Agencia general del suicidio. Jacques Rigaut

Agencia general del suicidio - Jacques Rigaut


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      Fue en la gira de nuestro primer disco, Viaje de estudios, cuando leí por primera vez, durante las interminables horas que pasábamos en lo que solíamos llamar la «furgotel», una especie de biografía compilatoria de autores malditos en la que se hablaba de la excéntrica y desenfrenada vida de Alejandro Dumas, aclamado coautor de la época que alternaba con grandes personalidades de la élite intelectual francesa. En una planta abandonada de aquel céntrico hotel habitado por Lauzun, el Hôtel Pimodan, junto a Gérard de Nerval, crearon el llamado «club de los hachisinos», círculo que gustaba de saborear nuevas esencias traídas desde el lejano Oriente y que llegó a sumar entre sus adeptos a personajes tan destacados como Balzac, Delacroix o Baudelaire.

      Después de los interminables madrugones, de conciertos a horas intempestivas y conversaciones a las seis de la mañana, yo también deseé un espacio similar; descansar en un hotel construido para mí, crear bajo una tenue luz de alcoba; buscar una soledad y una atmósfera tal que verdaderamente no habría necesitado mucho más (por eso lo del hostal). Ese disco y esa época de mi vida fueron testigos de cómo empecé a conocer aquella poesía condenada, y en particular a Baudelaire y su Las flores del mal.

      Aquella etapa surrealista se asemejaba a muchas sensaciones que yo, como autor, conocía sobradamente: esa angustia y esas ganas de acabar con lo anterior y con lo conocido… No me cansé de buscar autores y, finalmente, en una colección de poemas, leí por primera vez uno de Jacques Rigaut.

      «Solo me siento vivo a partir del instante en que contemplo mi inexistencia.»

      No puedo decir que sintiera algo especial, sin embargo, lo que despertó en mí fue una extraña curiosidad por saber quién era, qué había escrito, qué era lo que pensaba y el porqué de la tensión de sus palabras. Mi afición por las biografías se vio renovada y llegué a leer algunas cosas. Me asombró lo genuino de su persona. Resulta difícil de expresar, estaba ojiplático, o más bien en Babia, en esa ciudad donde la imaginación echa a volar y recrea por unos segundos los pensamientos. No podía creer que alguien pensara en su muerte de una forma tan precisa, fría y conscientemente planeada. Llevó al límite su humor y su obra, hasta volarse el corazón y convertirse en una parte inmortal del dadaísmo.

      Después de escribir «La pequeña muerte» compusimos algunas canciones más con tintes de rock and roll sureño y mucha fuerza, y entonces pensé que sería perfecta para hablar de este tema. No tanto de su obra, sino de su corta y atormentada vida y su forma de vivirla.

      Su obra me hace reflexionar sobre la muerte, ese momento tan incómodo, tan valiente, tan cobarde, que nos conducirá al mismo lugar donde debe estar la obra de Jacques: la eternidad.

       Noni Meyers

      Introducción

      «Todo el que quiera la libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse. […] Quien se atreva a matarse es un dios… Pero nadie lo ha hecho hasta ahora.»

       Fiódor Dostoyevski

      Jacques Rigaut, nacido en París el 30 de diciembre de 1898, fue un poeta dadaísta que posteriormente influiría en el Surrealismo. Hijo de padres pertenecientes a la burguesía más rancia, nuestro poeta aborreció durante toda su vida el trabajo, al que oponía la idea de creación y cuyo acometer tampoco pudo alcanzar en vida debido a la impotencia que sentía al enfrentarse a una hoja de papel.

      Su infancia y su adolescencia estuvieron marcadas por las estrecheces del modus vivendi burgués, del cual renegaría el resto de su vida. Como a Brummel, la idiosincrasia del trabajo le repugnaba. Quiso dedicarse en cuerpo y alma al arte y, al verse incapaz de escribir, se solazaba con la ilusión de un poeta que no debe hacerlo, sino que lleva en su cuerpo la propia obra. Guiado por esta imposibilidad, destruyó la mayor parte de sus escasos escritos, que, pese a todo, consiguieron ver la luz gracias a la labor de sus amigos y colegas. Y es que, aunque afirmase despreciar la literatura, en lo más hondo deseaba formar parte de ella; no quería que nadie leyera sus textos, pero con todo, seguía intentando escribir. Para dar sentido a las cosas, para poner orden en su vida, para encontrarse a sí mismo.

