El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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Danilo Porter fuera el único inquilino del hostal. Todo eso le explicó y todo eso le dijo, porque Pastora hablaba alto y rápido y fumaba aún más rápido, como si la vida, y no la muerte, le fuera en ello. También le indicó las direcciones de un par de supermercados y de un par de restaurantes, aunque Danilo Porter sabía, por la guía de Alameda del Rosario, que al menos había tres. También en aquella guía, curiosamente titulada Calibán o el naufragio de los mapas, Danilo Porter había encontrado esos apartamentos donde ahora se alojaba, aunque la verdad es que los había elegido porque la guía los desaconsejaba sospechosamente, insistiendo en otros establecimientos con un descaro que a Danilo Porter le había parecido injusto, motivo seguro de alguna querella personal. De hecho, el ático alquilado tenía unas espléndidas vistas al océano, y desde la terraza, dada la precaria iluminación del pueblo, podía columbrar las estrellas con una nitidez que las hacía cercanas, casi al alcance de la mano. Deshizo su maleta, colocó sus cremas y afeites en el orden habitual y se calzó unas zapatillas deportivas para caminar. Su primer paseo por el pueblo tendría un destino poco habitual: el cementerio.

      La mala fama de la isla, isla del infierno, isla nada, isla menor, isla manicomio, isla de los sordos, había destrozado el negocio del turismo y, en cierto sentido, tras la debacle, había condenado a aquella isla a un olvido prematuro. No encontró turistas en su deambular por el pueblo, pero, además, los lugareños lo observaban con curiosidad. Sin descaro, pero con cierta curiosidad.

      En el camposanto, una vez frente a la tumba de Armando Monteliú, Danilo Porter recordó las viejas noticias que había leído sobre el párroco de la isla, condenado por el Vaticano por sus declaraciones, en las que muy convencido había asegurado que aquella isla en medio del Atlántico era un conducto de ida y vuelta hacia el infierno, verdadero reducto del Maligno en este planeta. A Danilo Porter le habían parecido más que interesantes los vaticinios del cura, que fue capaz de predecir la sordera que enloqueció a muchos habitantes de la isla. El mismísimo Papa firmó el edicto que confirmaba la locura de don Armando, que saltó a la fama internacional después de conocerse su costumbre de cortar las orejas a los perros de la isla y de que él mismo, en el colmo de su enajenación, se arrancara de cuajo las suyas. Loco, perdidamente loco acabó este hombre antaño juicioso, autor de un tratado sobre posesiones infernales y exorcismos unánimemente alabado por la curia internacional, con un decálogo muy útil para erradicar los bajos instintos de la pedofilia que tanto habían hecho temblar los cimientos de la iglesia.

      Danilo Porter volvió a su habitación, hizo algunas anotaciones en su agenda electrónica y decidió dormir, acunado por el sonido de las olas, un sonido que, durante su sueño, subió de volumen.

      El jeep, un inmenso Audi Q7 negro, relucía bajo el tórrido sol del trópico. Avanzaba tan rápido por las carreteras que cruzaban las plantaciones de tabaco cubano que los peones apenas sentían el murmullo del motor, un fogonazo rutilante que los cegaba y una pequeña nube de polvo como atada a las ruedas traseras del vehículo. Solo eso veían. Después volvían a la recogida de hojas de tabaco. Y decían:

      —Seguro que era la señora Fidela.

      —Seguro.

      —Seguro que era la señora quien iba en ese carro tan bonito.

      —Seguro. La señora Fidela.

      —Seguro.

      Dentro del lujoso vehículo, ahora en dirección a La Habana, la señora Fidela atendía su teléfono móvil para recibir una llamada desde el estado norteamericano de Virginia, destino último de la ingente cantidad de hojas de tabaco que producía Cuba.

      —Hola querida, ¿todo bien?

      —Todo marcha según los planes.

      —Según los cálculos de Mirjana, este año ganaremos aún más dinero. La tristeza y la depresión alientan las ganas de fumar.

      —Sí, querida, menos mal que el mundo nos tiene a nosotras. Te dejo, estoy a punto de llegar al aeropuerto. Ya sabes que no aguanto esta isla, esta Cuba pobretona. A veces pienso que todas las esquinas de La Habana huelen aún a mi marido, en paz descanse.

      Las carcajadas sinceras que resonaron en el celular hicieron que Fidela apartara de su oreja la Blackberry. Y después añadió:

      —Nos vemos en Nueva York. Llegaré a la hora del brunch. Hasta pronto, querida.

