El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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su olfato de detective, aunque también pensó que era difícil vivir así, sin fiarse de nadie, y casi, muy de refilón, asomó a su alma el siempre inoportuno nombre de Eleonore.

      Me llamo Eva y soy la esposa del hombre más famoso del siglo pasado. Lo soy. Sigo siéndolo, aunque Adolf esté muerto. Ni siquiera me considero su viuda. No. No lo seré nunca. No seré su viuda porque Adolf es el hombre más célebre del siglo XX y por eso sigue vivo. Si escribo su nombre en el buscador de Google no me alcanzarían mil vidas para leer todas sus entradas. Artistas, cineastas, novelistas, historiadores, biógrafos, fanáticos, todos le rinden tributo en sus obras. Soy la esposa de un hombre inmortal, así de simple. Y por eso yo, que lo aguanté en vida, no me considero su viuda. Soy Eva, Eva Braun, y punto.

      Y no. No me suicidé en el dichoso búnker. Es lo que Adolf quería, como hizo con su primera esposa, la pobre de Geli, tan joven. La estúpida se suicidó cuando supo que estaba embarazada de Adolf. Yo no me pasé la vida tolerando sus infidelidades y sus delirios de grandeza para morir en un búnker y que me comieran las ratas. No sé durante cuántos años me estuvo poniendo los cuernos en mis narices con esa estirada inglesa, Unity Walkyrie, aunque ésta tuvo su merecido. Por zorra. Que Adolf no se anda con miramientos. Le pegó un tiro cuando empezó la II Guerra Mundial porque se puso de parte de su país y le confesó que detestaba a Alemania y a todos los alemanes salvo a Adolf. Y Adolf nunca permitió esas blasfemias. Le pegó un tiro en la boca, en su boca sucia para que callara para siempre. Que se joda, que por su culpa me pasé más de media vida humillada. Bueno, por su culpa y por culpa de Inga, aunque Inga me caía mejor. Yo sabía que Adolf la tenía de amante, claro que lo sabía, pero como Inga estaba casada pues no sé, no la veía como rival. Además, era tan guapa que se convirtió en una de mis debilidades, y más de una vez yo también sucumbí a su cuerpo, los tres en la cama, sobre todo cuando Adolf volvía a casa enfurecido por alguna desavenencia o por los derroteros que había tomado alguno de sus planes, alguna de sus batallas, alguno de sus poquísimos amigos. Nunca he entendido por qué los biógrafos de Adolf le suelen achacar poca hombría. Adolf, extremadamente bien dotado, enamoró a cuatro mujeres en su corta vida, y dejó un reguero de hijos a los que es imposible seguirles la pista porque lo primero que hicieron tras su muerte fue borrarse el apellido. No, señores biógrafos, se equivocan. Mi Adolf era muy hombre, sí que sí, que para eso soy su esposa. En los varios tríos que hicimos con Inga, Adolf fue siempre capaz de darnos nuestra respectiva ración. Además, yo le daba seguridad. Cuando se acurrucaba en la cama y yo lo abrazaba, pegado a mi cuerpo cual niño pequeño que huye a la cama de sus padres tras sufrir una pesadilla, yo sentía que Adolf me necesitaba, que necesitaba que yo aprobara sus movimientos. Por eso se acostaba con Inga y por eso el marido de Inga miraba para otro lado y decía ojos que no ven corazón que no siente. Si no hubiera tenido mi aprobación y mi participación, Inga no habría durado tanto, no habría pasado de encuentros ocasionales. Adolf me amaba a mí. A mí me amaba de ese modo profundo que crea una dependencia inolvidable. Por eso cuando llegó la hora me hizo caso y en aquel búnker horrible se pegó un tiro, delante de mis narices se voló la tapa de los sesos. Todavía recuerdo aquellos trozos blancuzcos y sanguinolentos de su cerebro sobre mi cara, cuando él creyó que yo me había tomado esa ampolla de veneno. Claro que no. Mi hora no había llegado. La suya sí, pero no la mía. Él sabía que tenía que morir y yo le di mi aprobación, la aprobación que necesitaba.

      Si yo sabía que había llegado el fin de una época no era porque yo misma hubiera llegado a esa conclusión. No. No me creo tan lista. Sabía que era el final de una época y el comienzo de otra porque él me lo había dicho. “Yo no voy a ver el definitivo cambio del mundo, pero el cambio ya está en marcha”, me dijo, que para eso mi Adolf siempre fue un genio visionario. Genio y demonio, pero, me pregunto, ¿qué genio de la historia no ha sido al mismo tiempo un diablo? Oiga, que lo cortés no quita lo valiente. Me viene ahora a la cabeza Picasso, genial maltratador de mujeres. Y Dalí, desde luego más fascista y más egocéntrico que Francisco y Adolf juntos, que ya es decir.

