El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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guiñol grotesco, y arrastrarlo de nuevo hacia la marea que daba marcha atrás en busca de renovados bríos. Ese era el aviso, la breve pausa, el momento para inaugurar el nuevo vuelo y garantizar un orden que impidiera que el nuevo suicida cayera sobre el anterior y no sobre la dura superficie marina. Desde esa altura, cada brutal impacto se aseguraba su mortalidad.

      Llamaba la atención que estuvieran tan organizados sin que en ningún momento hubieran hablado de la operación, compacto suicidio en grupo. Siempre hubo orden. Nunca se dieron empujones, sino que llegaron al precipicio, más o menos en fila india por lo estrecho de la vereda, y continuaron camino, aunque no hubiera camino sino aire, aire en el aire que los acogía con cierto mimo, trazándoles ese otro camino invisible que solo veían ellos, acunándolos sin hacer distingos entre viejos y jóvenes, blancos o negros, adultos o niños, que también los había. Si acaso, forzando las cosas, habría que reseñar que el vuelo de los más gordos y de los más corpulentos era algo más corto que el vuelo de los niños, caso, por ejemplo, de J., que a punto estuvo de sugerir la posibilidad real de flotar, de mecerse en el aire como hacían ahora las gaviotas que, butaca de primera fila, asistían curiosas a esos vuelos que, en caso de poder hacerlo, voladoras expertas ellas, tildarían de principiantes o atropellados o algo peor. No abrían sus picos, sino que movían sus ojos saltones acompañando los vuelos, instaladas las muy pajarracas en el propio confort de sus alas cortando la corriente del alisio, a una prudente distancia de voyeur, no fuera a ser que aquel espectáculo extravagante acarreara algún peligro para su majestuosidad voladora o para sus crías, bien anidadas en las grutas y huecos del acantilado del Verodal.

      F., N., O., E., R., M. fueron volando sin alharacas o sustos, sin gritos, sin siquiera cambiar un ápice el guion establecido. Todos saltaban y abrían los brazos para inaugurar el vuelo y ninguno improvisó por ejemplo saltar de espaldas o haciendo una figura diferente. No. Saltaban y abrían los brazos cual águilas o ángeles y en silencio se precipitaban al mar. A. pensó que era hermoso, un hermoso vuelo, pero esto tampoco tendría relevancia alguna porque, a fuerza de ser sinceros, ninguno de ellos, ninguna de esas personas a las que no hemos puesto nombre porque solo las veremos volar, pensó lo contrario. Unanimidad absoluta en la belleza angelical de verse volar, jamás tan seguros de haberse cobrado su tiempo.

      Nunca habría pactado con las viudas si no llega a ser por el odio. Un odio feroz que me nació en la sangre el día en que el Estado filipino, esa panda de desagradecidos, sacó a subasta todo lo que era mío, todos los regalos que me había hecho mi marido, mi pobre Ferdinand. Esa humillación de proporciones internacionales no la perdonaré nunca. Nunca. Imelda solo hay una. Imelda soy yo.

      ¿Disfrutar de la venganza? Por supuesto. La venganza es un plato que se sirve frío, pero que sabe dulce. Subastaron mi hermosa colección de 1220 pares de zapatos cuando aún estaba inconclusa. Me quitaron mis joyas y los cuadros de Picasso, Gauguin y Pisarro que tenía en casa, porque la pintura es una de mis debilidades y no es lo mismo levantarse cada día sin ver Mujeres de Tahití o Las señoritas de Aviñón. Destartalaron mi vestidor, el corazón de mi hogar, y ese día pude oír estremecerse de cólera, allá en su tumba, a mi esposo Ferdinand, en paz descanse. Lo que el mundo le estaba haciendo a su santa esposa merecería venganza.

      Pasé toda una vida forjando mi colección de zapatos como para aguantar que unos justicieros de poca monta la subastaran con la excusa del dinero del pueblo. Mi proyecto era acumular siete mil pares de zapatos, como siete mil islas tiene mi país, mi Filipinas del alma. Truncaron de mala manera mis ilusiones y desvalijaron mi vestidor y eso para mí fue lo mismo que si me hubieran violado en una plaza pública. Incluso peor. No me dieron tiempo de explicar siquiera las mágicas conexiones entre pares de zapatos. Nunca fue una colección azarosa, sino que cada pareja de zapatos estaba revestida de un simbolismo valioso. No era un simple montón de calzado caro. No. Había en mi colección cierta precisión museística, y si había pares de grandes diseñadores no era solo por su exclusividad, precio prohibitivo para mortales y belleza, sino por las secretas conexiones artísticas que establecían entre ellos al ponerlos juntos, al exponerlos en mi vestidor. Un museo reúne belleza. La belleza es sagrada. Mi zapatera era un museo y, consiguientemente, un lugar inviolable.

