en la seguridad de su apartamento, en su esposa. ¿Ella también me odiará?, se preguntó. Luego de casi dos horas llegó a su puerta, metió la llave y la giró. Entró en silencio, a hurtadillas. Cerró la puerta con cuidado. Escuchó a su mujer en la cocina. Se acercó con precaución. La mujer cantaba. Eso lo tranquilizó un poco. La miró durante unos pocos segundos y la saludó con un frágil «Hola». Ella se volteó y su expresión apacible se convirtió en furia en estado puro. Le gritó toda clase de groserías que jamás había escuchado de su boca. Bramó como una fiera y lo amenazó con el cuchillo que tenía en la mano.

      Víctor Aguadas corrió y se encerró en el baño. Los bufidos de su esposa continuaban afuera. El hombre se acurrucó y escondió la cabeza entre los brazos y las rodillas. Berreó durante la siguiente hora. Se secó los ojos y las mejillas. Afuera el silencio había regresado. No sabía si debía salir y enfrentar a su esposa o quedarse allí para siempre. Se puso de pie. Se miró en el espejo y su reflejo le resultó insoportable. Una rabia primitiva y abrasadora lo invadió. Se insultó. Cuanto más se veía, encontraba más motivos para ofenderse. Se dio un puño, luego otro. La sangre goteó desde sus fosas nasales. Le gustó. Se dio otro más y luego otro y otro. La cara empezó a convertirse en una masa hinchada y carnosa. En la carcajada feroz bailaba un diente.

      —Te voy a matar, imbécil —dijo. ∞

      MELODRAMA

      que perderías la voluntad, me dijo. y no supe si creerle.La hubieras visto, qué mujer. Qué mujer tan espantosa, quiero decir. Yo habría sentido miedo con solo verla a una cuadra de distancia, pero tuve que sentarme frente a ella. Por ti. Tuve que hacer muchas cosas por ti. Entre esas, hablar con ella, la mujer espantosa que me atendió en su casa aún más espantosa. Fue mi amiga Ángela quien me dijo que la buscara, me mandó la dirección en un mensaje de texto y me dijo que me ayudaría contigo, que te recuperaría, que sabía por experiencia propia que era efectiva. Eso decía su mensaje: «Carolina, ella es la más efectiva». Y quizás por usar esa palabra me sonó más confiable, casi profesional.

      No sabes hasta dónde fui. Tuve que caminar por el barrio de las putas y los travestis, en esas calles repugnantes que huelen a orines concentrados, que rebozan de basura y de perros, hasta que di con la dirección. Cuando me paré frente a esa puerta de metal pintada de un color marrón cucaracha, dudé si debía cruzar ese límite por ti. Por nosotros. Pero igual puse el dedo sobre el timbre y apenas alcancé a oprimirlo cuando la puerta se abrió con el quejido del metal oxidado.

      La vieja parecía un animal desnutrido. Huesuda, peluda y ocre. Parada ahí, con las manos entrelazadas a la altura del pecho y con esa cara aguda, con esa nariz que iba hacia abajo y vellos en la punta de la barbilla, era como una rata de 50 kilos. Pavorosa. Respiré profundo y le dije a qué iba. La mujer rata me dijo que la siguiera por un pasillo angosto de paredes engrasadas. El lugar tenía ese olor dulzón de la descomposición. Caminé detrás de ella, pasamos por unas escaleras donde un niño, supongo que su hijo o su nieto, jugaba con un muñeco viejo. El niño también parecía una rata. Luego giramos a la izquierda y me hizo seguir a una habitación.

      La mujer se sentó al otro lado de una mesa redonda cubierta por un mantel desgastado, en cuyo centro reposaba el cráneo de lo que creo era un mico o un gato, no lo sé. Ella me miró con esos ojos tan negros y tan líquidos, eran como gotas de petróleo que casi desbordaban las cuencas. Me preguntó qué quería exactamente y yo le dije que te quería a ti. Lo dije temblando. La voz salió por mi garganta como un silbido. La mujer rata sonrió una sonrisa horrenda que le llenó la cara de líneas curvas y profundas, de paréntesis sucesivos que se amplificaban desde sus comisuras hasta las orejas. Me dijo: «Mami, yo le puedo hacer ese trabajo». Entonces dijo su precio y enseguida metió su mano en la blusa, escarbó en su brasier y de allí sacó una bolsa plástica. Sus dedos agarraron los míos y varias veces pasó por mi piel la uña gruesa y sucia de su pulgar. Sentía que me acariciaba una alimaña. Son las cosas que hago, que hago por ti, Carlos Darío.

      Abrió la bolsa desatando el nudo con cuidado. Sus dedos eran las patas de un cangrejo. Luego vertió el contenido en la mesa. Cayeron varios palitos. «Son huesos», dijo. Los esparció haciendo movimientos circulares. Hizo eso durante un rato: los movió, los esparció y los reagrupó, para volverlos a mover, esparcir y reagrupar. Al final tomó uno. Lo apresó entre sus uñas afiladas y me lo entregó. Era muy pequeño, del tamaño de una arveja, y no quise preguntarle a qué ser vivo había pertenecido. La mujer me apretó la mano y dijo: «Mami, lo que va a hacer usted es que cuando esté en sus días va a mojar ese huesito y luego lo va a moler y se lo va a poner en la comida, ¿oyó?». Yo dije que sí y luego pregunté: «¿Se lo tiene que comer?». Entonces ella dijo: «Sí, mami, claro que se lo tiene que comer. Y cuando haga eso va a ver cómo ese hombre pierde la voluntad de abandonarla». Yo guardé rápido el hueso en el bolso y saqué la plata para pagarle. La puse sobre la mesa y la mujer la agarró y la contó. Sentada con los billetes en las manos me pareció más rata que antes: una rata olisqueando su queso.

      Puedes pensar que la rata era yo y te entendería. Pero estaba desesperada. Y enamorada. Esa tarde llegué a la casa, a nuestra casa, y había tomado la decisión de que no seguiría las instrucciones de esa mujer. Me senté en el sofá y encendí un cigarrillo, me lo fumé despacio. Lo había pensado y quise creer que te podía recuperar si hacía algunos esfuerzos, si te demostraba mi amor con métodos más tradicionales. Así que seguí todos los pasos que recomienda Cosmopolitan para los matrimonios en crisis.

      Fui al supermercado de la esquina y compré cordero, champiñones, espárragos, vino y muchas velas. Luego me puse a cocinar tu plato favorito, adobé el cordero y lo metí al horno. Un par de veces miré el bolso que todavía reposaba en el sofá y me reí de lo tonta que había sido. Calculé el tiempo para que la cena estuviera lista a tu llegada y, mientras tanto, me metí al baño para arreglarme. Me depilé, me perfumé, me puse ropa interior negra de encaje y un vestido ceñido, también negro. Me esmeré en lucir bonita. Pensando que no tardarías, me dediqué a arreglar la mesa, puse velas por todas partes. Ya sabes,


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