El pacto de las viudas. Víctor Álamo de la Rosa

El pacto de las viudas - Víctor Álamo de la Rosa


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ser una hora algo intempestiva, que era la hora del almuerzo y la siesta y acaso de ver alguna telenovela por la televisión. Pensó, solamente, que quería preguntarle a Catalina a qué venía tanta previsión con su propia tumba y, también, cuántos de aquellos suicidas cuyos nombres tenía apuntados en su libreta se habían quedado sordos. ¿Cuántos?

      De repente, a la salida de una curva, tuvo que clavar los frenos y dar un volantazo para impedir el derrape. Un perro cruzaba la carretera, lentamente, como si fuera dueño de aquel paisaje de lavas volcánicas que solo alteraba el asfalto que ahora chillaba bajo las ruedas del coche. El chirrido espantoso de los neumáticos debió haber asustado al can, un chucho de difícil linaje, pero lo cierto es que, si alguien en aquella escena se llenó de susto no fue el perro sino Danilo Porter. El animal prosiguió su camino, muy dueño de aquel territorio, y mientras cruzaba la carretera se limitó a echar un vistazo altanero al coche y a su ocupante, hombre con cara de pánico aferrado al volante, aunque ese instante, ese solo instante, bastó para que Danilo Porter se percatara de que el chucho tenía los ojos muy amarillos y de que no tenía orejas. Cruzó el asfalto y brincó hacia el mar de lavas mientras Danilo Porter lo seguía con la vista. Quizás por eso no oyó el motor del coche. Debió de ser uno de los perros que sobrevivió a la persecución del cura don Armando, se dijo, pero cómo es posible que esté vivo, y por qué no ladró siquiera de susto, y ¿estaría de verdad vivo? Y las preguntas y las dudas y los pensamientos, cada vez más escabrosos, cada vez más raros, se le fueron agolpando con frenesí confuso hasta nublarle la mente. Pisó el acelerador y condujo en dirección a la vivienda de Catalina. En cinco minutos estaría allí, frente a la puerta, dispuesto a golpearla con sus nudillos y entrar y volver a tener su quinta o sexta charla con Catalina, Catalina y sus misterios, aunque casi podría decirse que eran amigos, amigos, que para eso ella le había demostrado confianza y regalado su ayuda.

      Frenó junto a la casa, pero, en cuanto se bajó del coche, su impulso primero pareció desvanecerse. Sintió de nuevo la fuerza del alisio que empezaba a arrastrar algunas nubes. Espirales de polvo y tierra crecían hacia el cielo, rizos alocados de viento que envolvían papeles, pequeñas ramas, bolsas de plástico que de pronto salían despedidas hacia el cielo y extendían sus alas como desconocidos pájaros cambiantes, amorfos, ruidosos. Y ya se iba, se largaba de allí, volvía hacia el coche, con los brazos caídos y el semblante caído y siendo la pura imagen del abatimiento cuando la voz de Catalina vino a su encuentro. La voz lo buscó para tocarle la espalda con una palmadita y hacer que se diera la vuelta y ver a Catalina sonriendo, a Catalina asomada a la puerta de su casa con la puerta solo entreabierta para que no se colara viento y polvo, a Catalina sonriente diciendo ven Porter, pasa, y entonces Danilo Porter no sabe por qué asociación de ideas se acordó de Ulises y las sirenas, pero ven, ven, pasa, y entonces Danilo Porter alzó su figura antes alicaída, subió sus hombros, dibujó un gesto de alegría y encaminó sus pasos firmes hacia la voz, protegiéndose los ojos del viento caminó hacia la música de la voz que lo invitaba. Y volvió a acordarse de las sirenas y de Ulises y eso pensó justo antes de sentir que su propia soledad, la soledad gorda y verde que lo inundaba demasiado a menudo, desaparecía, de golpe rota en mil pedazos desaparecía y se iba con el viento por ahí, lejos, a lamerse las heridas.

      Imelda cruzó el enorme jardín que separaba los dos niveles del ático neoyorquino ubicado en un lujoso rascacielos de la elitista Zona Cero. Había quedado allí con Carmen, Fidela y Lucía, para así, las cuatro viudas, conversar en español a sus anchas, porque Eva, Rachele y Mirjana eran incapaces de articular otra lengua que no fuera la propia además del inglés, lengua oficial del Pacto. En sus manos Imelda llevaba tres ejemplares del último número de Vanity Fair, una de las escasas revistas que mantenían una selecta edición en papel, solo para suscriptores adinerados. Los ejemplares en español se los pensaba regalar a sus compañeras. La portada estaba dedicada a Alfred Voeller, último abanderado del arte imeldífico, un viejecillo de larga barba canosa que posaba junto a sus estatuas, cuerpos humanos disecados en posiciones que imitaban esculturas clásicas como el Discóbolo o el David. Imelda le dio un ejemplar a cada una, mostrando su orgullo, y confesándoles al mismo tiempo que el Guggenheim de Nueva York y el de Bilbao habían dedicado sendas exposiciones retrospectivas a Voeller, su último apadrinado.

