Soberbia. Leticia Flores Farfán
que llevó a Edipo a confiar nuevamente en su astucia inteligente para acceder a la verdad oculta del enigma fue el arma que posibilitó ese momento de lucidez en donde el héroe accede por fin a comprender lo que el destino le había deparado y la tragedia inevitable en la que se encontraba envuelto. Ante la visión de su verdadero ser, Edipo se saca los ojos para no ver más, para no dejarse cegar por la visión perceptual y abrirse a esa luz interior que le permitirá descubrir que no es dueño ni autor único de su propia vida, que no es más que una nada, un simple mortal, un hombre.
La soberbia es un pecado de autonomía. El soberbio cree que puede renegar de los lazos que le posibilitan la existencia, renunciar a sus necesidades y dependencias, ufanarse que todo lo hace por sí mismo y que no le debe nada a nadie. El famoso mito del andrógino que relata Aristófanes en el diálogo platónico Banquete 7 da cuenta con claridad del orgullo excesivo o soberbia que se liga al afán de autonomía. Al andrógino se le personifica como un ser pleno, pues al estar ontológicamente conformado como un círculo (figura que simboliza la completud, el ser cerrado al que nada le falta) en donde cohabitan ya sea varón con varón, varón con mujer, mujer con mujer, es un ser que no requiere buscar algo fuera de sí para lograr satisfacerse. Los andróginos eran seres dependientes de los dioses a quienes debían ofrecerles honores y sacrificios. Aristófanes dice que estos seres eran “[...] extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto que conspiraron contra los dioses (Banquete, 190b)”. El andrógino poseía la asombrosa capacidad de desplazarse velozmente en virtud de su constitución circular, semejante a la rueda de un carro y, por ello, se sintió lo suficientemente fuerte como para pretender ascender a la morada de los dioses y atacarlos. Molestos los olímpicos por el atrevimiento de estos seres insolentes, pero deseosos de continuar teniendo subordinados que realizaran en su honor los sacrificios, Zeus decidió castigar su atrevimiento convirtiéndolos en humanos, seres débiles, carentes, ontológicamente insuficientes y siempre necesitados de los demás al partirlos por la mitad y hacerlos vivir en una búsqueda permanente por el otro que los complete y les permita revivir por un instante la plenitud perdida. La soberbia, la arrogancia insolente, el orgullo excesivo es propio de aquel que pretende igualarse a los dioses, a esos seres magnificentes y majestuosos que todo lo tienen en plenitud.
El soberbio se cree libre de las ataduras que lo ligan a Dios, su creador; y en esa ausencia de fe, niega a Dios proclamándose creador de sí mismo. Así Lucifer, el ángel caído y dejado de la mano de Dios (Isaías 14:129).8 En Proverbios 8:13, en donde se habla de la sabiduría, se dice que Dios aborrece la “soberbia y la arrogancia y el camino malo y la boca torcida” porque los orgullosos, al negar la acción de la Providencia, niegan a Dios (Salmos 10:3-4). El salmo 10:4 dice a la letra: “El impío, insolente, no le busca: ‘¡No hay Dios!’, es todo lo que piensa”. El espíritu altanero y soberbio es el del hombre que reclama su plena autonomía y reniega de Dios porque considera que todo lo puede solo y no tiene necesidad de él. En Proverbios 16:18-19 se sentencia que “La arrogancia precede a la ruina; el espíritu altivo a la caída. Mejor es ser humilde con los pobres que participar en el botín de los soberbios”. Creer que no hay Dios o creer que se puede vivir sin él o contra él o ser él, tan majestuoso y omnipotente como Dios, es lo que lleva a los hombres a la perdición y la derrota porque su altanero anhelo se topa a cada paso con la implacable realidad de su condición mortal, falible y sufriente. ¿No es eso lo que se hace patente cuando Jesucristo reclama a Dios, su padre, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc, 15, 34). El hijo unigénito hecho hombre tiene que sufrir en carne propia la fragilidad de la condición humana, la debilidad del ser mortal, pues la cita entre el amor y la muerte que tiene lugar en la Pasión no hubiera sido posible si el Crucificado no hubiera padecido el dolor y el sufrimiento que experimenta un hombre al que se martiriza con violencia encarnizada hasta matarlo. Así lo retrató sin mediaciones Mel Gibson en The Passion of the Christ (2004).
The Passion of the Christ (2004) de Mel Gibson.
