El despertar de la bruja de hielo. Sara Maher

El despertar de la bruja de hielo - Sara Maher


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hombre se acercó a ella y la analizó como si fuera un ratón de laboratorio a través de sus gafas. Ella se revolvió en la silla y buscó refugio en la mirada de Iris.

      —Desde que puso un pie en la biblioteca, capté su energía descontrolada y abrasadora —continuó el anciano—. No, no tengo ninguna duda. Ambos progenitores eran brujos.

      —¿Mis padres biológicos? ¿Sabe quiénes son? —le preguntó con los ojos abiertos de par en par.

      —Querida niña, no tengo ni la más remota idea —le contestó con una excesiva elegancia—. Aunque cuento con muchos años a mis espaldas, no conozco a todos los brujos existentes.

      —Harry era hasta ahora el único brujo del monasterio —le aclaró Rafael—. Es nuestro experto en conjuros, maldiciones y poderes sobrenaturales.

      —Pero mi linaje no es puro —añadió este con una sonrisa pícara—. Mi madre era bruja, y mi padre, profesor de Literatura. Digamos que soy un brujo de letras. Ahora que soy viejo me dedico a labores de investigación a través de los libros y a resucitar conjuros perdidos en el tiempo.

      Ella lo miraba intrigada. Así que a eso se dedicaba un brujo: a pasar horas inmerso entre libros buscando respuestas. Arrugó el rostro, contrariada. No recordaba haber terminado en su vida un libro.

      —Pensamos —continuó Rafael— que Harry podría enseñarte algunas técnicas para controlar tu energía, y Edith podría intentar descubrir tus orígenes. Ellos te ayudarán a estar preparada por si la sombra vuelve a… por ti.

      —¿No es esto un lugar seguro? ¿Por qué iba a volver a por mí? —preguntó con acusado nerviosismo.

      —Sofía, a esa sombra nunca se le ha escapado una presa.

      Espiritus

      Caminaba junto a Iris, quien la conducía a través de los extensos pasillos mientras le narraba cómo se habían instalado en el monasterio y todo el trabajo que habían hecho para reformarlo. A pesar de poseer una arquitectura cisterciense que databa del siglo xii, sus instalaciones en el interior eran relativamente modernas. Estuvo activo hasta los años setenta, pero la despoblación sufrida en las décadas anteriores en las aldeas de los alrededores hizo que las monjas, sus últimas inquilinas, terminaran abandonándolo para integrarse en otros conventos. Había pocos feligreses, y aún menos donativos. Con el auge de los retiros espirituales, fue utilizado para recibir a muchos viajeros que buscaban relajación y una vida más austera; así, durante su alojamiento, se dedicaban a cultivar en el huerto, meditar, practicar yoga, senderismo y estar en contacto con la madre naturaleza. Casi mantenía su estructura original intacta a pesar de que las estancias habían necesitado una auténtica remodelación. La explotación hotelera finalizó cuando la crisis azotó todo el país, y los gerentes, incapaces de pagar a los acreedores, se proclamaron insolventes; así, de nuevo, el monasterio cayó en el olvido, al igual que todas sus infraestructuras.

      Rafael había conseguido transformar aquella inhóspita construcción en un hogar gracias a la ayuda inestimada del padre Carlos, quien había solicitado al obispado y a la comunidad autónoma los permisos pertinentes para su habitabilidad. Ella ignoraba cómo les habían otorgado la autorización; después de todo, no eran un grupo de monjes, como tampoco un puñado de ambiciosos empresarios ansiosos por atraer a personas de todo el mundo. Al expresar sus dudas por el motivo oficial de la reapertura, Iris le respondió con un guiño de ojo. Imaginó entonces que tendría que haber alguien poderoso al tanto de sus sobrenaturales aventuras.

      Tenía tantas preguntas… Cada vez que conseguía obtener alguna respuesta, le surgían diez más. ¿Cuándo iba a acabar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo debía permanecer allí? ¿Cuándo volvería a casa con sus padres? ¿Por qué la perseguía esa sombra? Solo existía una gran certeza: mientras ese ente oscuro siguiese allí fuera, ella estaría en peligro.

      —Vamos al pueblo —la informó Iris—. Te vendrá bien coger aire fresco y despejar las ideas.

