El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
y tenía además el calor de su mano en mi oreja, como si estuviera hipnotizada. Si no llega a ser porque uno de los perros que creíamos muertos pareció resucitar, volver de la muerte con fuerzas suficientes como para morder una de las piernas de Armando, creo que habría perdido la otra oreja.
No sé qué me pasó, pero en ese instante volví a la realidad y la realidad era un Armando con los ojos hirviendo en sangre, lanzando patadas a un perro desorejado que se aferraba a su canilla y un sopor caliente que me bajaba por el cuello y que, ahora me daba cuenta, eran ríos de mi propia sangre manando de mi oreja cercenada, del hueco donde había estado, antes, hace nada, mi oreja derecha.
Aquel perro me dio la vida. Con su último esfuerzo, lo escuché lloriquear mientras yo corría por fin. Armando debió clavarle el cuchillo para que sus mandíbulas le soltaran la canilla. Aquel perro me devolvió la vida.
Porque sangraba mucho.
Y corrí por las calles del pueblo en dirección a la comisaría de policía. Y oía en algún lugar de mis tímpanos los golpeteos de mi corazón. Y la vista se me iba nublando hasta que me cogieron unos brazos fuertes que me miraban con ojos asustados y ese susto, el susto grande que vi en esos ojos auxiliadores fue lo último que pude ver porque las nubes del desmayo se espesaron tanto que el día se me apagó.
Todo lo demás ya lo conocerá usted por los informes de la policía. Siguieron el rastro de sangre que yo había dejado y llegaron a la casa de Armando. Se había cortado sus propias orejas, torero de sí mismo, y yacía desangrándose rodeado de perros muertos. Varios agentes, sin entender nada, se acercaron a Armando, quien, con su último hilillo de vida, pudo advertirles del peligro de vivir en esta isla, laboratorio del Mal, y desgranarles esos incomprensibles consejos que transcribieron en su informe y que usted seguramente habrá leído, esa su cantinela de que la semilla del mal se nos colará por las orejas hasta dejarnos sordos y conducirnos a un futuro apocalíptico.
No habremos de ponerles nombre porque solo los veremos volar. A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., serán iniciales suficientes para conocerlos un poco, casi nada, aunque quizá fueran algunos más. Nadie, a ciencia cierta, pudo contarlos. Ni siquiera cuando algunos flotaron sobre la mar antes de definitivamente hundirse.
Fueron al menos veinte, aunque quizá estuvieron también V., Ñ. y Q., y entonces habrían sido más, pero tacharemos sus iniciales por inoportunas o antipáticas, y nos quedaremos con A., Z., B., T., C., S., D., R., E., P., O., F., N., G., L., K., J., I., H., en este pequeño esfuerzo por distinguirlos aunque solo les veamos volar, volar brevemente tras haberse lanzado por los acantilados del Verodal, los que están justo al norte de Calibán, conocidos sobre todo porque allí se refugiaron en el pasado los lagartos gigantes, presuntos descendientes de Setebos, que durante siglos habitaron la isla. Esos farallones de aire místico, también visitados por Danilo Porter cuando estuvo investigando en Calibán el origen de la horda de suicidios. En ese paisaje austero de la isla Danilo Porter se sacó varias fotos, utilizando el mecanismo de la cámara automática, porque siempre estuvo allí solo. Catalina Prieto no quiso acompañarlo cuando se lo pidió y Danilo Porter no quiso perderse esa fotografía, con las escarpadas rocas rojizas al fondo, su particular tributo al turismo más ramplón. A la vuelta a su piso madrileño sería una de las instantáneas que pegaría a la colección que adornaba la puerta de su nevera. Solo porque sí, porque le gustaba el contraste de la piedra volcánica tan roja y el trozo azul de cielo y ese otro azul del mar repleto de zarpazos, porque esa costa es peligrosa y siempre está humillada por el viento y la mar de fondo.
Danilo Porter no les vio volar sino con los ojos de la imaginación, que a menudo ven mejor. Mientras estuvo en aquel paisaje supo que algo del tiempo general del mundo se había quedado allí, congelado, petrificado en rojo acantilado. Sensaciones que no sintió cuando estuvo en la casa que el matrimonio formado por A. y K. poseía en el claro del bosque de pinos que rodeaba al pueblo de Masilva.
