El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo
trazó la última curva sobre las olas antes de embocar el morro hacia la pista de aterrizaje número uno, la única que había. Rastreó en el disco duro de sus recuerdos otros aeropuertos de riesgo, como el de Beirut durante la guerra, en cuyos alrededores acechaban los secuestradores. O el de Sarajevo, desde el que se podían ver las posiciones de los radicales serbios.
De tan peligroso como se anunciaba, el aterrizaje en Mogadiscio resultó placentero, de Primer Mundo. Hasta tuvo ganas de aplaudir. La avioneta se dirigió hacia lo que en algún momento de la historia de Somalia debió de ser una terminal aeroportuaria. Bajaron por una escalerilla angosta. El piloto apergaminado le entregó tres melones al jefe del tráfico aéreo, que los esperaba desde una sonrisa africana. Tras descargar los bultos y varias cajas de medicinas y material quirúrgico destinados al hospital central que sostenía Médicos Sin Fronteras, el piloto agitó un brazo, pronunció unas palabras que nadie pudo escuchar debido al ruido de los motores y cerró la portezuela. Tras verle despegar de regreso a Nairobi, Tobias farfulló algo sobre las naves quemadas.
Se acercaron a una edificación desconchada de una planta protegida por sacos terreros. Sobre su única puerta de entrada estaba rotulada la palabra out.
—Al menos tienen gracia —dijo Mayo.
A menudo, el reportero que viaja a guerras siente una soledad inabarcable y se pregunta por el sentido de un trabajo que consiste en caminar en dirección opuesta a la gente sensata. Resultan inquietantes las imágenes de los desplazados que escapan por miles de una zona de combate, las de los voluntarios de las oenegés que los acompañan, las de los cascos azules de la ONU que encuentran en ese movimiento la excusa para dejar de interponerse. Doblar la última esquina, tomar la última curva, la frontera entre lo prudente y lo irracional, y hallarse solo en medio de la destrucción, el silencio y el olor agrio y penetrante de la muerte produce un vértigo que está más allá del pánico. Si se supera ese terror extremo, que apenas dura unos segundos, surge una paz interior narcotizadora que es la entrega sin condiciones a los hados. ¿Cuál es el objetivo de jugarse la salud física y mental en costosos viajes y producir una información por la que nadie parece dispuesto a pagar?
La voz de un hombre alto, nariz afilada y atuendo de rapero, sobresaltó a los recién llegados.
—Passports, please.
Aquel tipo, que ejercía de oficial de aduanas, estampó dos visados de dos semanas a cambio de doscientos dólares. El sello era ilegible debido a la escasez de tinta.
—Si deciden prolongar la estancia, no busquen el Ministerio de Interior en la ciudad, porque ese ministerio soy yo y aquí están las oficinas. Antes de abandonar Mogadiscio deberán abonar otros doscientos dólares en concepto de tasas. Que Alá los acompañe, lo van a necesitar.
A Tobias, que se había colgado las Canon como signo de que empezaba a trabajar, no le gustó la combinación de las dos últimas frases. Optó por su castellano gutural:
—Este tío es un puto imbécil —dijo mientras esbozaba una sonrisa.
Fuera del cuchitril de la única autoridad civil visible del antiguo Estado, media docena de soldados etíopes sin casco se resguardaban de la solana sentados bajo un árbol. Alguno daba cabezadas pese a tener la bocacha del fusil entre las manos. Pertenecían a las unidades de élite que habían invadido Somalia en diciembre, una operación orquestada desde Washington. El objetivo era desalojar del poder a la Unión de Cortes Islámicas, que lo habían conquistado seis meses antes. Otros soldados etíopes mejor pertrechados vigilaban la pista de aterrizaje y el perímetro de unas instalaciones que a menudo eran bombardeadas por Al Shabab, el brazo militar de las disueltas Cortes Islámicas, que se mantenía activo en el sur.
Esas Cortes fueron el primer intento de Estado desde 1991. Desaparecida la línea verde que dividía Mogadiscio, sus habitantes pudieron pasear, ir a la playa, pescar. Florecieron los mercados y los negocios. No fue el extremismo religioso, las amputaciones y lapidaciones, lo que sublevó a gran parte de la ciudad contra los islamistas, sino la prohibición de ver televisión en vísperas del Mundial de Alemania.