      —Soy la reina del arte contemporáneo— dijo, y se dejó caer sobre un mullido sofá de cuero.

      —Estás obsesionada, definitivamente obsesionada— dijo Carmen, dibujando una sonrisa un tanto alterada por sus labios pletóricos de bótox.

      —¿Pero el arte no debe mostrar belleza? —preguntó de modo retórico Fidela.

      —Eso era antes. El arte debe mover conciencias, alterarlas, aniquilarlas, sacudirlas. Y hasta desintegrarlas.

      —Disecar seres humanos no me parece nada artístico. Y menos disecarlos así, segmentando los cuerpos para que puedan verse las vísceras falsas o clonadas, para que puedan verse los tornillos de titanio y las prótesis médicas. Me parece de muy mal gusto— agregó Fidela.

      —Pues ya ves cuán equivocada estás. Voeller está teniendo éxito— dijo Imelda, al mismo tiempo que cogía de la mesa una pequeña campanilla que hizo sonar. Voeller es imeldífico, indudablemente imeldífico, puntualizó Imelda.

      El breve tintineo de la campanilla bastó para que unos segundos después apareciera en la estancia un hombre alto, vistiendo un entallado uniforme de sirviente, y saludara a las viudas con una reverencia de estilo japonés.

      —Trae una botella de Vega Sicilia único del 93. Esto hay que celebrarlo. Y sírvelo en las copas de Murano.

      —Ahora mismo, señora— contestó el camarero al mismo tiempo que dedicaba a Imelda otra educada inclinación.

      —A la señora moderna le gusta sin embargo el vino clásico— bromeó Carmen.

      Lucía estaba hojeando distraídamente la revista, cuyas páginas centrales informaban también sobre el nuevo edificio antisuicidas de France Telecom que pronto se inauguraría.

      —Creo que me gustaría salir en estas revistas, no tener que esconder nuestro poder detrás de políticos títeres y entramados empresariales. Estoy un poco harta de este anonimato, la verdad, aunque también tenga sus ventajas.

      —Todo tiene su momento y todo llega— respondió Carmen. Por ahora es mejor así.

      —Lo sé, pero quiero decirlo. Así me siento mejor. A veces el tiempo es demasiado lento.

      —Mira el reportaje sobre nuestro edificio francés. Ha quedado muy bonito.

      Volvió a enfrascarse en la lectura del último número de Vanity Fair, que dedicaba un amplio reportaje a la vida y milagros de la famosa pianista Laura de la Puerta, hallada muerta en su propia casa. La revista narraba su ascensión hacia los cielos de la música clásica y su declive hacia los infiernos de la depresión, la bulimia, la bancarrota y su larga lista de acreedores. “Aves carroñeras”, los llamaba Axel Robbins, su agente, quien, al parecer, para pagar sus propias deudas y de paso levantar nuevos negocios, había vendido la exclusiva del fin de Laura de la Puerta y ahora explotaba su imagen de televisión en televisión, comiendo, quién habría de predecirlo, la carne regurgitada de esas mismas aves carroñeras. El reportaje describía su endeudamiento y su fallecimiento, acontecido en extrañas circunstancias nunca suficientemente esclarecidas. A este tipo de revistas les encanta mitificar las vidas de ciertas personas cuya existencia es fácil de rodear de la aureola del mito, y Laura de la Puerta cumplía a la perfección con los requisitos. Además, había muerto a finales del año 2000, la fatídica fecha del principio del fin del mundo, según los filósofos que pergeñaban sus presagios y vaticinios en toda suerte de publicaciones digitales que proliferaban por la red. La edición en papel se había relegado a la esfera del lujo y pocas personas podían permitirse leer libros en el antiguo formato. Los lectores ávidos de papel se habían convertido en sectas, bajo el disfraz de clubes de lectura, que pululaban por librerías de viejo montadas en los recovecos de los sótanos de las ciudades y sus laberínticos metros. Esos libreros traficaban con los últimos ejemplares de libros publicados en papel a finales del siglo XX, un siglo, además, cada vez más lejano, más antigua y arcaica su ya extraña forma de vida.

      —Pobre


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