      En 1920, su primer texto, Propos amorphes, se publicó en la revista Action gracias a la influencia del círculo dadaísta que solía frecuentar, donde también colaboraban escritores tan conocidos como Jean Cocteau o Tristan Tzara. A estos les debe también su pronta adicción a los opiáceos y otras drogas, de cuyo yugo intentó deshacerse el resto de su vida.

      Quienes lo conocieron a menudo insistían en que poseía una inteligencia excesivamente lógica; metódica y extraña, pero aun así brillante. No era la única de sus cualidades; el magnetismo de su persona se explicaba también por su atractivo físico, al que se hacía referencia con bastante frecuencia. Su belleza se configuró de forma paralela al carácter de dandi encantador y decadente que se esforzó en encarnar. Su nihilismo era contemplativo: quiso ser un espectador por considerarse incapaz para la acción, que pondría entonces en evidencia lo estéril de la revuelta.

      «La rebelión, para ser posible, supone considerar una oportunidad de reacción, es decir, que hay un orden de cosas preferible hacia el que hay que avanzar.»

      El ostracismo político y de acción al que se arrojó de manera voluntaria nos revela un desencanto del mundo que ha perdido la fe en todo lo que hay de esencial en la vida. Aun sin querer caer en el tópico del spleen parisino, lo cierto es que Rigaut vivió atormentado por el tedio y la apatía que le producían los quehaceres mundanos y las personas que lo rodeaban. Esta circunstancia se debía al sufrimiento precoz al que había sido abocado desde muy niño.

      Sin embargo, la desidia fue su fuerza. Al condenarse a muerte a muy temprana edad, la parca tomó en él la forma de un espolón o una arenga de guerra.

      «Intentad, si podéis, detener a un hombre que viaja con el suicidio en el ojal.»

      Cuando uno decide su muerte, se hace dueño de ella, adquiere un carácter transformador que convierte el tiempo de vida en un propósito; cobra el sentido del acto de libertad más prístino que puede otorgarse uno mismo. Cuando la muerte te pertenece, también lo hace la vida, cuyas tentativas a ciegas adquieren una significación ontológica.

      «Apreté el gatillo, el percutor bajó, el tiro no había salido. Entonces puse el arma sobre una pequeña mesa, probablemente con una risa un poco nerviosa. Diez minutos después, dormía. Creo que acabo de hacer una observación bastante importante, tanto que… ¡naturalmente! No importa que no pensase ni un solo instante en disparar una segunda bala. Lo que importaba era haber tomado la decisión de morir, y no que muriese.»

      Lo importante era haber poseído a la muerte, haberla acorralado con una voluntad que se descubre autónoma en su sentido más puro. Evadir la más que presumible posibilidad de una existencia inauténtica mediante la única certeza posible.

      Finalmente, en 1929, ingresado en una clínica de desintoxicación, Jacques Rigaut se suicida disparándose una bala en el pecho a la edad de treinta años, tras usar una regla para medir la posición exacta del corazón y no fallar el tiro. Vestido y acicalado especialmente para la ocasión, había acomodado su cama con almohadones para no perder la postura. No podemos decir, entonces, que fuera una decisión que tomase de súbito, sino una idea cuyo germen residía en lo más hondo de su persona.

      Tras el fallecimiento, sus amigos recopilaron todos los escritos que pudieron encontrar y publicaron su obra, gesto al cual debemos hoy la presente edición. Uno de los más allegados, Pierre Drieu La Rochelle, quien no pudo cargar con el pesar de la culpa, le dedicó varios de sus textos, entre los que destaca su carta de despedida Adiós a Gonzague, incluida en esta recopilación y escrita a modo de disculpa por no haberse tomado en serio los delirios fúnebres del poeta.

      Y es que nadie creyó en él: a todos dejó atónitos la noticia. Ni uno de sus amigos o conocidos dio muestras de haberse imaginado lo que habría de ocurrir. Sus escarceos de poeta suicida se acabaron tomando por un ejercicio de estilo, por otra de sus habituales chanzas teñidas de


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