      Mi extravagancia ostentosa es un ismo más, una vanguardia artística. Por eso ordené incluir en los diccionarios la palabra imeldífica, sinónimo de esa ostentación que ya marca tendencias, porque a mí lo que de veras me interesó siempre fue la moda. Y aunque mis compañeras del Pacto no acaben de entender mi frenética actividad como mecenas, es lo que de verdad me hace feliz. Becar a los artistas del siglo XXI a través de mi fundación para que me ayuden a inmortalizar el imeldismo como movimiento artístico surgido a partir de Imelda, viuda de Ferdinand Marcos, dictador filipino, es mi razón de ser. Impresionismo, Cubismo y pronto, tiempo al tiempo, el Imeldismo, principal corriente artística desde el Postmodernismo.

      Me resulta fácil corromper artistas para que promocionen sus propuestas, en cualquiera de los campos del arte, como imeldistas o imeldíficas, término este último que prefiero porque denota, además, cualidad de magnífico. Es facilísimo, cuando se tiene tanto dinero y poder, manejar el mercado del arte. Gracias a mi billetera pongo de moda, por ejemplo, una calavera humana hecha de diamantes, orquesto una buena campaña de comunicación en los suplementos culturales de los principales diarios europeos y americanos y después organizo una buena subasta mediática previo pago de alguna cifra astronómica y ya está, semanas después comienza el goteo de peticiones de museos y galerías de arte de todo el mundo solicitando alguna obra imeldífica.

      Pero mi venganza no ha sido siempre tan artística. No. Confesemos la verdad. El Imeldismo es un divertimento, aunque también un invento a mi medida para continuar haciendo dinero fácil, pero es incapaz de saciar todos los huecos de aquella humillación. Quiero que mueran los flacos de espíritu, los mediocres. Quiero que mueran los débiles y quiero que mueran todas esas gentes comunistas, ecologistas y yo qué sé qué más, pero que hacen siempre un mundo peor. Y hay que decirlo claro. A mis compañeras del Pacto no les gusta que hable así. Yo les digo que es mi forma de ser y que si una vez dije que sería la madre del mundo es porque sabía que sería verdad. ¿Qué otra cosa hacemos las que estamos en el Pacto? Parir, como mujeres que somos. Parir. Pero parir un mundo nuevo. Un mundo mejor. Un mundo diferente.

      –Todos estos años le han dado la razón a Armando. Nadie habría pensado que esto pudiera ir tan rápido. Calibán es la isla de los demonios— le dijo Catalina Prieto a Danilo Porter.

      Observó su casa, al menos el pequeño salón donde lo había agasajado con café y unas galletitas danesas de mantequilla que extrajo de una lata redonda y azul. Nada, en todo lo que vio desde que Catalina le abriera la puerta y lo condujera por un largo pasillo hacia el fondo de la vivienda, donde se hallaba el acogedor salón, le había parecido raro o sospechoso a Danilo Porter. Pensó encontrar numerosa imaginería religiosa, altares, santos, cirios gruesos y velas envueltas en plástico rojo, colores cardenalicios, rosarios, cuentas, en fin, ese tipo de decoración propia de los hogares de personas beatas. Sin embargo, los objetos que contemplaba eran normales. La austeridad se imponía en el mobiliario, en su mayoría piezas forjadas en madera de pino y barnizadas después en marrón oscuro, pero brillante. Había algunos libros y reconoció algunos títulos del escritorzuelo local, Alameda del Rosario, mezclados con novelas románticas, a juzgar por los habituales diseños de tapas rosas. Había pequeños mantelillos bordados en tela blanca con pespuntes de motivos florales, dos o tres figuritas de porcelana, unos elefantes, unos cisnes, un adonis con un violín y tres cuadros: dos marinas y una acuarela que representaba con realismo el bosque de sabinas, el emblemático árbol autóctono de la isla. Al fondo del salón, en penumbras, la silueta de un piano.

      —Me lo regaló don Daniel, el cura que sustituyó a Armando después de saber que él me había enseñado a tocar. En su día fue propiedad del famoso tenor Luisón Montoto— dijo Catalina en cuanto se percató de que Danilo Porter había detenido su vista en el instrumento.

      —Ya no lo toco casi nunca. No es lo mismo. Armando era un gran profesor— añadió Catalina, y suspiró, como quien se acuerda de los buenos tiempos que ya pasaron.

      —¿Usted le creyó? —preguntó de sopetón Danilo Porter.

      —No, en aquellos momentos no. Pero han


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