El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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      Laura de la Puerta, ya en su incipiente adolescencia, estampaba su nombre en la cartelería de los principales festivales de piano del mundo y sus diminutos dedos prodigiosos eran sinónimo de lleno seguro en cualquier auditorio. Traspasaba fronteras y lenguas con el ritmo feliz de su piano, fervorosamente aplaudido en aquellos elegidos rincones del planeta que lograban una actuación de la gran Laura de la Puerta.

      Su hermoso aspecto aniñado, sus rizos rubios, su pequeña estatura, su cuerpo enjuto siempre a punto de romperse, hacían inimaginable su estupenda transformación cuando se sentaba frente al piano y sus manos mariposas desplegaban vuelos imposibles, mil gráciles movimientos que arrancaban grandes ovaciones. Sin desmayo, sin transición, sus dedos podían pasar del frenesí de la velocidad más inaudita a la lentitud más precisa, desde la suavidad a la pasión más incendiada sin necesidad de escalas, respiros o descansos, sin necesidad de pensamiento alguno. Como si en Laura habitaran dos pianistas, las dos caras de una misma moneda, personificación de Jekyll y Hyde, dos que conviven trascendiendo las necesidades técnicas de cualquier partitura.

      Laura de la Puerta, icono para melómanos, confirmó su meteórico ascenso a los cielos prometidos de la música siendo una niña, y comenzó a descender a los infiernos de la depresión todavía siéndolo. El inusitado crecimiento de sus pechos no se correspondía con un general redondeamiento de sus formas haciéndose mujer, voluptuosamente mujer, sino que conservó su aspecto delicado, su cara de niña pequeña, su cuerpo enclenque y delgaducho, su baja estatura e, incluso, la ausencia regular de regla, pero con la salvedad de aquellos senos desmesurados.

      Injusto, muy injusto desarreglo de la naturaleza que no habría tenido mayor importancia si, a pesar del apretamiento de los más variopintos sujetadores, no le impidiera a Laura de la Puerta desplegar, a lo largo y ancho del teclado del piano, la portentosa magia de su talento. Sus pechos enormes se habían convertido en una auténtica molestia, porque le dificultaban determinados movimientos de sus brazos y ralentizaban su habilidad, torpedeándola, incomodando su originalidad motora. Una lástima, una verdadera lástima ver naufragar toda esa maestría.

      Consecuencia inevitable, la depresión fue alargando sus alas negras, sus negras alas de cuervo hasta hacerla perder su entereza. Su seguridad y su autoestima fueron sucumbiendo picotazo a picotazo, cuervo insaciable, cuervo inmisericorde, y en el plazo de un año, cuando comenzaron a publicarse las primeras críticas negativas describiendo la pérdida de frescura en las ejecuciones pianísticas de Laura de la Puerta, y arreció el goteo de cancelaciones de festivales y orquestas que hasta ayer se peleaban por contar con su nombre en los carteles, Laura era apenas un pajarillo de alas rotas, indefenso, ensombrecido por la alargada figura del cuervo principal, una depresión de órdago. Pena grande daba contemplar los pozos de sus ojeras, las abismales aguas del abatimiento, el demacrado rostro perlado de pesadumbre. Pena grande daba.

      La batería de sedantes, tranquilizantes, antidepresivos y demás fulgurante medicación recetada por su psiquiatra la mantenían en un estado de somnolencia que la dejaba, sin embargo, sin vitalidad, arrastrándose desde su cama al sofá y del sofá a su cama, sin ganas de ver a nadie, sin ganas de conversar, sin voluntad para vestirse y arreglarse, o charlar y distraerse recibiendo visitas.

      Su hambre se desató una noche hecha de pesadillas y empezó a comer a escondidas. Se atiborraba de cualquier clase de alimento. No solo pizzas que pedía por teléfono, sino toda clase de postres o bollería que estuvieran coronados por nata y chocolate. Engordó de inmediato, no solo por la copiosa ingesta de calorías con la que azotaba su cuerpo, sino por el estado de letargo en el que estaba hundida. El único rito diario que religiosamente cumplía Laura de la Puerta, saltándose esa sedentaria zozobra, era cerrar con llave su dormitorio, sentarse en su cómoda, frente al espejo, y desvestirse, despojándose del camisón con el que se cubría, para contemplar la oronda pesadilla de sus pechos desabrochando toda esa carne. Habían crecido tanto que ni siquiera se veía los pezones, que miraban con susto hacia el suelo, pobrecillos, ellos mismos aplastados por el volumen asfixiante de sus senos.