      De Adolf me gustaba especialmente el pavor que me daban sus ojos cuando me hacía el amor. Me recuerdo sobre la cama, con Adolf encima, y yo sentir en esa profunda claridad de sus ojos miedo, auténtico miedo, un pánico que sin embargo me producía placer, el placer de sentirme dominada, el placer inmenso de ser penetrada por Adolf. Me corría hasta el punto de encharcar las sábanas y Adolf, tan maniático, siempre tenía el detalle romántico de olerlas después y yo aún, con las piernas abiertas y sudorosa, trataba de volver a acompasar mi respiración. Hebras de mis fluidos en su bigotillo, amorosamente entrelazadas al vello de su bigote célebre, insuperable escena del amor. Porque yo lo amaba. Por encima de todo, lo amaba. El hecho de que no me suicidara con él no significa que no lo amara. Al contrario, sigo siendo su esposa y así, de ese modo, él también está vivo. Cuando mis amigas del Pacto me preguntan curiosas, durante nuestros encuentros, me gusta recordarlo y contarles los muchos detalles de amor que tenía conmigo, aunque ellas solo ansíen conocer detalles morbosos. Y yo las entiendo, entiendo que despierte ese morbo mastodóntico, porque es lo que me pasaba a mí y a las otras, incapaces de decirle que no. Mi Adolf era mucho Adolf. Hacer el amor con su pistola Luger debajo de la almohada mientras sentía los empellones de su otra pistola en mi vagina con su uniforme puesto, era una sensación tan excitante que no sé ni cómo explicarla. A veces me hacía el amor tan duro que yo sentía la Luger bajo mi cabeza y metía mi mano bajo la almohada para tocarla, para rozar la culata de la pistola que tanto y tan bien empuñaba mi marido. Una vez, antes de empezar, me quejé de una de las criadas, perezosa y maleducada. Adolf la mandó a llamar. Yo desnuda, sobre la cama, y él ya dentro de mí, cuando la criada tocó en la puerta y él dijo que adelante, que se acercara, y en cuanto la chica estuvo junto a la cama sacó la Luger de debajo de la almohada y le disparó al corazón con tanta suavidad que no alteró sus movimientos dentro de mi vagina reclamante. Se corrió al instante, viendo cómo crecía el charco de sangre y sintiendo cómo su semen me inundaba lenta y viscosamente, igual que la sangre derramada de la criada. Y yo, yo tuve un orgasmo tan largo, que creí desfallecer. Lo siento, es la verdad.

      Cuando yo y mis amigas quedamos para cenar, una vez supervisados los negocios, casi siempre acabamos hablando de nuestros maridos. Bueno, imagino que como en cualquier otra reunión de mujeres. Fidela, Carmen, Rachele y yo tenemos una especial conexión, quizá porque nos conocemos de toda la vida, aunque solo después del fallecimiento de nuestros respectivos maridos hayamos podido congeniar, intimar, hacer nuestras cosas. Solo ellas sabían de lo mío con Hans Marcus Müller, mi debilidad adolescente, aunque ese tema lo tocaremos después, más adelante. A Rachele, por ejemplo, la esposa de Benito, pude conocerla poco antes de la Guerra, igual que a Carmen, la esposa de Francisco, y ya había entre nosotras como una necesidad de compartir, un espacio fácil de entendimiento porque la intuición nos decía lo mucho que teníamos en común. Vaya que sí. Me acuerdo, por ejemplo, de hablar con Rachele, porque Adolf y Benito parecían cortados por el mismo patrón. Vaya cabronazos los dos a la hora de ponernos cuernos. Pero las mujeres sabemos esperar. Las mujeres conocemos la sombra y a la sombra vivimos tranquilas. Y tenemos tiempo para hacer planes, para saber esperar nuestro momento y para propiciar acontecimientos. Y aunque nuestros maridos presumieran de estrategas, jugando a los mapas y a la guerra, éramos nosotras quienes, a la sombra de su gigantismo, teníamos todo el tiempo para tejer la tela, arañas mimosas, prudentes, sabias, conocedoras de los resortes de la familia, el sexo, los negocios y la política, los cuatro pilares del poder.

      Abril siempre le traía a la memoria algún recuerdo de Eleonore. Abril, memorias mil. Habían pasado ya tres años desde la última ruptura matrimonial de Danilo Porter. Tres. Y, bien mirado, tres años era mucho tiempo, pensaba, pero también pensaba que no, que acaso era poco, que quizás podrían volver a estar juntos. El tiempo solo lo ayudaba a engañarse. Caminó por la calle que se alargaba junto al mar hasta llegar al hostal que había alquilado en Rijalbo. Los recuerdos se le apelotonaban en su memoria.

      Corrió al cuarto de baño. Se desnudó y se sentó en el retrete. Cerró los ojos en busca de concentración y comenzó a masturbarse porque en su memoria bastaban unas pocas imágenes para sacudirle las entrañas, aunque el rito siempre empezaba por sus pies sus pies pequeños cuando ella se ponía en pie y apoyaba sus brazos en la pared y en la pared veía su mano pequeña y el recorrido de su brazo y después su melena pelirroja y ya después del después su espalda coronada


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