El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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marchando, solo quedan los viejos, viejos sordos. Esa es la verdad.

      Danilo Porter escuchaba con atención, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de estudiar la belleza intemporal de Catalina. Si le hubieran preguntado, no habría sabido decir siquiera una cifra aproximada que retratara la edad de aquella mujer.

      —¿Pero usted no creerá esos cuentos?

      —No es cuestión de creer. Yo solo digo que desde que Armando murió esta isla ha caído en picado, como si estuviera maldita, como si, efectivamente, fuera el laboratorio experimental del Mal, como Armando decía. Como si Calibán fuera el ejemplo de lo que poco a poco habría de pasarle al mundo todo. En veinte años ha desaparecido más de la mitad de la población. Unos se suicidaron, otros simplemente se marcharon con toda su familia y otros huyeron, desesperados, acaso para después suicidarse en otros lugares. Ahora sé que todo el mundo está igual, solo que en un mundo pequeño, un mundo pequeño como es la isla, estos estragos se notan más. Es el fin del mundo. Y sé que en esta isla, como vaticinó Armando, es donde comenzó todo. Si no fuera así, ¿a qué habría de venir usted aquí, a esta isla ausente en tantos mapas?

      —Es cierto. Estoy buscando respuestas a mis preguntas. Quiero saber por qué el mundo se está yendo a pique tan de repente.

      —¿Y ha encontrado respuestas?

      —Todavía no. Solo indicios, pistas.

      —En mi opinión lo que debería buscar son soluciones. Soluciones y no respuestas.

      —Cuando empezaron a registrarse esas pavorosas cifras de suicidios en la isla las autoridades españolas comenzaron a buscar las razones…

      —Sí, claro, pero no encontraron explicaciones plausibles y en cuanto la cosa comenzó a complicarse abandonaron el asunto. Mutis por el foro, si te he visto no me acuerdo— zanjó Catalina con frases hechas aquella larga conversación que había incluido el detallado relato de los hechos acaecidos en el pasado con don Armando.

      Se levantó y trajo la lata de galletas danesas. Puso algunas sobre un plato y volvió a servirle café a Danilo Porter. Cuando se movía, parecía que el silencio envolvía sus pasos, sus ademanes, todos sus movimientos, como si toda ella estuviera hecha de aire.

      —Pregúnteme— dijo de pronto.

      —¿El qué? — respondió con sorpresa Danilo Porter.

      —Vamos, pregúnteme.

      —Está bien. ¿Y esa oreja? Perdone que me haya fijado. No querría molestarla con mi pregunta un poco impertinente.

      —Perteneció a una jovencita que no pudo soportar su repentina sordera. Como sabe, la ley actual habilita a los médicos para hacer trasplantes de cualquier órgano o parte del cuerpo en caso de muerte accidental o suicidio. Ya no es como antiguamente, que la persona debía dar su consentimiento en vida y hacerse donante, o que la decisión debía recaer sobre algún familiar.

      —Pues permítame que le diga que fue un trasplante muy bien hecho.

      —Es cierto.

      —Muchas gracias, doña Catalina. No le quito más tiempo. Gracias por el café y las explicaciones.

      —Una cosa más.

      —Usted dirá.

      —Me gustaría que me tutearas. Esa fórmula de respeto me hace sentir vieja.

      —Está bien, nos tutearemos entonces. Gracias Catalina.

      —¿Estarás aún un tiempo en la isla?

      —Sí. No sé cuánto, pero me gustaría volver a hablar contigo, si no tienes inconveniente.

      —Cuando quieras. Casi siempre estoy en casa.

      —Gracias otra vez.

      —De nada.

      —Hasta pronto.

      —Hasta pronto.

