Tres monedas. Jorge Consiglio

Tres monedas - Jorge Consiglio


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él.

      El cordobés llevó a Amer en auto hasta su casa. Anduvieron por Ramón Carrillo y, entre otras cosas, hablaron de lo que acababan de vivir. Cada uno explicó su punto de vista, que no coincidió del todo con el del otro. Estuvieron de acuerdo, sin embargo, en que no había juicio capaz de quebrar el dominio del placer.

      El colombiano se metió enseguida en el subte. Carl caminó por Corrientes hacia Pueyrredón. Era más alto que el resto del mundo. Cruzó Uruguay y se detuvo en seco frente a una librería. Repasó de una ojeada la vidriera y siguió su camino. Marina Kezelman cumplía cuarenta años en dos semanas y quería sorprenderla con el regalo. Se habían conocido en un bar madrileño hacía una década. Desde ese momento, todo se había precipitado. Movidos por el deseo y, sobre todo, por una idea exagerada de la honestidad, tomaron decisiones.

      Carl se vino a la Argentina con su mitología a cuestas, dos valijas y un oboe. Fueron tiempos duros, aunque la armonía entre ellos les dio la mejor perspectiva del mundo, la más benéfica. El vínculo, entonces −su complejidad, su amparo−, los hizo indestructibles. Ellos lo notaron y aprovecharon la disposición: consiguieron trabajo, se mudaron a un barrio céntrico y tuvieron un hijo, Simón. Ahora, Carl quería darle a Marina Kezelman algo que estuviera a la altura de ese entendimiento. Y no se le ocurría nada. Deambuló por el centro más de lo que tenía pensado y casi sin darse cuenta llegó a Callao. Era un día extraño para él, sentía más que nunca que la ciudad lo había transformado, pero, al mismo tiempo, notaba que ese cambio no afectaba el núcleo de su personalidad. En otras palabras, Carl era otro y el mismo. Esta cuestión −tan recóndita que le costaba poner en palabras− se traducía en una pesadumbre borrosa y, en apariencia, injustificada, de la que le costaba salir. Se detuvo en un puesto de diarios a esperar la luz verde y cuando la tuvo, avanzó. En mitad de la avenida, se le vino a la cabeza una tira de asado cocida, ni seca ni jugosa. La imagen le despertó hambre, un hambre voraz. Carl se conocía bien: su apetito era insaciable. Y en cierto sentido, esa particularidad lo divertía, le resultaba un ingrediente positivo –gozoso, celebratorio, por calificarlo de alguna manera− de su forma de ser. Por un segundo, pensó en hacer un alto en una pizzería, pero se conformó con mucho menos. Compró dos Rhodesias en un quiosco y las tragó a las apuradas. En adelante, su andar fue más lento, levemente más lento. La comida, como siempre, le disparó un proceso reflexivo que, en este caso, fue provechoso: se le ocurrió el regalo ideal para su mujer. Ya lo tengo, se dijo. Consultó el celular y confirmó que estaba en el lugar exacto. Caminó dos cuadras por Corrientes y se metió en un sex shop. Estuvo un rato mirando. A pesar de saber exactamente lo que quería, se desorientó. La solución llegó enseguida: un vendedor le dio la información necesaria. Salió del negocio con un vibrador naranja de 12,5 centímetros de penetración.

      En la calle, la atmósfera era otra. Todo se había vuelto inmediato. Carl caminó rápido, como si se le hiciera tarde, y con dos zancadas se trepó a un colectivo. Sabía que en su casa no había nadie –Marina Kezelman y su hijo estaban en natación–. De todas maneras, entró con cautela. Masticó tres granos de café y se puso a caminar de un lado para otro con la cabeza ocupada, entre distraído y preocupado. Escondió el vibrador en la habitación de su hijo. Lo desenvolvió y lo metió en una caja de plástico que usaban para guardar juguetes en desuso. Después se hizo un té, le exprimió medio limón y llamó por Skype a un amigo en Alemania. Se enteró que en Olching, un municipio de 25.000 habitantes al oeste de Múnich, hacía una semana que estaba lloviendo.

      Hizo fuerza. Empujó con todo el cuerpo y pudo correr la heladera unos veinte centímetros. Marina Kezelman contaba con una fuerza física extraordinaria. En su adolescencia, había practicado atletismo. Ese deporte le había torneado las piernas –tenía perfectamente definidos los aductores− y le había enseñado a dosificar la energía. Su resistencia era admirable, nunca le faltaba vigor. Ese día, un sábado nublado, estaba levantada desde las 7. Le había preparado el desayuno a Simón y se había enfrascado en el armado de un gráfico de Excel con mediciones de humedad en un bosque del Chaco, cerca del río Pilcomayo. En el dibujo, la curva –un trazo verde que conectaba doce aristas− era ascendente. Kezelman chequeó que los datos fueran correctos y cuando terminó, dijo: ¡Qué bien, carajo!

