El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
muy rica!
Esta historia de la pobre de Ida Dlaser es la que prefieren mis amigas del Pacto. Y siempre que, una vez cada trimestre, hacemos la Velada de las Pamelas, me piden que la cuente, una y otra vez. En una ocasión, incluso, escenifiqué mi célebre micción. Yo siempre cuento esta historia, añadiendo pequeños matices, breves descripciones, alguna nota colorida. Y cuando alzo la copa de Möet Chandon para hacer algún brindis y les digo que mi pis de aquel día sobre la cara de Clara era del mismo color que el champán, ellas, todas ellas, todas mis amigas del Pacto estallan en una efusiva carcajada feliz, oiga, que para eso somos un equipo bien avenido.
—A tu salud, Ida, donde quiera que estés hallarás descanso.
Chin, chin, la inexacta onomatopeya que describe el ruidillo predecible de media docena de finas copas rebosando champán. Nos encanta. Sabor, color, burbujas ascendiendo hasta perpetrar la ideal combinación del placer.
Las investigaciones de Danilo Porter estaban necesitando un poco de orden y, tal vez, algo de matemáticas. Se puso a hacer cálculos que lo desconcertaron aún más, pero descubrió que el índice de suicidios, la proliferación de sectas, la quiebra de numerosos bancos, el precio del petróleo y el escandaloso descenso de la natalidad comenzaban su curva peligrosa en el año 2000. A partir de esa fecha todo parecía irse a pique. Trató de dormir, pero en su mollera escarbaba con roer de termita una pregunta sin respuesta: ¿por qué, de pronto, como obedeciendo a las estrategias de un plan siniestro, el mundo había comenzado a descalabrarse a velocidad de vértigo?
Danilo Porter no creía en las casualidades. Ahuyentó un nuevo pensamiento que le traía a las vísceras los pequeños pies de Eleonore y buscó conciliar el sueño encendiendo su libro electrónico en busca de alguna lectura que lo distrajera lo suficiente como para que llegara el sueño. Imposible. Era incapaz de concentrarse. A su mente venía una y otra vez el relato de Catalina Prieto.
Ese día Armando Monteliú estaba en el gran patio trasero de su casa, una casa terrera que estaba muy cerca de la iglesia matriz, donde Armando concelebraba sus oficios religiosos. Nos gustaban sus homilías, a menudo adornadas con citas, sobre todo porque siempre incluían enseñanzas prácticas. No solo las típicas abstracciones bíblicas, los consejos basados en historias con moraleja, los habituales padrenuestros y avemarías sino que Armando, yo siempre lo tuteé, sembraba sus discursos con recomendaciones cotidianas y muy útiles, qué sé yo, trucos para ahorrar agua y luz, o para cocinar, aunque sus preferidos eran los dirigidos a aprovechar mejor los recursos naturales y así ahorrar en las facturas, cuestiones simples, pero que muchos de nosotros desconocíamos y que por eso se lo agradecemos todavía. Siempre nos resultaba cercano, nada que ver con esos curas marisabidillos. Desde que llegó, a principios de mayo del año 1990, aquí en la isla todos le quisimos. Era un cura atípico, un párroco que arrimaba el hombro, que a menudo ayudaba en la cosecha de papas o en la recogida de higos. Armando, creo yo, ha sido el hombre más inteligente que ha pisado esta isla. Por eso, porque todos le queríamos, le pasamos por alto alguna de sus homilías extravagantes. De pronto comenzó a soltarnos desde el púlpito retahílas extrañas, ininteligibles. Trató de prepararnos para el advenimiento del Maligno, según decía, porque había descubierto que Isla Calibán, precisamente por estar tan aislada y perdida en los mapas, había sido elegida por el Maligno como laboratorio, como lugar idóneo para probar sus experimentos. Nunca decía el Diablo o Satanás o Belcebú, sino que hablaba del Mal mayúsculo, del Mal en general, un Mal que sale del hombre maligno, algo así. Sin embargo, sus argumentaciones y filosofías y desmanes intelectuales en torno al Mal no nos hicieron sospechar su locura. Ahí, latente, próxima al estallido.
Fueron los perros.
La desaparición de los perros.
En esta isla mucha gente tiene perro y, cuando comenzaron a desaparecer, todo el mundo comenzó a comentar el hecho con extrañeza, aunque hacer, lo que se dice hacer, nadie hacía nada, como dando tiempo al tiempo para ver si así aparecía alguna explicación. Y así pasó el tiempo hasta que un día apareció Tarzán.