Era un caserón bien armado, a pesar de estar hecho solo de madera. Con tejado a dos aguas y larga chimenea, dibujada casi como las casitas que pintan los niños pequeños cuando se les pide que describan su hogar. A. pasaba allí sus días pintando cuadros sacados del propio bosque de pinos, paisajes generales, detalles, unas ramas, algo de pinocha, unas piñas, la luz cambiante remojándose entre verdes de pino, las punzantes hojas del árbol con las que no puede el invierno, sus raíces cuando asoman sus lomos a la tierra. Sus cuadros se cotizaron al alza durante un tiempo en mercados extranjeros y aunque K., su esposa, se aburría a menudo, era feliz junto a A. En cuanto a E., H., R., y Z. fueron, en principio, simples admiradores de A. que, gracias a su hospitalidad, acabaron quedándose a compartir las enseñanzas del maestro.
El discurso iluminado de A. ya se colaba en sus parlamentos antes de que Hans Marcus Müller arribara a Calibán y se pusiera a experimentar con su alquimia pendenciera y, aunque no se conocieron, de algún modo extraño, se dieron la razón. A. se había rapado el pelo y, al menos durante dos horas al día, recitaba salmodias tomadas de un libro que recogía antiguos sortilegios y bienaventuranzas de una tribu amazónica ya extinguida. Eran unas letanías que fueron aún más musicales cuando T. y P., afinados guitarristas, se unieron a la comuna del claro del bosque. Descansaron su deambular jipi en aquel caserón campestre de Calibán y ni siquiera cuando la sordera comenzó a hacer estragos entre tantos vecinos bien avenidos perdieron su rara habilidad para la música. Aunque su audiencia estuviera casi sorda, todavía podían ver los dedos moviéndose sobre las cuerdas de la guitarra y tener así la impresión de escuchar los acordes a través de los poros de la piel.
Todos sabían que era una vida rara, como vivida con un tiempo prestado. Danilo Porter, en el improbable caso de haber conocido a los variopintos miembros de aquella comunidad, se habría sentido atraído por su forma de vida, por esa extraña catarsis colectiva que los conectaba para ponerlos en un espacio más allá del entendimiento. Habría sentido, acaso, la tentación de unirse a su alegre desamparo, porque, aunque en todo momento dieran la sensación de estar esperando a la muerte, el tiempo transcurrido, el tiempo prestado, fue un tiempo auténtico, un tiempo sincero porque ya tenía implícita la aceptación de la muerte, una muerte más o menos próxima. Danilo Porter pensó que no estaría nada mal desgajarse de la habitual inercia del pensamiento propio para flotar en el aire de un universo sin destino. Sin salida, pero también sin ataduras, sin tener que pensar en vilezas como el dinero o las facturas o en tener que cumplir una jornada laboral, en toda esa trivialidad cotidiana que sin embargo nos va gastando la vida para que un día la muerte, inapelablemente, sí o sí, nos sorprenda con todo por hacer, con mil planes que cumplir y mil deseos soslayados. Quizá todo el misterio de la vida bien vivida resida en ese breve espacio de tiempo que dura el vuelo desde la cima del farallón al mar, rocoso y bravo, siempre hambriento su eterno retorno de olas. Quizá. Magia sin desprecios, unánime posicionamiento del alma en ese espacio cómodo donde no hay dudas ni insatisfacción, apenas la certeza de haberse tocado por dentro y por fin volar.
La mañana en que se encaminaron hacia el acantilado de Calibán el filo hiriente del amanecer prometía calor. Salieron desnudos de la casa del claro del bosque de Masilva y atravesaron el paisaje de pinos en silencio porque, aunque pudieran hablarse, ninguno se escucharía. Fueron bajando lentamente hacia la costa y, cuando la alcanzaron, tampoco pudieron oír el frenético movimiento de la mar agitada por el alisio. Conmovedor muro azul encrestado por los flecos blancos que trazaba el veleidoso pincel del viento. A. sintió las ganas de pintarlo durante unos segundos, flecha veloz que surcó su pensamiento. No fue el primero ni el último en saltar al vacío. No hubo ningún tipo de ceremonia ni arenga ni grito ni aplauso enfervorecido, sino que, con el mismo silencio armonioso del paisaje, con la mismísima armonía silenciosa que habían cargado durante todo el camino, se fueron lanzando al mar, disfrutando del vuelo, casi sin pausa, uno detrás de otro, ignorando incluso el propio orden impuesto por el alfabeto. De hecho, fue P. la primera en inaugurar el vuelo, con su guitarra al hombro para que no le estorbara a la hora de abrir sus brazos. Su larga melena negra azuleó al aire con gracilidad de alas mientras caía como sostenida por los rayos del sol, ahora colgado a medio cielo, iluminando lo que habría de quedarle al mundo.
El vuelo era breve, pero suficiente para que el siguiente en volar tuviera que esperar al menos un minuto. Cada vez que un cuerpo caía, el mar se