Antropología de la integración. Antonio Malo Pé

Antropología de la integración - Antonio Malo Pé


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por el cual el ser vivo adquiere el número y la proporción de partes que le convienen. Crecer de la tierra al cielo es un símbolo del ser peculiar de la planta, que tiende a manifestarse físicamente, abriéndose a la luz. Por otro lado, el vegetal carece de percepción interna del propio vivir, o conciencia: es en-sí, pero no para-sí, ni siquiera en el nivel sensible. En la nutrición, es decir, en la asimilación de las sustancias para incorporarlas a la unidad vital, se da una mayor integración que en el crecimiento: lo otro (sustancias de la tierra, luz, oxígeno) se asimila haciéndolo vida propia. No se trata sólo de una relación física (contigüidad), o química (mezcla), sino vital: las sustancias que no son árbol pasan a ser parte del árbol, ya que son absorbidas gracias a los procesos metabólicos. La sustitución de las sustancias no es como el simple cambio de lugar de los ladrillos, que los deja inalterados. La nutrición no es una kinesis o movimiento, sino una praxis, es decir, un acto del ser vivo en virtud del cual puede seguir viviendo.

      c) La vida racional o relacional. La formas vegetativas y sensoriales encuentran su integración más alta en la vida racional. En efecto, el alma racional, que además de ser la forma de un cuerpo vivo y sensible posee una naturaleza espiritual, es capaz por eso de trascender totalmente la materia y, por consiguiente, las operaciones sensibles y el placer y la utilidad ligadas a ellas. El hombre realiza operaciones, como el conocimiento inteligible y la volición, que implican la captación de lo que es universal y la intelección del ser —del que se ocupa la metafísica—, y otras, como el conocimiento y el amor personales, que implican un ser personal, del que trata la antropología. Por eso, en la persona humana, incluso lo que es corporal y sensible participa no sólo de lo vegetativo, sino también de lo espiritual. Por ejemplo, la bipedestación humana y su posición erecta se relacionan con el movimiento de la planta hacia la luz, y la mirada de su rostro, con el abrirse de la flor, pues a través de ella se muestra la persona. Pero hay una diferencia importante en esta comparación: la cabeza de la persona no sólo tiene la función nutritiva de las raíces de las plantas, sino sobre todo la de coordinar y gobernar lo que es inferior. En efecto, ya en el cerebro animal descubrimos un órgano que es capaz de coordinar las funciones vegetativa y sensitiva. Sin embargo, se trata de una coordinación imperfecta, pues su principio es orgánico no espiritual, por eso no alcanza el autogobierno, del que dispone en cambio el hombre a través del uso de la razón y la voluntad. Por otro lado, este autogobierno de la persona, que le permite ser ella misma, hace posible la autoposesión y el don de sí. De ahí que el mayor grado de integración de lo vegetativo, sensible y espiritual consista precisamente en la donación personal. Observamos de este modo como las funciones que corresponden a los diferentes grados de vida están conectadas entre sí por un único principio, el alma espiritual. Y, puesto que esta es absolutamente inmaterial, la vida racional tiene como finalidad no la supervivencia de la especie o el simple placer o utilidad, sino una vida de acuerdo con el más alto grado de integración: las relaciones y las virtudes que permiten la autoposesión y el don de sí. Así, la institución familiar y la cultura culinaria indican ya el modo en que, en la persona, las operaciones vegetativas y sensitivas transcienden el mantenimiento de la vida del individuo y de la especie. De hecho, la nutrición y la procreación humanas, además de tener un fin natural y, por ello, ser placenteras, son acciones perfectivas de las personas cuando están al servicio de una vida familiar, impregnada por el cuidado, la preocupación y el amor del otro. En este sentido, los actos más básicos adquieren un significado profundamente personal, como es el caso de la procreación. Pues, a diferencia de la reproducción animal, la procreación humana no es origen sólo de un individuo de la especie homo sapiens sapiens, sino de una persona, es decir, un ser que es fin en sí mismo: es para-sí de un modo completo. De ahí que la persona sea el único viviente corporal capaz de autoposeerse y darse.

      Después de haber explicado las características fenomenológicas y ontológicas de la vida, podemos afrontar la biogénesis, o sea el origen de la vida. Evidentemente no desde un punto de vista científico, sino filosófico, es decir, teórico. Pero antes, es preciso exponer las diferentes explicaciones que se han dado de esta cuestión a lo largo de los siglos.

      En mi opinión, la explicación materialista de la vida comete dos errores. El primero es de carácter lógico, pues afirma que lo superior (la vida) puede surgir de lo inferior (la materia). El segundo es metafísico: confunde el movimiento físico y los procesos con la vida y sus operaciones. La vida, como hemos visto, no es un proceso sino automovimiento. Para que algo esté vivo, no basta cierto grado de formalización de la materia, como si al añadir una nueva forma a la materia pudiera aparecer la vida; en esto consiste precisamente el carácter utópico de una determinada investigación robótica, que intenta crear máquinas capaces de vivir, sentir e incluso de pensar humanamente. Para que haya vida, se requiere, en cambio, que la formalización de la materia provenga de un principio interno. Por eso, como la vida no puede producirse desde fuera del ser vivo, lo único que cabe es imitarla en sus procesos, mediante la formalización inteligente de una materia que contaba ya con una forma previa.


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