El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa
velocidad el trayecto desde la mismísima pista de aterrizaje del Santos Dumont, a los pies de las escalerillas de los brillantes jets privados, hasta la lujosa entrada del hotel Copacabana Palace. Allí, una decena de agentes de policía formaban en hilera hasta que se abría la puerta del coche y el invitado de turno descendía, ataviado con traje oscuro, corbata azul o roja, y grandes gafas de sol. Escoltado por los guardias, entraba al hotel y desaparecía en las entrañas del enorme hall del Palace. Después, si llegaba acompañado de su esposa, descendía la invitada, y hacía la misma operación, es decir, bajaba del coche y recorría la formación de guardias que la amurallaban. La diferencia, sin embargo, para un observador atento, estribaba en que las señoras esposas o consortes bajaban sin prisa, se permitían mirar hacia un lado y hacia otro, incluso admirar la arquitectura de la fachada del prestigioso hotel antes de entrar. Algunas de ellas, incluso, aprovechaban el momento para encajarse bien la pamela, o para recolocarse los ajustados vestidos que lucían, por si, como solía ocurrir, algún paparazzi revoloteaba por los alrededores con su cámara presta a capturar la inmortalidad.
En el hotel solo estaban los empleados y los policías que custodiaban a los empleados. Desde el primer día de la convención la policía federal brasileña había dispuesto un dispositivo de seguridad que obligaba a que un agente acompañara en todo momento a cada trabajador del hotel: cocineros, azafatas, personal de limpieza, camareras, recepcionistas… hasta los mozos que vigilaban el aparcamiento tenían a su lado a un policía. Durante esos tres días nadie saldría del hotel. Ningún empleado podría volver a casa, sino que debían permanecer en el inmueble, cumplir con sus horarios y descansar en las habitaciones que se habían dispuesto en los bajos del hotel para ocasión tan señalada, también estrechamente vigiladas. Una especie de pequeño gran estado de sitio. Cientos de cámaras de video escudriñaban las dependencias, habitaciones incluidas, aunque los invitados podían asegurar un mínimo de privacidad cuando estuvieran en sus aposentos a través de claves personales.
Todos estos preparativos imponentes no preocupan a Mohamed Yussuf el Khan. Él hace tiempo que tiene los deberes hechos. Hace casi un año, en realidad. Desde que liga con Vilma, una de las bonitas camareras del Copacabana Palace. Mentiría si dijera que se conocieron por casualidad. Mohamed Yussuf el Khan hacía dos semanas que la seguía cuando se produjo el primer encuentro. Primero se cercioró de que Vilma no tenía novio, que era madre soltera, una abnegada madre soltera de veintinueve años que trabajaba a destajo como camarera del Copacabana Palace desde hacía seis. Mucho trabajo a cambio de poco salario, el justo para vivir en Rocinha y dar de comer a Manoel, su hijo pequeño, a quien cuidaba su vecina casi todo el tiempo. Primero se fijó en ella porque Vilma era metódica, puntual, con una vida casi cronometrada. Todos los días salía de su casa a las siete en punto de la mañana. Descendía las escaleras que comunicaban la parte alta de la favela con la parte baja, donde vivía Rita, su vecina. Allí dejaba a Manoel, que rondaba los cinco años y ya quería más a Rita que a su propia madre, a la que nunca veía, pobrecillo. En la parada de Rocinha, tomaba el autobús de las siete y treinta y cinco, y quince minutos después se bajaba en la parada que había a unos trescientos metros del hotel. Entraba por la puerta de servicio y se perdía en las entrañas del lujoso establecimiento hasta que, a las siete de la tarde, volvía a salir por la misma puerta, caminaba hasta la parada, cogía el autobús de vuelta y deshacía el camino para acudir a recoger a su hijo y llegar a casa. Su único día de descanso era el domingo, que aprovechaba para ir con Manoel a la playa. A veces sola con el niño, a menudo con alguna amiga. Mohamed Yussuf el Khan supo que habría de conocerla un domingo, en la playa, a pocos metros del puesto nueve, porque también en su costumbre de ir a la playa Vilma era rutinaria, predecible. Mohamed Yussuf el Khan fue dos domingos seguidos a la playa de Copacabana y colocaba su toalla siempre cerca de la zona que solía elegir Vilma. Iba temprano, y esperaba, leyendo algún libro o la edición dominical de O Globo. Leía y esperaba. El primer domingo la playa estaba tan llena que, aunque estaban situados cerca, al menos dos familias, con sus