      Entonces lloraba. Comedidamente. Nada de llantos ruidosos o histéricos. Apenas dos lágrimas estallaban en sus ojos para lentamente discurrir pómulos abajo hasta reunirse en su barbilla. Cogía sus pechos y trataba de apartarlos hacia los lados para intentar imaginarse sin ellos. Difícil deseo imposible.

      Laura cada vez se acordaba menos de su madre. De los pechos de su madre. Había días en los que recordaba unos pechos también grandes, pero tolerables, sin llegar a la frontera de lo llamativo. Otros días recordaba los pechos de su madre pequeñitos, como mandarinas, y redonduelos y firmes. Sin embargo, ya no recordaba su cara. Y si miraba fotografías de su madre, tampoco la reconocía. La había olvidado del todo, del todo desde que muriera aplastada junto a su padre en el coche que conducían por la M—80, a pocos kilómetros de Madrid, cuando un camión perdió los frenos y se deslizó por la carretera hasta dejarla huérfana de sopetón. Solo tenía ocho años, solo habían transcurrido seis desde que fuera adoptada en un orfanato de Moscú del que Laura no tenía ni noticia ni memoria.

      Pero Laura de la Puerta había tenido una vida feliz. Feliz porque no hay vida sin alguna desgracia. Sus intuitivas dotes para el piano la llevaron a un éxito temprano. Su agente, un cazatalentos norteamericano, timoneó con acierto su carrera, gestionándole las mejores actuaciones, las mejores grabaciones, los más altos cachés, los mejores hasta hacerse realmente millonarios. Ambos, millonarios ambos, porque Axel Robbins era su agente, pero también fue a veces padre paciente y, esporádicamente, amante atento entre los muchos amantes de Laura de la Puerta.

      El único error, aunque gravísimo, de Axel Robbins, apenas un par de años antes de que comenzara el crecimiento de los pechos de Laura, fue haber apostado sus fortunas a un único caballo presuntamente ganador. Caballo que salió rana en vez de potro veloz: su banco, envuelto en las turbulencias desatadas por las hipotecas basura, sufrió una estafa descomunal que arrastró en su caída libre todas las inversiones de Robbins. De la noche a la mañana, de rico muy rico a pobre pobretón, quién habría de predecirlo. Para cuando quiso reaccionar y deshacer el entuerto, intentando salvaguardar del hundimiento algún puñado de dólares, la cruel crisis económica que se había desatado en todos los mercados le había respetado solo algunas posesiones, como su propio apartamento en South Brooklyn, muy cerca de Atlantic Street, en una de las zonas más caras de Manhattan. Pero ni por esas, porque en menos de lo que canta un gallo una tromba de bancos acreedores se encargaron de revender el inmueble tras ejecutar varias órdenes de impago y desahucio.

      Hasta el último momento trató de ocultárselo a Laura. Aquella debacle financiera que arrastraba al mundo a las mazmorras oscuras del capitalismo más sórdido, unida ahora a la crisis artística de su pianista, los obligaba a una economía de urgencia que hacía inviable la intervención quirúrgica con la que soñaba Laura. Y si Axel Robbins le mintió fue piadosamente, fue para ganar tiempo. Al menos, tiempo. Pero en ese escaso tiempo ganado para unas cuentas que no salían Laura de la Puerta engordó su problema, nunca mejor dicho, porque a la depresión había ahora que unir un variado cuadro de dolencias causadas por una obesidad casi mórbida que dificultaba aún más su ya de por sí complicada operación de pechos. Desaparecieron amantes y novios. Se esfumó su autoestima.

      Y fue por todo eso.

      Por todo eso que hoy, frente al espejo de su tocador, el monstruoso cuervo de la depresión desplegó sus alas abarcadoras y le susurró al oído a Laura una solución. Una solución clara. El cuervo le secreteó al oído con una nitidez y un convencimiento indudables y hasta casi se diría que alegró el semblante pálido de Laura. Y Laura cogió de la cocina el cuchillo grande y mientras escuchaba embelesada la voz cercana y familiar y lógica del gran cuervo, del cuervo inteligente que daba instrucciones precisas, fue dándose tajos carniceros. Tajos.

      Primero en su pecho derecho y después en su pecho izquierdo. Desde abajo. Sin ver en el espejo la sangre. Sin ver siquiera el dolor. Sin ver más allá porque, ver lo que se dice ver, Laura solo ve su pecho por fin sin pechos.

      Antes de desmayarse, tras la figura del cuervo, también pudo ver su cara en el espejo. Y justo antes de cerrar los ojos, también pudo contemplar, con enorme satisfacción, junto al charco de sangre que rodeaba sus pies, aquellas dos torres de carne y grasa desparramadas


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