      Estudiaba la relación entre la humedad y el desarrollo de cierta hierba –una variedad de Manzanilla silvestre− que tenía relación directa con la reproducción de los conejos en el área. El sondeo era satelital, pero cada tanto hacía salidas al campo. Cuando cerró la computadora, verificó que su hijo estuviera bien y se fue a preparar café en la Volturno. Desde la ventana de la cocina veía a la gente en la parada del colectivo. Se llevó los dedos a los labios como si tuviera un cigarrillo y desvió la mirada. La casualidad hizo que distinguiera dos hormigas sobre un azulejo, a la izquierda de la alacena. Las barrió de un manotazo. Enseguida, revisó el costado de la heladera. El nido era un hervidero. En ese momento, Marina Kezelman se planteó mil preguntas; pero todas –de una manera u otra− buscaban saldar la misma inquietud: de qué se alimentaban esos bichos de mierda en una cocina como la suya.

      Actuó como le indicaron. Corrió la heladera para mejorar el ángulo de ataque, espolvoreó el veneno y distribuyó el cebo en puntos estratégicos. Mientras se lavaba las manos, pensó que a la mañana siguiente iba a pedir un Uber. Tenía que ir al aeropuerto. De un día para otro, le había salido un viaje a Formosa. Debía acompañar a Zárate, un biólogo del Instituto de Medicina Experimental –ella no lo conocía− que se sumaba al proyecto de los conejos.

      Salir de la capital tenía un sabor agridulce. Alejarse de su entorno le daba placer –revalorizaba su cotidiano−, pero abandonar su concierto de hábitos la incomodaba. Con las manos húmedas, se quedó detenida. Pensaba. Así la encontró su hijo de seis años, que cargaba un perro de trapo. Se le está por salir una oreja, le dijo. El muñeco –hecho de paño rústico− tenía la cabeza ovalada, desmedidamente ovalada, y los ojos –dos bolitas traslúcidas− incrustados demasiado alto, en el lugar donde debería estar la frente. Marina Kezelman buscó un costurero de mimbre. Seleccionó un hilo resistente y una aguja fina y se puso a coser con esmero. De la misma forma, encaraba todo en su vida. Implacable. Perseverante.

      Inusual: se despertó tarde, diez minutos después de las 11. Desayunó tostadas con miel. En la garganta y en la parte alta de los pulmones –precisamente en la cavidad de los alveolos− sintió la necesidad del cigarrillo. Imaginó –en un momento, la escena fue nítida− los bronquios como un área en disputa, una zona bélica: la Franja de Gaza en medio del pecho.

      Se duchó con la esperanza de que el agua le devolviera el bienestar. La decisión fue acertada. Salió del baño con olor a jabón de coco. También con un poderoso sentimiento de urgencia: tenía que empezar el día, actuar rápido, decidir. El tiempo contaba más que nunca. Perderlo suponía un aplazamiento crucial. Había que ponerse a hacer, aunque desconociera qué cosa lo reclamaba. Más que en otras oportunidades, la ansiedad le jugó una mala pasada. Bajó a cero su rendimiento.

      Abrió la laptop a las 14. Apretó la tecla de encendido y esperó que corriera el sistema operativo. Frente a él, flameaban las cortinas del living. Era martes y el sol apenas tocaba el planeta. Un esplendor, casi un centelleo, emanaba de la materia. Esa tarde, el mundo era transparente, apenas vacilaba. Sobre el escritorio –hacía exactamente una semana que lo habían lustrado− había tres cosas: un caballo en miniatura, una postal con un grabado chino y una lámpara articulada. Amer revisó su correo. Eliminó el spam y auditó los mails personales. Se detuvo en uno del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Lo abrió y su respiración cambió de ritmo. El trabajo, la sola mención de esa palabra, le imponía una nueva dinámica; ahora, de pronto, sin levantarse de la silla, subía una cuesta. Le ofrecían coordinar un equipo de taxidermistas. Un elefante estaba en camino desde África, venía estibado –la cámara frigorífica era de última generación− en la bodega de un buque. Tenían que organizar todo a las apuradas y confiaban en él plenamente, en sus conocimientos anatómicos, en su destreza con el poliuretano: hacía dos meses había conseguido resultados admirables con un antílope. Estaban todos al tanto.

      Amer se acarició el mentón y pensó en fumar. Se quedó abstraído quince segundos. El cigarrillo era un eslabón poderoso, indispensable. Sin el tabaco era un hombre a medias.


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