      Unos cuantos años antes, en su laboratorio de Calibán, el científico germano Hans Marcus Müller había descubierto cómo adulterar genéticamente las semillas de tabaco. No se trataba de producir más tabaco en menos tiempo, ni siquiera que la planta creciera más rápido o con menos agua. Tampoco el motivo de la alteración genética era lograr un tabaco más adictivo o más oloroso o con menos humo o con sabor a mango o sandía o melón. No. Hans Marcus Müller trabajaba en la mejora de una sustancia química indetectable que, sin embargo, una vez fumada, aprovechando la combustión del cigarrillo, produciría en los testículos de los hombres una reacción que provocaría una pandemia de infertilidad. Con ese propósito trabajaba de sol a sol Hans Marcus Müller, genio de la genética, antiguo novio de juventud de Celedonia Jesús, involuntario responsable de la muerte de Juan el Chingo y de la propia Celedonia Jesús, allá en Calibán, esa isla tan lejana que a Hans le había servido para ocultarse de los ajusticiamientos a los nazis que se habían impuesto en su país. Pero si ese había sido su pasado pobre, su presente, ahora que su avanzada vejez le obligaba a utilizar gafas para combatir su vista cansada, le había abierto las puertas del oropel y la abundancia gracias a su acuerdo con las viudas, un contrato en el que, a cambio de silencio y sustancias químicas, él y sus descendientes disfrutarían de todo el dinero que pudieran gastar.

      Danilo Porter despertó con una puntada en su cabeza. Nada más abrir los ojos sintió el sonido del mar y le pareció alto. Se asomó a la terraza del ático que había alquilado y comprobó que desde alta mar llegaba a tierra un viento raso que encrespaba oleajes que se estampaban con barahúnda ensordecedora contra la costa acantilada. Volvió al interior, rebuscó en su neceser hasta encontrar los blísteres de paracetamol y se tomó dos, no fuera a ser que aquella palpitación de su cabeza acabara por convertirse en una jaqueca de las fuertes, una de esas que le impedían abrir los ojos porque hasta la claridad le dolía. Comprobó, hipocondríaco, que había traído a la isla todo su variopinto catálogo de medicamentos. Del mismo modo que nunca viajaba sin sus cremas antiarrugas, tampoco olvidaba el paracetamol, el ibuprofeno, unos antibióticos y el omeprazol, porque a veces su estómago se encasquillaba de tal modo que solo podía volver a comer si se protegía de sus propias pantanosas digestiones. También colocaba, siempre, en su maleta, un espray fungicida, porque de vez en cuando rebrotaba un hongo en su pie derecho que, al parecer, cogió en un hotelucho en el que se había alojado la última vez que pernoctó en Roma. Esos baños comunitarios, aunque uno se duche con chanclas, son siempre peligrosos, pensó mientras se afeitaba. Primero la espuma, bien dispuesta sobre el rostro durante un par de minutos casi cronometrados. Tras el afeitado, la loción que aliviaba el escozor de la hojilla y prometía efectos rejuvenecedores en la piel. Después, antes de ponerse perfume, otra de sus cremas, esta vez para fortalecer el contorno de los ojos.

      Vestido con camisa oscura, blazer y pantalón vaquero con zapatos mocasines, se miró al espejo. Un tipo serio, pero al mismo tiempo cercano. Justo la impresión que buscaba causar. Se dirigió a la vivienda de Catalina Prieto, situada a las afueras del pueblo de Rijalbo. Según sus informaciones, Catalina Prieto había sido la colaboradora más cercana de Armando Monteliú desde que llegó a Calibán. Catalina Prieto, la primera persona a la que el párroco había intentado cortar las orejas.

      Ella misma abrió la puerta. Danilo Porter se sorprendió al encontrarse con una mujer de edad impredecible, acaso rondaría los cincuenta años, realmente guapa, con un moño alto que dejaba caer su pelo negro a un lado de la cabeza. Vestía pantalón de pinzas y una camisa azulona cuyos botones parcialmente desabrochados insinuaban un escote bonito, sin atisbo de piel arrugada, esa piel agrietada que Danilo Porter había visto en algunas mujeres, cuando el peso de los pechos comienza a estirarla y resquebrajarla hasta hacer riachuelillos de estrías. Catalina Prieto estaba sutilmente maquillada, muy poco, lo justo para enaltecer sus rasgos bellos, el brillo de su piel morena. Danilo Porter pensó, sencillamente,


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