Jesús vino a este mundo a anunciar a todos los hombres, sin distinción de lugar, lengua o raza, la buena noticia de que el Espíritu “se extiende sobre toda la carne”, de que el Reino de Dios se abrirá a todo aquel que libremente responda al llamado del amor, que la salvación será posible si nos convertimos en prójimos de todo prójimo, conforme lo haría él. La prédica evangélica cobra toda su fuerza con la muerte de Cristo en la cruz porque fue la prueba de amor más grande que Dios otorgó a los hombres. El amor es la pasión que impulsa a la acción, pero en tanto pasión amorosa irrumpe como don, como dádiva que se otorga sin mayor solicitud que esa acción de gracias que le es natural a un corazón que se sabe amado por Dios y llamado a ingresar en la intimidad de él. Cuando el amor se pierde, Dios muere. Y así acontece cuando los soberbios discípulos pierden la confianza en el advenimiento del Reino de Dios, cuando caen presos de la desesperación y abandonan el camino de la Palabra anunciada por Jesús y empiezan a actuar conforme a los placeres inmediatos y a pensar y a preocuparse solamente por ellos mismos. Por eso cuando el Hijo de Dios resucita y se hace reconocer por sus discípulos, éstos recuperan la palabra perdida y crean nuevos lazos entre ellos y él. “La resurrección, afirma Joseph Moingt, era [...] un paso a través de la muerte, y obligaba a buscar las razones de esa muerte [...] violenta y sin gloria. A fin de cuentas, el amor de Dios por los hombres parecerá más resplandeciente en el paso por la muerte que en la gloria de la resurrección (y de la victoria). De hecho, ambas cosas están ligadas: la resurrección se comprende como la apertura de las puertas del cielo a todo hombre, y por lo tanto como una manifestación del poder del amor, ‘fuerte como la muerte’ ”.9
Pero cuando Dios se hizo hombre hirió su imperturbabilidad y omnipotencia; Dios hecho hombre pecó de soberbia, se envaneció como aquellos a los que la arrogancia los hace erigirse como jueces de los demás por sentirse moralmente superiores e intachables, es decir, inmunes al mal. Jesucristo ensoberbecido fustigó al que no aceptó sus prédicas y enseñanzas, amenazó con castigo eterno a los pecadores, se enfureció contra los amantes de los bienes materiales, llevó hasta el extremo la humildad y el perdón, y dudó de Dios cuando no logró convertir a los infieles. Al final, sin embargo, y a diferencia de aquellos pecadores que prefieren hundirse cada vez más en la inmundicia de sus pecados, Jesús comprendió que Dios no lo había abandonado, sino que lo hizo hombre para salvar a los hombres y abrirles las puertas del cielo. Para lograr recorrer el camino de la salvación es necesario que Dios encarne como hombre, que lo tienten los placeres mundanos, que sienta lo que siente un hombre cuando la carne lo llama; saber ser un hombre de fe es saber renunciar a los placeres con mesura y humildad y con la claridad de que no se es Dios, sino una conciencia desgarrada.
El padre Nazario (Francisco Rabal), personaje de la película Nazarín de Luis Buñuel (1958), adaptación de la novela homónima de Benito Pérez Galdós (1895), es la encarnación de Jesucristo en un barrio pobre de la Ciudad de México al inicio de 1900 y bajo el gobierno de Porfirio Díaz. “Y ahora qué tripas se le habrá roto al bendito” son las palabras de la casera doña Chanfa (Ofelia Guilmáin) cuando el padre Nazario la llama desde lejos para que vaya a su habitación en el mesón. La conversación entre el padre Nazario y doña Chanfa sobre el robo de todo lo poco que tenía el padre en su cuarto hace patente el espíritu evangélico del sacerdote. Dado que perdió todo, el padre Nazario pide a la casera que le haga la caridad dándole un pan o una tortilla, a lo que ella le responde “¿y si no puedo o no quiero?” a lo que el cura solamente contesta que pues no almorzará y que no será la primera vez. De la vida altamente precaria y de las creencias del padre sabremos cuando dos hombres (uno de los cuales ya le había ofrecido levantar la denuncia del robo y el padre se negó como en todas las otras ocasiones en que le han robado) pasan a su cuarto a conversar con él después de que tres prostitutas (entre ellas Ándara, personificada por Rita Macedo, prima de aquella a la que el padre acusó de ser la ladrona de sus pertenencias) lo insultan. Nazario responde a los visitantes que él es católico, apostólico y romano y que, si bien su vida es precaria, él no se amarga porque vive conforme con lo que tiene. “Profeso mis ideas, dice Nazario, con una convicción tan profunda como la fe en Cristo, nuestro padre”. “Para mí nada es de nadie sino del primero que lo necesita”.