Tarzán era el perro de Campiro, un pescador de aquí de Rijalbo. Era un can monumental, no sé decirle la raza porque de eso yo no entiendo, pero sí le digo que era un chucho de esos que cuando se yerguen sobre sus patas traseras son del tamaño de un hombre. Apareció por la plaza del pueblo, con la cabeza gacha y la cola entre las patas, temblando de miedo, pero ladrando a todos los que intentaron acercarse. Sangraba. Chorreaba sangre por dos orificios que tenía ahora donde debieron estar sus orejas porque alguien, alguien sin corazón, se las había cercenado de cuajo, tal que si fuera un toro exitosamente abatido por un torero de aquellos de antaño, de cuando todavía no habían prohibido las corridas. ¿Sabe lo que le digo? Es que es usted tan joven. Pues corrieron a avisar a Campiro, que lo había estado buscando con desespero, pero para cuando el pescador llegó el pobre perro se había tumbado en una esquina de la plaza y había descansado su cabeza sobre un charco de su propia sangre. Le alcanzó la vida para reconocer a su dueño, porque dio una especie de pequeño ladrido conmemorativo, casi ahogado por su sangre, y se dejó morir en los brazos de Campiro. Nunca olvidaré cómo lloró aquel hombre la muerte de su animal.
Pasó casi un año y continuaron desapareciendo perros, pero, aunque se dio parte a la policía, que tampoco es que hiciera mucho caso, no hubo modo de encontrar al culpable o culpables, porque, salvo especulaciones propias de pueblos pequeños, nadie supo a quién acusar. Nadie, hasta el día en que yo misma entré a casa de Armando y me encontré en el patio con dos perros muertos. Muertos y desorejados. Ahí empezó todo.
Yo iba un día a la semana a casa de Armando, por aquello de limpiarle un poco la vivienda o prepararle algún guiso. A cambio, él me había enseñado a leer y a tocar el piano, porque Armando fue siempre un hombre cultísimo. Yo nunca estuve en el patio trasero de la vivienda. No. Allí no se me había perdido nada. Yo sabía que allí estaba el aljibe de la casa, por si faltaba alguna vez el agua. Ya sabe usted que en esta isla siempre ha escaseado. Pero ese día, no sé qué intuición me dio, me fui hacia el patio trasero y me encontré con los perros muertos. Quizá fuera el olor, un hedor extraño lo que me llevó allí.
No pude reprimir un grito. De susto y de asco. Pero, a fin de cuentas, un grito. Armando debió oírlo, porque, no sé en qué minuto, se me apareció de la nada, y lo vi ante mí, con la sotana puesta y un gran cuchillo carnicero en la mano. Tenía puesto su crucifijo, uno grande labrado en plata que colgaba de su cuello y descansaba sobre la sotana. Ese detalle no se me olvida. Me dijo, Catalina, el Maligno me ha hablado, Catalina. Catalina, me dijo, he descubierto el plan del Mal, Catalina, y comenzó a explicarme en voz muy baja, como si temiera que alguien más pudiera oírlo, que los perros de la isla eran enviados del demonio, ángeles del infierno transmutados en perros cuyo principal cometido era esparcir sibilinamente la semilla del mal. Solo cortándoles las orejas perdían su poder maléfico, porque el primer paso del Maligno sería conducirnos hacia la sordera.
Se había vuelto rematadamente loco, sí, lo veo en su cara, pero es que usted nunca conoció a Armando. Era un hombre que rezumaba bonhomía. Bondad es una palabra demasiado corta para definirlo. Generoso, piadoso, amable, cariñoso. Y encantador. Para quien lo hubiera conocido, era del todo imposible creerse aquel cambio esquizofrénico, creer que aquel loco de ojos encendidos, pero voz musical era Armando, Armando nuestro párroco. Eso explica que no me asustara, que no huyera ni siquiera cuando Armando, ayudándose con el cuchillo, comenzó a levantar las baldosas del piso del patio para que yo viera los numerosos cadáveres de perro que bajo ellas había sepultado.
Solo me asusté en serio cuando comenzó a acariciarme la oreja. Nunca me había tocado un solo pelo, se lo juro. Nunca. Ni un leve roce de su mano cuando me enseñaba a tocar el piano. Nunca es nunca. No crea lo que dicen por ahí. Era cierto, sin embargo, que su voz era como un imán. Para hombres y mujeres. Una voz barítona, musical, masculina, junto con su envidiable habilidad para la oratoria, hacían que cualquiera acabara escuchándolo como quien atiende a un oráculo. Y ese día, rodeados de perros muertos, comencé a escuchar sus explicaciones, embebida, atónita, hasta que me acarició la oreja. Y me asusté porque era la primera vez que sentía su mano. Suave, pero capaz de transmitir fuerza, determinación, poder, convencimiento. Si le digo que casi no sentí dolor cuando cortó con el cuchillo mi oreja, sé