El día que murió Kapuscinski. Ramón Lobo
»Dos semanas en Mogadiscio, un reportaje del que no guardaré recuerdo y la muerte de Kapuściński me han dejado exhausto. Recuerdo la última vez que lo vi en su ático de Varsovia. Al despedirse me dijo: “Si sobrevivo al invierno seré inmortal”. Tampoco ayudan las nueve horas de vuelo entre Nairobi y Londres en clase encorsetada por deferencia de Cabeza Rapada. Tengo las piernas entumecidas. Me duele cada hueso, cada músculo, cada articulación, cada cartílago. Son las siete y media de la mañana. Amenaza lluvia, y pienso en Amanda, la mujer de la que me enamoré hace quince años. No queda espacio para aventuras, ni siquiera con la hermosa mujer de pelo corto que me mira y sonríe.»
3. Split / Sarajevo, agosto de 1992
En el aparcamiento del hotel Split se sucedían los gritos y las carreras. Aunque la calma de Roberto Mayo pudiera parecer fruto de la experiencia o de la temeridad, no era más que vaguería enmascarada en una tensión arterial baja. Sostenía que su cuerpo andino se rebelaba contra los efectos del nivel del mar. Fumaba —entonces lo hacía— sentado en una jardinera; al lado, observando las maniobras de carga de los vehículos, estaba Puta Esperanza, que seguía siendo incapaz de pronunciar una frase sin incluir las palabras «tío» y «puta». Este vocabulario proyectaba una imagen tosca que le gustaba cultivar. Pese a tener la misma edad de Mayo, treinta y siete años, parecía más joven. Le favorecían sus parodias de voces famosas y un físico desmadejado: barba de tres días, mirada lánguida y un cabello tan revuelto que siempre parecía recién caído de la cama.
Ninguno de los periodistas que se esforzaban en cargar los cinco todoterrenos blindados en los que iban a entrar en Sarajevo había conocido el Beirut de los años ochenta. Solo sabían que Tobias Hope era un reputado fotógrafo que había cubierto la guerra de Croacia en 1991 y entrado y salido dos veces de la capital bosnia en medio de intensos combates, experiencias que lo elevaban a la categoría de erudito balcánico liberado de las tareas físicas. Fue designado copiloto del primer vehículo y responsable de hablar en los checkpoints, fueran bosniacos, croatas o serbios, de milicianos, tropas, más o menos regulares, o bandoleros. Era tan bueno en las imitaciones que un par de meses en los frentes de la Krajina y una semana atrapado en Vukovar le habían permitido captar el acento y expresarse en un idioma que podría parecer serbocroata. Mezclaba palabras reales e inventadas, lo que dejaba al interlocutor en una situación incómoda: ¿era él quien no entendía su idioma debido al empleo de palabras cultas, o era el fotógrafo quien se estaba riendo de él?
Amanda Bris se acercó a la jardinera que servía de butaca de primer anfiteatro y le dijo a Mayo mirándolo a los ojos:
—Supongo que eres una estrella de cine o un aristócrata que no está acostumbrado al esfuerzo.
—Ya cargo con Puta Esperanza, que es quien nos va a meter vivos en la ratonera —respondió él.
—¿Puta Esperanza? —dijo ella en un buen español.
—Es una historia demasiado larga.
—Que no perderás la oportunidad de contarme, míster Me Hago El Interesante.
Le llevaba ventaja en los Balcanes. Era su tercer viaje a Sarajevo; Mayo acababa de abandonar Oriente Próximo.
Primero dejó Beirut en agosto de 1990 para instalarse en Jerusalén. Sadam Husein había invadido Kuwait y Estados Unidos preparaba la madre de todas las batallas. Su director, Jon Barnard, lo quería en la que iba a ser una de las capitales informativas de la guerra del Golfo. Él hubiera preferido Bagdad o la saudí Dhahran y cruzar la frontera de la mano del general Tormenta del Desierto. Su nombramiento como corresponsal en Jerusalén tuvo efectos colaterales: activó el odio enfermizo de Sophia Hunter. Le declaró una guerra sucia constante de la que no fue consciente hasta el final. Barnard estaba deslumbrado por la riqueza narrativa de sus crónicas. Desoyó a los críticos como Mengele que le advertían contra el nombramiento porque se trataba de una persona inestable, alérgica al mando e inclinada a beber en exceso.
—Me están enumerando las cualidades del buen reportero —replicó él—. Las de un jefe consisten en sacarle provecho.
