Descubre a tu ángel personal. Rubén Zamora

Descubre a tu ángel personal - Rubén Zamora


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piensas hacer con tu vida? —me preguntó.

      —No lo sé —le dije—, depende de lo que dure.

      —¿Cuánto quieres que dure?

      —No lo sé, pero creo que cuarenta y cinco años será suficiente.

      —Creo que es poco, pero si así lo deseas, volveré a verte dentro de cuarenta y tres años.

      —¿Poco?

      —Sí, muy poco para hacer todo lo que puedes hacer, de hecho a los cuarenta y cinco puedes empezar una nueva vida…

      Me quedé pensando un momento, y dije:

      —Bueno, entonces que sean setenta y dos.

      —¿Seguro?

      —Sí… no del todo… en realidad no lo sé, pero setenta y dos puede ser suficiente.

      —Es mejor que cuarenta y cinco, sin duda, ya lo veremos en su momento.

      Hablamos de más cosas ampliamente, pero no recuerdo muy bien de qué, sólo la conversación anterior se me quedó en la cabeza como una pintura indeleble, como si hubiera sucedido hace un momento.

      No le pregunté su nombre, algunos años más tarde supe que se llamaba Uriel, el arcángel desencarnado, y también supe que no era mi ángel de la guarda personal, sino el “encargado” de mi zona astral.

      Mis primeros años en este mundo fueron inconscientemente felices, pero nada normales, y no me refiero a ángeles ni a hechos sobrenaturales, sino a lo más normal de este planeta y que traumó a mi hermano Fernando: golpes, abandono, internado, marginalidad, exigencias, falta de cariño y ausencia paterna. Se podría decir que aprendí a robar antes que a leer y escribir, y que los valores que me dieron en casa no eran los más acordes con la decencia y la moral.

      A pesar de todo, tanto mi hermano mayor, Héctor, como yo, sacábamos las mejores calificaciones en la escuela y recibíamos premios y reconocimientos, mientras mi hermano Fernando iba pasando de año de milagro, a pesar de ser el más hábil, el más ágil y el más listo de los tres.

      No tuvimos formación religiosa ni fantasías navideñas, tampoco residencia fija durante muchos años, tan pronto huíamos a casa de una tía como nos refugiábamos con alguna de las abuelas, y, en plena adolescencia, los tres nos independizamos; Héctor con once años se fue de casa, Fernando con catorce años, y yo, el más lento de los tres, a los quince.

      Durante mucho tiempo creí que ver el aura era algo habitual, como se ve cualquier otra cosa, y me sorprendió mucho que no fuera así. Yo veía que había gente que se ponía roja, como el director de la escuela, o morada, como la maestra de cuarto grado, y cuando se lo comentaba a un compañero o compañera, me miraban como si yo estuviera loco.

      Los viajes astrales eran comunes para mí, aunque no sabía lo que eran, y subía al Archivo Akásico (que para mí era una biblioteca en sueños) a estudiar para preparar los exámenes.

      Recordaba vidas pasadas sin conocer las teorías de la reencarnación, y soñaba con un planeta natal que no era la Tierra, sino un planeta excéntrico con luna fija y unida al planeta por un largo puente, y sin sol, sino con la luz y el calor de una nebulosa brillante y rojiza, y aseguraba que ahí estaba mi verdadero hogar.

      También recordaba una guerra celestial mucho antes de que ese tipo de películas aparecieran en el cine, y una nave roja que había caído en este planeta con una tripulación bastante torpe, entre la que me encontraba yo.

      Vivía, por decirlo así, en mi mundo, sin saber los nombres de los fenómenos que experimentaba (ni de la gente que me rodeaba), y que para mí eran tan reales como comer helados o jugar con la pelota.