correspondientes sombrillas y sus neveras de corcho con cerveza hasta los topes, los separaban. El segundo domingo, sin embargo, casi estaban juntos, aunque no hablaron. Seguro de su aplomo, de su cuerpo musculado, confiaba en que ella se fijaría en él. Por eso hizo ejercicio en los aparatos de gimnasia que había en la playa y jugó al futvoley, para volver a su toalla con el sudor dibujándole los músculos. El tercer domingo Mohamed Yussuf el Khan estaba seguro de que Vilma lo reconocería y por eso, cuando vio que Manoel trotaba cerca de su toalla, con ese paso impreciso de los niños que titubean sobre la arena, le sonrió con la esperanza de que el niño correspondiera a su gracia. Y así fue, justo antes de tambalearse y estar a punto de caer, porque la reacción ágil de Mohamed y su mano rápida evitaron que Manoel diera con su mocosa carita mulata en la arena. A partir de esta escena, ya todo fue coser y cantar. Mohamed inició la conversación, que se alargó un buen rato, y cuando llegó la hora de que Vilma se fuera, él, muy caballeroso, la acompañó hasta el autobús. Solo charla simpática, porque Mohamed Yussuf el Khan no tenía prisa. La paciencia era el secreto del éxito en su trabajo y por eso no la invitó ni insistió en apostar por una cita, sino que se despidió de ella seguro de que, dentro de una semana, volvería a verla en la playa, seguro de que, esos seis días que separaban su próximo encuentro, él y su simpatía tendrían lugar principal en el pensamiento de Vilma.
Antes de un año, más o menos a los ocho meses de noviazgo, Mohamed ya había convencido a Vilma para que se colocara implantes de silicona en los pechos. A pesar de haber sido madre, Vilma casi no tenía busto. Apenas unos pezones puntiagudos que eran el punto débil de su autoestima. Aunque las operaciones de implantes mamarios eran moneda corriente, desde principios del siglo XXI con las nuevas técnicas láser y la fabricación masiva de prótesis de silicona, que las habían abaratado hasta extremos impensables, lo cierto es que Vilma no podía permitírsela porque antes de ese capricho soñado siempre había nuevas cuentas que pagar: la guardería de Manoel, el colegio de Manoel, el dentista de Manoel, el pediatra de Manoel, los juguetes de Manoel, la ropa de Manoel, el alquiler de la casa, la lavadora que se rompe, agua, luz, teléfono, impuestos, toda esa rapiña diaria con la que nos hemos lastrado la existencia. Unos pechos nuevos, si alguna vez estuvieron cerca del principio de la larga lista de pagos, siempre acababan postergados, directos al furgón de cola, porque no había modo ni manera de que una madre soltera, de profesión camarera, ascendiera en el escalafón laboral del Copacabana Palace. Por su salario, sin duda paupérrimo, matarían la mayoría de muchachas de Rocinha. Por eso un novio como Mohamed Yussuf el Khan era lo más parecido a un milagro de Nossa Senhora de Copacabana. Un novio bueno, trabajador, generoso y hasta muy cariñoso con su hijo Manoel, qué más podía pedir. Ni en sus mejores sueños habría dibujado candidato mejor. Mohamed era su suerte, Mohamed era el regalo que le había hecho Dios mismo. Por eso Vilma no dudó en someterse a la operación que le sufragaría su novio, porque a aquellas alturas de su amor casi haría cualquier cosa por él, cualquier cosa, pero también porque en lo más secreto de su intimidad de mujer siempre había deseado unos pechos firmes que lucir en la playa, unos pechos que acompañaran y redondearan la esbeltez de su cuerpo todavía joven. Aunque Vilma nunca entendió demasiado bien el trabajo de su novio, algo relacionado con arreglar soportes informáticos para las empresas que estaban en el barrio de Barra da Tijuca, entendía a la perfección lo mucho que había mejorado su vida desde que Mohamed y ella compartían casa, cama y comida allí en Rocinha, porque su novio era tan generoso que ahora, los domingos, hasta podían permitirse salir de vez en cuando a almorzar feijoada o churrasco a los restaurantes del centro o ir a centros comerciales como el Rio Sul y adentrarse en su imponente fashion mall, tiendas de invitadores escaparates en las que jamás había podido entrar a probarse un vestido o un bikini o uno de aquellos zapatos que habían puesto de moda las modelos y que los anuncios de O Globo, entre telenovela y telenovela, no paraban de anunciar. Ahora era feliz. Así de simple. Feliz. Una palabra que por primera vez se le presentaba a Vilma en todo su ancho y largo significado.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив