Soberbia. Leticia Flores Farfán
entonces ante una proposición atómica o molecular, sino ante un signo operacional; es decir, la soberbia no es una entidad, no hay nada que, de suyo, pueda ser identificado como soberbio, sino que la cualidad puede atribuirse en principio a cualquier entidad, y el resultado de esa aplicación significaría el cambio de valoración de la misma, de positivo a negativo o viceversa. Así, una caridad que se ejerce en demasía puede ser soberbia, lo mismo que una caridad contenida puede serlo también, aunque cada una desde la perspectiva de uno de los lados del abismo.
Esta dimensión cuantitativa de la soberbia, el hecho de que exceso o falta pueden derivar en su contario, vuelve seductora la posibilidad de concebir los siete pecados capitales del cristianismo como un grupo matemático para el que cabría encontrar las acciones de inversión (multiplicación por menos uno, soberbia); neutral (multiplicación por uno, pereza); así como las operaciones de adición, resta, multiplicación y división. A reserva de realizar posteriormente este examen, lo que de entrada se deriva del mismo es que la soberbia, más que significar un pecado como los demás, representa una falta de segundo orden, un metapecado que califica a los otros seis y que, de alguna forma, siempre está presente en ellos en tanto cada uno implica algún tipo de acción condenable. Así, la lujuria o la gula, por ejemplo, no sólo implican acciones pecaminosas, sino también y siempre soberbias. Ser pecador es ser soberbio ya de suyo. Pero si la soberbia está incluida en todos sus compañeros del grupo, ¿por qué no eliminarla del sistema o reducir las demás faltas a ella? La inclusión del metapecado en la lista de las siete ofensas capitales, obedece a la necesidad lógica del sistema moral cristiano de prohibir, en el límite, que por última vez se aplique la operación de inversión y los sentidos de todo se pongan de cabeza; es decir, la soberbia está en la lista para garantizar que nunca ocurra que el pecado se convierta en virtud, el mal en bien.
La soberbia como pecado expresa, pues, la necesidad de poner un alto a las inversiones semánticas, otorgando así un principio de inteligibilidad al lenguaje, cesar su desorden o su vaciamiento. Pero en un sentido más profundo, significa dejar en claro que el juego de las inversiones, de la transmutación del bien en mal, sólo puede corresponder a lo divino. El hombre incurre en el pecado de la soberbia porque se postula como su propio fundamento, porque prescinde de Dios o se autopostula como tal. En El proceso ideológico de la Revolución de Independencia, Luis Villoro recuerda en este sentido la caracterización de la soberbia por parte de san Agustín:
“¿Qué es la soberbia sino un apetito de perversa grandeza? —preguntaba san Agustín—. Porque es perversa grandeza devenir y ser en cierto modo principio de sí mismo...” (De Civitate Dei, libro XIV, cap. 13). Devenir o ser principio de sí mismo, poner en nosotros mismos el fundamento de nuestro ser, tal era para la teología agustiniana el pecado de soberbia.1
Los que se creen dioses están en el pecado porque no reconocen a la única divinidad verdadera. Desde luego, todos los pueblos paganos. Escuchemos a san Agustín:
Esta religión, pues, única y verdadera, es la que ha puesto en claro que los dioses de los gentiles no son sino inmundos demonios. Éstos, deseando ser tenidos por dioses, aprovechándose de las almas difuntas o de criaturas mundanales, se han complacido con soberbia inmundicia en honores cuasi divinos, malvados y torpes a la vez, envidiando la conversión de los espíritus humanos al verdadero Dios.2
Al preservar la operación de las transmutaciones como una cualidad exclusiva de la divinidad, la postulación de la soberbia como pecado establece también una jerarquía del Ser cuya cúspide ha de ser reconocida en la divinidad misma. Los hombres soberbios parecen comprender muy bien que la construcción de la jerarquía del Ser supone la igualdad de los de abajo por la desigualdad que comparten ante la grandeza divina, y su gesto arrogante pretende reproducir o simular en este mundo la igualación-diferenciación realizada por el orden de lo divino. El poder, la dominación de lo de arriba sobre lo de abajo, la posibilidad de estar por encima de los demás regulando las transmutaciones de los sentidos, eso es lo que se juega con el metapecado de la soberbia.
Si les fuera posible, someterían bajo su dominio a todos los hombres para que todo y todos estuvieran al servicio de uno solo. […] ¡He aquí cómo la soberbia trata de ser una perversa imitación de Dios! Detesta que bajo su dominio se establezca una igualdad común, y, en cambio, trata de imponer su propia dominación a sus iguales en el puesto de Dios.3
Dominio y poder, el ámbito de la soberbia es el terreno de lo político, de la igualdad y la desigualdad, de la fuerza de los que pueden controlar las transmutaciones de los significados. En su filosofía de la diferencia Cesáreo Morales comprendió muy bien el carácter político de este pecado de la arrogancia:
La política multiplica a los atletas de la obsesión por el heroísmo, la de estar en el acontecimiento y en el círculo de los que creen hacer la historia, ilusiones de omnipotencia y semejanza con Dios, reacios al trabajo de fragilidad, ausencia y distanciamiento. Ascetas y ambiciosos caminan entre soberbia y gracia, sinrazón del más fuerte y locura muda del débil.4
Pero paradójicamente, aun cuando sea reconocida como una falta capital, la acción soberbia constituye una posibilidad para la criatura humana. De hecho, su libertad consiste, precisamente, en su potencia para autodescribirse como fundamento de sí misma:
¿Quién se atreve a pensar o a afirmar que no estuvo en la mano de Dios evitar la caída del ángel y del hombre? Prefirió, no obstante, no quitarles esa facultad y demostrar así el gran mal de que era capaz la soberbia y el gran bien que había en la gracia de Dios.5
Inserta en la cadena de las paradojas, la facultad divina de la inversión de los significados y de los valores, la multiplicación por menos uno en el esquema de las faltas capitales, sólo puede ser ella misma vigente si se deja en manos de la criatura la desmesurada potencia de la soberbia. ¿Pues qué otro significado podría tener la libertad si no fuese la libertad para llegar a ser dioses?
II
Siempre me he preguntado por qué en Los tres García,6 la extraordinaria película de Ismael Rodríguez, la prima Lupita Smith (Marga López) no se queda con Pedro Infante, estrella y centro del filme, sino con Abel Salazar, el más limitado, menos atractivo de los tres jóvenes primos García que se enfrentan por lograr los amores de la muchacha. Infante es alegre, guapo, ocurrente, campirano, representa la realización de los ideales varoniles de la sociedad rural; el tercer primo, Víctor Manuel Mendoza, es un citadino relamido, también guapo e inteligente, poeta, que en la película representa lo urbano rápidamente decadente que, desde luego, no puede competir con lo rural y vuelve a vestirse de charro. De las batallas que se libran en Los tres García, la primera en dirimirse es el conflicto entre la ciudad y el campo, en el que el segundo establece su superioridad indiscutible.
Los tres García de Ismael Rodríguez.
En los años cuarenta y cincuenta, coincidentes con la llamada Época de Oro del cine mexicano, nuestra sociedad vivió traumáticamente el trasvase económico, político y cultural que significó el giro de lo rural a lo urbano y que reprodujo, en sus coordenadas geoculturales específicas, el proceso de modernización capitalista que afectó y constituyó a toda la sociedad occidental. Pero lo que en Europa demoró cientos de años, en México y en América Latina aconteció en el lapso de apenas una o dos generaciones. Entre la Revolución mexicana y la mitad del siglo, los provincianos se volcaron a las ciudades, especialmente a la de México, y trajeron con ellos su sorpresa e inadaptación a exigencias civilizatorias insospechadas. El movimiento de desterritorialización y reterritorialización masiva —por utilizar categorías deleuzianas—, además de vivirse vertiginosamente por quienes lo padecieron, dio lugar a elaboraciones, conceptos y preceptos de muy diverso tipo, desde producciones literarias hasta teorías económicas. La teoría del desarrollo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), por ejemplo, partía del supuesto de que la industrialización del continente iba a ocasionar, y requerir al mismo tiempo, grandes desplazamientos de personas hacia las ciudades, e iba a provocar no sólo dificultades de abastecimiento e infraestructura, sino, sobre