      Cuando a los ocho años me bautizaron mormón sin pedirme permiso (un capricho de mi madre y de mi hermano mayor), el hermano que había de sumergirme en el agua puso sus manos sobre mi coronilla mientras decía la fórmula mágica: “Padre Celestial, en el nombre de tu Hijo, Nuestro Señor Jesucristo”, y mi cuerpo astral se elevó como un rayo a otra realidad, desconectándome de este mundo sin que yo pudiera dominar la experiencia. Yo ya había pasado por situaciones similares, pero no tan intensas ni incontrolables. Fue una sensación maravillosa que todavía extraño y que no he podido repetir. Todo eran luces, colores, sensaciones, alegría, paz, libertad, un fluir entre las estrellas. Al volver en mí ya estaba seco y sin saber nada más del ritual bautismal. Dos o tres semanas más tarde ya había abandonado a la comunidad de los Santos de los Últimos Días, donde las hostias eran trozos de pan Bimbo (que un día comí molesto por su falta de mermelada), y las prohibiciones eran el tabaco, el café y el té negro de la India. No recuerdo mucho más, pero la subida del bautismo sigue presente en todo mi ser.

      Engordé mucho, adelgacé, di el estirón de golpe y con viruela, seguí sacando muy buenas calificaciones y destaqué en el deporte, la música y las letras con mucha facilidad, sin que a mí me importara especialmente.

      A los dieciséis años se incrementó mi desconexión con este plano. Entonces ni fumaba ni bebía, y las drogas no estaban entre mis hábitos, pero podía ver el aura de las personas y de las plantas, sentir los padecimientos ajenos con una simple toma de manos, escuchar voces claramente y ser muy receptivo de experiencias ajenas. A pesar de nuestras diferencias, que no eran pocas, estaba perfectamente conectado a mi madre en el espacio y el tiempo. Mi cuerpo astral se desprendía de mí cuando le daba la gana, y mi cuerpo andaba en automático completamente ausente de mi conciencia sin que le pasara nada, sorprendiéndome de “despertar” en casa, conduciendo, a bordo de un autobús, o en clase… una verdadera locura.

      Cuando ingresé en la universidad, precisamente a los dieciséis años, acudí al psicólogo y al psiquiatra del centro para que me revisaran, pues temía padecer un mal mental como la esquizofrenia, pero fuera de diagnosticarme como obsesivo compulsivo en grado mínimo y como poco respetuoso de las jerarquías y de la autoridad, no encontraron nada raro tras examinarme y reírse de mis fantasías adolescentes aprendidas seguramente en la televisión o en algunas lecturas, y sublimadas como experiencias paranormales, que no ponían en peligro mi seguridad ni la de mis compañeros.

      Ese mismo año conocí al Guardián Azul en una meditación: Me puse en la posición de la flor de loto sobre un gran cojín, respiré, uní mis dedos pulgar, índice y medio, puse la mente en blanco y me desprendí del cuerpo físico; crucé el túnel, llegué a la luz, caminé por las nubes en el infinito celeste, vi una puerta dorada, me acerqué a ella y, de pronto, de entre las nubes níveas y azuladas, emergió un gigante de color azul intenso que me dijo “aún no es tu momento” y, con un movimiento de su dedo índice de la nubosa mano derecha dirigido a mi cabeza, me mandó de regreso.

      Caí vertiginosamente, al llegar a mi cuerpo físico reboté como una pelota y de un salto me puse de pie, entre espantado y alegre.

      Pocos días después vi a Uriel por segunda vez en mi vida y creí que era el final, pero no, sólo me preguntó cómo me iba y si recordaba nuestra charla anterior. Le dije que sí, me respondió que determinar la fecha de la muerte no era tan fácil, y que ya llegaría. Le pregunté por Dios y sonrió, para acto seguido mostrarme, en un rincón de la habitación, a “mi dios”. Uriel desapareció y “mi dios”, un ser gigantesco que apenas si cabía en la habitación, extendió su mano izquierda, esbozó una especie de sonrisa y me tomó en la palma de su mano.

      Ahora sé que no estuve a la altura de las circunstancias, pero en aquel entonces era sólo un torpe y engreído adolescente al que no se le ocurrió otra cosa que pedirle dos o tres deseos para alimentar mi vanidad.

      Me hizo una caricia con la mano derecha, como asintiendo y prometiéndome el cumplimiento de mis ridículos deseos. Luego me depositó suavemente en el suelo y desapareció. Esta vez no me maravillé, más bien me sentí algo triste, como decepcionado de mí mismo y de “mi dios”. Me senté a la mesa con papel y lápiz, y escribí lo que mi musa interna, siempre más lúcida y creativa que yo, me dictó:

      Mi dios es un anciano

      de manos grandes

      y


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