      Pensó en darle un beso en la mejilla, a modo de despedida, pero extendió la mano para estrechársela. No supo por qué, pero se quedó con las ganas de haberse acercado a Catalina con aquella fórmula educada. Salió de la penumbra de la vivienda de Catalina al sol del mediodía. Casi le dolieron los ojos. Tuvo la impresión de que salía de la atmósfera de un sueño, pero, curiosamente, no lo ataban a la realidad sus pasos por la calle, ni el calor del sol, ni el sudor que le corría hacia la barbilla ni las pocas gentes que se fue cruzando en su camino hacia su apartamento. No. Lo que de veras le ataba a la realidad era el furioso hormigueo de excitación que sentía en su sexo. Aquella mujer de edad impredecible, su propio misterio, lo excitaban de una manera desconocida e inesperada para él. No como lo excitaba el energúmeno enamoramiento de Eleonore. No. Era un deseo distinto, extremadamente abstracto y, al mismo tiempo, golosamente carnal. Pensó que pronto compraría una botella de vino y volvería a visitar a Catalina.

      Hay hombres que se sienten encerrados en un destino. Hombres que saben que nada ni nadie podrá distraerlos de su cometido en el mundo. Danilo Porter era uno de ellos. Estaba seguro de que no se engañaba. Estaba más que seguro de que dentro de él latía un destino de verdad, que no había venido a parar a este mundo para morir en el lodazal de la mediocridad. No sabía por qué ni para qué, pero su afilado instinto le dictaba ese proceder: tenía una misión. Como los héroes de las antiguas novelas de caballería. Levantarse al alba, en cuanto el gallo saludara la madrugada, subirse a la montura, corcel de raza, conquistar villas y castillos y salvar princesas y derrotar ogros y demonios panzudos y verdes y ganar la batalla al mal.

      Hace unos años, cuando se casó con Eleonore, creyó que pronto sería padre y que se acomodaría a una vida familiar, en su piso de la calle de María de Molina, en el centro noble de Madrid. Que su dignamente remunerado trabajo como detective privado para la Seguridad Social del Estado español le aseguraría una vida plana, feliz padre de familia con vacaciones de invierno en alguna estación de esquí como Baqueira y vacaciones de verano con pulsera de todo incluido y playa privada en alguna isla canaria. Que se haría socio de algún club de postín y jugaría al pádel. Que envejecería junto a Eleonore y sus hijos y que un día moriría de golpe de cualquier achaque más o menos imprevisto.

      Pero los hijos no llegaron, aunque con Eleonore lo intentara solo unas pocas veces. Mejor dejarlo estar. Dolor que todavía duele.

      Los cementerios de Isla Calibán se habían quedado pequeños por culpa de tanto suicida. Dos de los tres que había en aquella isla habían sido ampliados y la media docena de cipreses que habían servido para adornarlos y para dar un poco de sombra a los muertos, habían sido talados y arrinconados a un lado de la carretera que ahora transitaba Danilo Porter.

      Hacía mucho calor y por eso se había embadurnado de crema solar factor cincuenta la cara y los brazos. Danilo Porter parecía un turista, con su gorra y sus gafas de sol, uno de esos turistas tan curiosos que no dejan de ver siquiera los cementerios de los lugares que visitan. Pero no era turismo lo que había llevado a Porter a visitar aquellas tumbas sino, más bien, la intención de corroborar algunas informaciones que le había facilitado Catalina Prieto y los nombres y fechas de fallecimiento de muchos de los habitantes de aquellas tierras castigadas por el sol y la sequía.

      Comprobó, ya sin alarma, cómo los decesos aumentaron en el año 2000 y se mantuvieron en alza durante las dos primeras décadas del nuevo milenio. Sacó su libreta y fue buscando las tumbas de muchas de las personas de las que le había hablado Catalina. Encontró a Óscar, el jipi del pueblo, que también fue uno de los primeros en suicidarse, provocando un escape de gas en su casa. La gente no hizo caso, dijeron que había sido un accidente porque Óscar era depresivo y desde joven había estado coqueteando con las drogas.

      También encontró la tumba de Campiro, el dueño del perro Tarzán, quien poco después de la muerte del can se había arrojado por la borda de su propia barca con un gran bloque de cemento atado al cuello. Y la de Anselmo Viveiros el portugués y su esposa Marina Jacobina, quienes, según sus informaciones, habían muerto envenenados. Y se detuvo ante la tumba de Alameda del Rosario, el escritor de Calibán, quien, al parecer, había muerto en una


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