Al lado de lo que debió de ser una terminal aérea estaban aparcados cuatro todoterrenos de quinta mano. Los conductores los habían resguardado detrás de un murete de hormigón que servía de parapeto. El jefe del convoy se llamaba Jamal, un joven alto y delgado recomendado por Médicos Sin Fronteras. Los catorce hombres armados que esperaban junto a los vehículos representaban la única póliza en vigor en Mogadiscio. Ninguno de ellos sobrepasaba los veinte años. El precio era innegociable: ciento cincuenta dólares diarios más gasolina, y un bonus extra de veinte dólares por cabeza si nadie resultaba herido o muerto y el material regresaba intacto.
—Mientras firme un recibo, perfecto —respondió Mayo pensando en Cabeza Rapada, su jefe de Recursos Humanos.
La carretera que unía el aeropuerto y la ciudad parecía la escombrera de todas las guerras. Volvieron la presión agobiante en el pecho y la certidumbre de la muerte. Se giró hacia su amigo en busca de ayuda:
—Todo va a ir de puta madre —dijo Tobias guiñándole un ojo.
2. Londres, 2007
Cada vez que volvía a Londres, a su hogar, Mayo se cruzaba con decenas de personas que ignoraban todo sobre su trabajo. Le gustaba experimentar la insignificancia del ego durante unos minutos. Decía que era el primer paso en un proceso lento y doloroso que exigía la limpieza y reparación de cada pieza averiada. Él tampoco sabía nada de los figurantes que se desplazaban sin derecho a frase en aquel enjambre de Heathrow. Desconocía si eran felices, si estaban sanos, si tenían hijos o madres dependientes, si su empleo salvaba vidas o provocaba ruinas, si eran honestos o sinvergüenzas. Sentado en un vagón de la línea Piccadilly, se abandonaba a su pasatiempo predilecto: imaginarse las historias de los otros mientras concentraba sus fuerzas en no mover los labios.
«¿Qué verá aquella mujer, la del pelo corto que me mira fijamente? ¿Qué podría deducir del brillo de mis ojos, de la barba negra cerrada, del cabello negro rizado, de mi cara redonda, de este sobrepeso crónico? ¿Qué información le ofrecerá mi equipaje punteado de tierra roja? ¿Se dará cuenta de que esta arena somalí arrastra una peste a muerte?», se preguntó Mayo. «Tal vez esa mujer que me mira sea una médica o una inventora, alguien útil, y no un escritor fracasado como yo, reducido a periodista de conflictos ajenos. Quizá sea una hechicera capaz de percibir las vibraciones de la tristeza que a menudo se barajan con las de la alegría, y más en mí, que subo y bajo sin saber cuáles son los mecanismos de este ascensor que me lanza de la euforia a la pena, de la pena a la euforia. Tal vez esa mujer de pelo corto, que acaba de sentarse delante de mí, sea un hada dispuesta a curarme del mal que arrastro desde mi infancia cochabambina. Sé que lo tuve todo: la fortuna de nacer en una familia rica en un país pobre, estudiar en los mejores colegios, aprender un inglés exquisito que me ha permitido trabajar en los medios más importantes. Heredé de mi madre el don de la simpatía expansiva, la capacidad de conquistar a cualquiera, hombre o mujer, militar o miliciano, víctima o verdugo. No necesito decir nada, me basta con dibujar una sonrisa para que se abran las compuertas del universo. No sé en qué momento se me metió en el cuerpo este puñal que me rastrilla agazapado detrás de cada broma. Provocar la carcajada en los demás me distrae de mis demonios, pero no me cura. Estoy preso de una melancolía circular. No sé en qué momento dejé de sentirme querido, tal vez a los tres años, cuando mi padre nos abandonó y quedé al cuidado de Mamá Amaru. Fue ella quien me enseñó el poder de la imaginación, que las palabras tienen la capacidad de transformar y de volar. Comencé pronto esta búsqueda desmedida de cariño, de invitar a comer y beber con el fin de que me quieran durante el tiempo que dura una copa. Para protegerme de la soledad adopté a dos gatos. Los llamé Smith y Wesson.
»Peter Hesse, que solo piensa en su librería y en sus vinos, disfruta torturándome, “morirás solo”, “te arrepentirás de no haber tenido hijos”. Y lo dice él, que no desea adoptarlos pese a que le emocionan mis historias.
»A veces siento que Mamá Amaru me habla desde algún pliegue del tiempo y del espacio, “mi hijito, te podría decir ¡qué bien te trata la vida! si no tuvieras que ganártela entre tanta tristeza”.