El gran libro de la reencarnación. Janice Wicka
de momento, dentro del vientre de su madre experimenta una vida dentro de la placenta durante al menos seis meses, con emociones, sufrimientos, hambre, incomodidad, calor y frío, así como con alegrías, risas y gratas sensaciones.
Se mueve, se enreda, patea y, sabiéndolo o sin saberlo, espera el momento de ser dado a luz.
Cuando un bebé nace es como si muriera, ya que ha de abandonar la vida a la que está acostumbrado para enfrentarse a otra vida nueva que desconoce por completo, y esa experiencia puede ser grata o convertirse en un trauma de por vida, ya sea por problemas en el parto, por el entorno, por la forma en que es recibido en el nuevo mundo, o simplemente porque pierde todo lo que tenía sin la posibilidad de volver atrás, a su tibia y confortable vida dentro del vientre.
Salir para no volver más
En el momento de la concepción, cuando se funden el óvulo con el espermatozoide, todo es potencia y energía, eclosión fantástica y casi milagrosa que también funde a las consciencias de alma y espíritu en el cigoto, con lo que la experiencia no es dolorosa, pero el parto sí puede serlo, incluso si se hace con el mayor cuidado posible, de forma sana y natural, con todos los avances técnicos y médicos de los que disfrutamos hoy en día.
A lo largo de la historia de la humanidad el parto ha sido considerado incluso como un riesgo vital, ya que muchas madres morían al parir, y muchos bebés morían al nacer o a los pocos días de haber nacido.
Los partos “seguros” son relativamente recientes, lo mismo que la baja en la tasa de mortalidad infantil, porque hasta hace poco menos de un siglo embarazarse era poner en peligro la propia vida, y las formas de recibir al recién nacido eran poco menos que salvajes.
En los países menos desarrollados, el parto sigue entrañando el peligro de muerte para la madre y para el recién nacido por más que se idealice o se piense románticamente en que el parto primitivo y natural es mejor que el parto moderno.
Nuestra forma de dar a luz, desde el punto de vista biológico, no es el mejor diseño de la naturaleza humana, ya que por donde cabe un limón debe de salir una sandía, y debe salir entera y sana aunque haya que desgarrar con fórceps el útero y la vagina de la madre.
El bebé debe salir de cabeza, presionando y empujando hasta que logra hacerse paso y salir al mundo, donde le cortarán el cordón umbilical, su unión materna y fuente de alimentación y respiración, para exponerlo a un mundo extraño.
Hoy en día hay varios métodos para ahorrar sufrimientos y peligros a las madres, como la cesárea (a mí me practicaron dos), así como para salvaguardar al recién nacido y procurarle una mejor bienvenida a este mundo.
Si ahora somos más de siete mil millones de seres humanos sobre el mundo, se debe en buena medida a que las madres y los bebés ya no mueren como moscas en la sala de parto, en su casa o colgadas de un árbol, y así miles de millones de almas y espíritus tienen la oportunidad que no tuvieron durante miles de años, la de nacer y la de experimentar los bienes y los males de esta vida.
La mortandad infantil ha descendido dramáticamente en los últimos setenta años, y la esperanza de vida también se ha doblado en muchos casos (en el siglo XIX llegar a los cincuenta años era llegar a viejo, y en el siglo XXI a los cincuenta años se goza de una segunda juventud), y ya no hay necesidad de parir seis o diez hijos para que sobrevivieran dos o tres.
Sin embargo y con todos los adelantos, el nacimiento sigue siendo un trauma, un paso difícil y arriesgado, y superar los primeros nueve meses de vida en este planeta sigue siendo un triunfo, porque durante ese tiempo el bebé debe adecuarse forzosamente a la vida terrestre añorando su anterior vida dentro del vientre.
No es nada exagerado asegurar que la primera muerte que experimenta un ser humano es su propio nacimiento, ya que debe abandonar su vida previa, separarse de su madre y encarnarse en su propio e independiente cuerpo de ahí en adelante.
El bebé es un espíritu encarnado que lo sabe todo
Una leyenda árabe cuenta que el bebé, desde que es concebido y a lo largo de los nueve meses de espera, lo sabe absolutamente todo, lo conoce todo. Sabe lo que es el universo, las estrellas y sus misterios.
Conoce el presente, el pasado y el futuro, porque sabe que son una misma línea, un todo donde dimensionalmente se dan una serie de eventos, los cuales también conoce.
Sabe de todas las artes y de todas las ciencias, de todos los libros escritos y por escribir. Conoce por tanto la Biblia al igual que el Corán, y todos los textos sagrados que en el mundo han sido y serán.
En el cerebro del bebé hay las suficientes neuronas para tener todo el conocimiento.
En el alma del bebé hay el suficiente espacio para todos los sentimientos.
El espíritu del bebé está conectado con el todo, por eso conoce los misterios de la vida, la muerte y los infinitos planos de la existencia.
El bebé tiene consciencia plena. Mientras se desarrolla y se prepara para el alumbramiento, contempla lo que será su propia vida en este planeta, mientras observa el resto del universo y reflexiona sobre su trascendencia.
Lo conoce todo, y a todos, en su esencia, materia y existencia. Nada se le escapa.
Justo cuando va a nacer, un ser de luz le toca los labios para que olvide y guarde silencio, y le dice amorosamente: “Tú que lo sabes todo, ahora tendrás que vivir, experimentar y aprender. ¡Aprende!”.
Pero, ¿dónde estamos antes de ser concebidos?
En el cielo.
En el limbo.
En las estrellas.
En un mundo paralelo.
En el más allá tras una muerte previa.
En el eterno continuo a la espera de manifestarnos físicamente dentro del samsara o rueda del destino.
En el alma de otro ser que eclosionará para dar lugar a mil vidas por lo menos.
En otro cuerpo, muerto o vivo, esperando ocupar el cuerpo de otra persona transmigrando nuestro espíritu.
En un sueño de Visnú.
Junto a uno de los seis mil dioses que pueblan las creencias de la humanidad.
Como materia dispersa en el espacio.
Como materia dispersa en este mundo.
Como energía.
Como subpartículas atómicas.
Haciendo cola y a la espera de que nos toque el turno de instalarnos en un ser en el momento de la concepción, como quien hace un viaje turístico.
En las residencias celestiales como ángeles caídos o no caídos.
En un paraíso.
En el mar de la vida.
En un gen egoísta que espera su turno para medrar y continuar existiendo a través de diferentes cuerpos.
En el todo.
En la nada.
En el estado intermedio.
En un tribunal celestial que nos ha condenado a esta vida dentro de la cárcel que es este planeta.
En un laboratorio que experimenta con nosotros.
En un programa de computación.
En una ilusión que da lugar a otras ilusiones como esta vida.
En la potencia creadora del cosmos.
En las páginas del libro del destino.
Simple y llanamente en la eternidad a la que volveremos muy pronto y de la cual venimos y vamos continuamente en las formas más increíbles, incluyendo la forma de seres humanos.
No lo sabemos a ciencia cierta, y es muy posible