       Con una sonrisa forzada, aceleró el paso y se dispuso a salir. La intensa claridad del día la deslumbró por unos segundos, y tuvo la extraña sensación de llevar semanas recluida. Iris le señaló un jeep negro, y ella fue fustigada por decenas de agujas que le atravesaron el estómago cuando distinguió a sus dos ocupantes. Sentados en la parte delantera, estaban los dos hermanos cazadores, ambos con gafas de sol oscuras, como si se tratase de dos matones mafiosos. Hugo, que estaba al volante, la ignoró descaradamente, mientras que Oriol le mostró una sonrisa poco convincente.

      Sofía, con una incomodidad que superaba su debilitada templanza, subió al vehículo. Durante el trayecto, fingió distraerse contemplando el paisaje a través de la ventanilla. Hugo mantenía una postura rígida, apenas hablaba, y se limitaba a contestar a las preguntas de Iris con monosílabos; en cambio, Oriol reía con desenfado y conversaba sin ningún tipo de censura. Examinó a sus obligados compañeros de viaje, y en ese instante suspiró resignada. Ella no encajaba en aquel grupo. Hugo, con su aspecto chulesco, no se desprendía de su chaqueta de cuero a pesar del calor sofocante. Oriol, de mirada enigmática, no parecía un campesino de la zona, ni siquiera se asemejaba a alguno de sus compañeros de instituto. Parecía más bien un rebelde osado que desprendía grandes dosis de picardía; aunque, claro, ella nunca había conocido a un cazador de fuerzas oscuras, y podría equivocarse. Y, por último, Iris, con sus cabellos azulados y esa energía tan desbordante como arrolladora. ¿Qué pintaba ella con aquellos chicos?

      Cuando el jeep por fin cogió el desvío de la derecha, descubrió un pueblo pintoresco asentado a la orilla de un río. Las fachadas blancas de las casas le donaban un halo inmaculado, mientras que sus tejados, a dos aguas, rompían su simetría con las gruesas chimeneas. Un centenar de casas se agolpaban en el centro junto a la iglesia, y otras tantas se dispersaban en la lejanía hasta desaparecer tras las colinas.

      —Bien, recordad las reglas —aclaró Hugo mientras aparcaba—: no confraternizar con la gente del pueblo, responder con evasivas si alguien pregunta, compramos lo que necesitamos y nos piramos. ¿Entendido? —Le dirigió una mirada inquisitiva a Sofía—. Oriol, tú te encargas de ella. Yo voy a la farmacia con Iris.

      Atravesó la calle casi persiguiendo al chico, quien corría más que andaba. Se adentraron en el empedrado de unas callejuelas estrechas y empinadas. Al llegar a la plaza, se sorprendió al ver una pequeña fuente atestada de ancianos que remojaban sus pies en ella. Las señoras más remilgadas combatían el calor con sus abanicos coloridos.

      —No nos tropezaremos con mucha gente hoy —le comunicó—. La mayoría están en el río disfrutando de esta tarde tan calurosa.

      —¿Adónde vamos? —se atrevió a preguntar tras largos minutos de silencio.

      —A una tienda no muy lejos de aquí —le respondió sin demostrarle ningún interés—. Tenemos que comprar alimentos, productos de limpieza, de aseo… Hugo se encarga de las medicinas.

      Doblaron la esquina y accedieron a una venta de pocos metros cuadrados. Los artículos estaban apilados sin demasiado orden, las escasas estanterías se encontraban atiborradas de productos hasta casi alcanzar el techo, y los que no encontraban su hueco, estaban desperdigados por el pavimento. Una joven pecosa se acercó a ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

      —Puntual, como siempre —soltó mientras se mordía el labio inferior—. Una vez al mes tenemos el placer de verte por aquí, y con un poco de suerte, como hoy, hasta dos veces.

      —Hola, Laura, ¿qué tal todo? —la saludó con rostro más que amable.

      —Podría ir mejor si te dejaras ver con más frecuencia. —La joven pelirroja se le insinuaba con descaro: le mostraba su dentadura casi perfecta y jugaba a enroscar un mechón de pelo con su dedo índice.

      Oriol le hizo una seña para que desapareciera, y ella obedeció de mal agrado. La estaba tratando como una mojigata, y eso la irritó hasta mostrar su desacuerdo con un sonoro bufido. Que no tuviera idea de sombras oscuras no implicaba que desconociera


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