Agencia general del suicidio. Jacques Rigaut

Agencia general del suicidio - Jacques Rigaut


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creado a partir de sí mismo. Su obra finalizó con el último latido de su corazón.

       Sarai Herrera

      Nota preliminar

      La selección de los textos recogidos en esta edición incluye algunas de las mejores composiciones de Rigaut, así como otras inéditas en castellano, como Lord Patchogue, y el sentido testimonio de su gran amigo Pierre Drieu La Rochelle.

      El objetivo de esta antología es ofrecer al lector una selección representativa de la trayectoria literaria del poeta y una instantánea general de la recepción cultural de su obra, una gran fuente de inspiración artística que merece la pena rescatar.

Selección de textos de Jacques Rigaut

      Novela de un joven hombre pobre

      Se le ha concedido tanto sitio al amor que parece que sobrepase en utilidad al resto de las cosas. A medida que el dinero se hace más necesario, más exigente, deviene más admirable, más amado; como el amor. —Podemos alegar lo contrario tan felizmente—. Yo soporto mi miseria con más facilidad desde que sueño con la existencia de gente rica. El dinero de los otros me ayuda a vivir, pero no solo como se da por supuesto. Cada Rolls-Royce que me encuentro prolonga mi vida un cuarto de hora. Antes que saludar a los coches fúnebres, la gente haría bien en saludar a los Rolls-Royce.

      Pensar es un trabajo de pobres, una miserable revancha. Cuando estoy solo no pienso. No pienso si no me veo forzado a ello; las coacciones, el pequeño examen que hay que preparar, las exigencias paternas, ese trabajo que es necesario sufrir: todo esfuerzo asalariado me lleva a pensar, es decir, a decidir matarme, lo que viene a ser lo mismo.

      No hay treinta y seis maneras de pensar; pensar es considerar la muerte y tomar una decisión. De lo contrario, duermo. ¡Elogio del sueño! No solo el magnífico misterio de las noches, sino la imprevisible torpeza. Cerca de vosotros puedo imaginar una existencia satisfactoria, compañeros de sueño. Dormiremos detrás del chapoteo de nuestros cilindros, dormiremos con los esquís puestos, dormiremos ante las ciudades humeantes, en la sangre de los puertos, encima de los desiertos, dormiremos sobre el vientre de nuestras mujeres, dormiremos persiguiendo el conocimiento, armados de tubos de Crookes1 y de silogismos, los buscadores del sueño.

      Cuando circule en mi n HP, que los poetas se pongan en guardia, ¡que no se entretengan en los refugios de las avenidas porque sería capaz de hacer alguna que otra cosa! ¡Ese pensador desdeña los dólares, seguro! ¡Tiene en la mano realidades igual de inmediatas, seguro! Mientras tanto, allí está, esperando en una acera, con un número en la mano, buscando sitio dentro del autobús, y cuando paso cerca de él en mi coche, sonrío de placer salpicándole, y él y otros muertos de hambre, murmuran:

      —¡Imbécil!

      —¡Eso lo serás tú! Yo duermo. Tú, en tu despacho, te enfadas o te enojas, ¡piensas en la muerte, sucia víctima! ¡El amor, tu inteligencia! ¡Sin embargo, uno se deja llevar por tal indulgencia hacia esas mujeres, cuando recuerda qué amantes han dado a sus poetas como rivales! Espera un poco a que sea el hombre más rico del mundo y verás quién se encargará de los innobles quehaceres de mi hogar. ¡Callad! ¡Los pensadores cuidarán mis coches! ¡Reíd ahora! ¿Es que no notáis el mérito de mis millones, su gracia? Tendría entonces la primera balanza exacta; yo sé el precio de las cosas, todos los placeres tienen una tarifa. Consultad la carta. Love to be sold. Aquí estoy, ¡asegurado contra las pasiones! El consentimiento de la gente me da igual, y si los sacrificios e ir contra natura lo reemplazan, yo me lavo las manos.