Pasado el primer entusiasmo, Mayo comenzó a aburrirse. Estaba cansado de contar los misiles Scud que mandaba Sadam Husein, más por presumir que por intimidar, pues apenas llevaban carga. Echaba de menos Beirut, escribir de lo que quisiera sin seguir el paso marcado por las agencias internacionales de prensa. Se abonó a la barra del hotel American Colony y al Fink’s Bar. Tobias le telefoneaba desde Dhahran, donde se preparaba la liberación de Kuwait:
—Tío, no te quejes. Esto sí que es un puto coñazo, y encima no hay cerveza.
Reconquistado Kuwait, Barnard hizo caso a la jefa de Internacional, Marcela Thompson, y convirtió la indisciplina de su periodista favorito en una ventaja para el diario.
—Si se aburre, que se instale en Londres. Lo moveremos como enviado especial por todo el mundo hasta que implore de rodillas el puesto de corresponsal en Buckingham Palace.
Amanda Bris tenía el pelo rubio recogido en una coleta, la tez pálida, los pómulos marcados, los ojos azules y unas manos de pianista. Irradiaba magnetismo. Parecía Sharon Stone recién llegada del rodaje de Instinto básico. Tenía veintidós años y una madurez sorprendente. Había nacido en Glasgow, de padres húngaros y judíos. Era políglota, talento heredado del abuelo Marven, un viejo comunista que supo anticipar el exterminio de Budapest en 1944 y salvó a su familia exiliándola en la Unión Soviética. Hablaba inglés, alemán, francés, portugués, yiddish, bastante español e italiano.
Mayo no se movió de la jardinera por miedo a quedar en ridículo. Debía de medir un metro setenta y cinco, diez centímetros más que él. Vestía pantalones vaqueros y una camisa blanca. Conservaba su feminidad intacta en un mundo de machos alfa en el que las mujeres debían diluirse en un papel andrógino para ser invisibles dentro de la manada. Se fijó en el arco de cupido mientras ella le afeaba su falta de colaboración, olvidándose de que quienes miran la boca suelen estar pensando en tener sexo. El labio superior parecía retarle, «atrévete si tienes huevos». Al estrechar su mano tras el intercambio de golpes, una corriente eléctrica recorrió su cuerpo, del cerebro al pene, del pene a los pies, de los pies al pene. Decidió que era la mujer de su vida, y así se lo hizo saber a su amigo Tobias Hope.
—Pues ponte a la cola, tío. ¿Ves a toda esta gente? No van a Sarajevo por el puto Karadžić, ni a conseguir una exclusiva o ganar un Pulitzer. Van porque viene ella. Amanda es como Marilyn Monroe: un mito.
El convoy arrancó a las seis y media de la mañana, una hora más tarde de lo previsto, algo que no gustó a nadie, incluido el equipo de la cadena de televisión ABC causante del retraso. Todos los vehículos llevaban la palabra press, compuesta por tiras de cinta americana negra, en las puertas laterales y en el capó. Los de ABC optaron por resaltar su aristocrática diferencia: TV. En el blindado de Reuters viajaban un conductor local al que todos llamaban Elvis Presley, Hope, a su lado, y detrás Bris y Mayo, que se negó a ir en el vehículo asignado.
—Jamás me separo de Puta Esperanza. Es mi talismán.
Tras un tortuoso viaje por la ruta del Neretva, el río esmeralda, llegaron al barrio sarajevita de Ilidža, de mayoría serbia. Tuvieron suerte: los milicianos aún no estaban borrachos. Solo exigieron ver los papeles, una obsesión heredada del comunismo. Los de ABC News pagaron una mordida de cuatrocientos dólares para agilizar sus trámites y no quedar rezagados. Hope amonestó al productor:
—Pareces tonto, tío. La mitad de la mitad hubiese bastado. Así subes los putos precios y nos jodes a todos.
Dejaron atrás el control. Empezaba a escasear la luz solar. A Hope le dio mala espina. Mayo, que se había cambiado el asiento con Elvis, conducía deprisa. El resto del convoy lo seguía sin dejar espacio entre los vehículos. La medida de seguridad no estaba en la distancia, porque nadie iba a ser tan idiota de frenar, sino en no dejar ningún vehículo expuesto. Juntos tenían más posibilidades. Se escucharon disparos. Antes de que nadie pudiera determinar su procedencia, si iban contra ellos o eran un asunto entre trincheras, una ráfaga de AK-47 marcó la puerta y el cristal de Puta Esperanza. El vehículo