      Un hombre que me quiere bien2 pero que tiene veinte años más que yo me ofreció como medio de existencia —a fin de no alejarme de esta vida especulativa para la que había manifestado yo tantas aptitudes, ¡ya ves!— clasificar fichas en una biblioteca y componer una antología de los pensamientos de un gran capitán o de un monarca. Espantado, no pude responder a ese hombre valiente; preferiría pasar por el Tribunal Criminal antes que ser reducido a semejantes trabajos. ¡Alabado sea Dios! Queda la Bolsa, de libre acceso incluso para los que no somos judíos. Hay, por otra parte, otras maneras de robar. Es una vergüenza ganar dinero. ¿Cómo pueden los médicos no enrojecer cuando un cliente les pone un billete sobre la mesa? Desde el momento en que un hombre se ve en el caso de aceptar dinero de alguien, ya puede esperar que se le pida bajarse los pantalones. Si uno no presta servicio benévolamente, ¿por qué lo presta? Sé muy bien que yo robaría por delicadeza.

      La pequeña V… viene de desposarse con un chico rico; ella lo ama. No es su dinero lo que ama, lo ama porque es rico. La riqueza es una cualidad moral. Los ojos, la piel, la salud, las piernas, las manos, el Packard de doce cilindros, la piel, los andares, la reputación, las perlas, los prejuicios, el perfume, los dientes, el ardor, la ropa que hace el gran modista, los senos, la voz, el hotel Avenue du Bois, la fantasía, el rango social, los tobillos, el maquillaje, la ternura, la destreza en el tenis, la sonrisa, los cabellos, la seda; no hago diferencias entre estas cosas, y ninguna de ellas me seduce menos que las demás.

      No hemos vivido más que de posibilidades y no ha habido, sin embargo, otra cosa que el balcón de Julieta, ese cubito azul que circulaba —con diferentes grosores— de un jugador a otro sobre el tapiz verde de la sala de bacará. Un gran golpe. Alrededor de la mesa, las caras funcionaban al ralentí, las sonrisas se dibujaban con esfuerzo, después se inmovilizaban unos dedos temblorosos. Al alba descubrí lo que era el respeto, cuando vi a aquella mujer que llevaba en su bolso innumerables años de insolencia reencontrar a la salida del casino a las pescadoras de camarones, que regresaban de la mar, mojadas, cargadas de redes, con los pies desnudos.

      Joven hombre pobre, mediocre, veintiún años, manos limpias, se casaría con mujer, veinticuatro cilindros, salud, erotómana o hablante de anamita.3 Escribid a Jacques Rigaut, 73, boulevard Montparnasse, París (6.º).

      Seré serio4

      Seré serio como el placer. Las personas no comprenden aquello que se dice. No hay razones para vivir, pero tampoco hay razones para morir. La única forma con la que se nos permite demostrar nuestro desdén por la vida es aceptarla. La vida no merece que nos tomemos la molestia de abandonarla… Podemos, por caridad, evitarla a algunos, pero, ¿a nosotros mismos? La desesperación, la indiferencia, las traiciones, la fidelidad, la soledad, la familia, la libertad, la pesadez, el dinero, la pobreza, el amor, la falta de amor, la sífilis, la salud, el sueño, el insomnio, el deseo, la impotencia, la banalidad, el arte, la honestidad, el deshonor, la mediocridad, la inteligencia; no tenemos ni para empezar. Sabemos demasiado bien de qué están hechas estas cosas como para estar en guardia; con suerte son buenas para propagar algunos insignificantes suicidios-accidentes. (Existe, sin duda, el sufrimiento del cuerpo. Yo lo tolero aceptablemente: tanto peor para aquellos a quienes les duele el hígado. Qué más da que sienta predilección por las víctimas, no me enfurezco con la gente que piensa que no puede soportar un cáncer.) Y luego, claro está, aquello que nos libera, aquello que nos arranca toda posibilidad de sufrimiento, es ese revólver con el que nos mataremos esta misma noche si se nos antoja. La contrariedad y la desesperación solo son, por otra parte, nuevas razones para encadenarse a la vida. El suicidio es muy cómodo, no dejo de pensarlo; es demasiado cómodo; yo no me he matado. Subsiste un pesar; no querría marcharme antes de haberme comprometido; me gustaría, al partir, llevarme conmigo a la Virgen María, el amor o la República.

      El suicidio debe ser una vocación. Hay una sangre que da vueltas y que reclama una justificación a su interminable recorrido. En los dedos está la impaciencia de cerrarse tan solo sobre la palma de la mano. Está el prurito de una actividad que se vuelve sobre su depositario, si el infeliz ha olvidado saber elegirle un objetivo. Deseos sin imágenes. Deseos de imposibilidad. Aquí se yergue el límite entre los sufrimientos que tienen un nombre y un objeto,


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