El despertar de la bruja de hielo. Sara Maher

El despertar de la bruja de hielo - Sara Maher


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saltó a la parte delantera y se refugió en el asiento del conductor, mientras ayudaba a su madre a liberarla del cinturón presionando una y otra vez con fuerza el maldito botón rojo, que parecía haberse atascado. Un estremecedor alarido obligó a ambas a volver la vista al frente, y descubrieron que una densa niebla avanzaba con rapidez hacia ellas.

      No tuvo tiempo de gritar, ni siquiera de volver a mirar a su madre. En un suspiro, el coche había quedado sumergido en la bruma fantasmal. Buscó alarmada a su padre y a Cris, pero ya no lograba ver el exterior. De pronto, el coche comenzó a dar tumbos, y ella se aferró al volante. Luchaba para que su cuerpo no bailara de un lado a otro y por mantenerse inmóvil, pero las sacudidas eran cada vez más violentas. Su madre le ordenó que se agachara y que mantuviera la cabeza pegada a las rodillas, y ella obedeció, asintiendo varias veces. Cerraba los ojos cada vez que sentía un zarandeo, y al abrirlos, siempre comprobaba que su madre permanecía allí, agarrada al cinturón de seguridad. De repente, una cruenta sacudida provocó el estallido de las ventanillas del coche y una lluvia de cristales cayó sobre ella. Escuchó los gritos desesperados de su madre. Voces. Un chillido ensordecedor. Y, al fin, silencio. Sofía entreabrió los párpados, temerosa. Había hierros retorcidos y un tremendo olor a gasolina. En ese instante, vio dos ojos llameantes que se acercaban a ella.

      Cazadores

      Un intenso aroma a café reavivó todos sus sentidos, obligándola a abrir los ojos y a desperezarse sin ninguna apetencia. Se despertó en una pequeña habitación de gruesas paredes de roca gris. Tendida sobre unas mantas desgastadas, descubrió una diminuta bombilla que hacía enormes esfuerzos por alumbrar el lugar. Era la única decoración de un empobrecido techo. La estancia no era más acogedora: un camastro con soportes de hierro y un escritorio de madera destartalado. Debajo de la cama, halló estupefacta una escupidera. Desorientada y todavía dolorida, se dirigió a la puerta y trató de abrirla. Estaba cerrada con llave. Se encaminó entonces hacia la única ventana de aquel cuartucho, pero los gruesos barrotes impedían que lograse averiguar dónde se encontraba. Sin embargo, no albergaba duda alguna: aquello no era un hospital.

      El sonido creciente de unos pasos decididos la alertaron. Instintivamente, agarró la escupidera y se situó detrás de la puerta. Al abrirse, atisbó unas botas militares. Asustada, asió la escupidera con fuerza, para luego abalanzarse sobre el individuo que entraba en la estancia. Su secuestrador esquivó el golpe con suma destreza y estampó su maltrecho cuerpo contra la pared. Ahogó un grito de dolor mientras escudriñaba al tipo que la mantenía retenida. A pesar de que su mirada no parecía tan fiera, tenía una expresión dura. Sus ojos rasgados eran castaños, y poseían una misteriosa aureola dorada alrededor de las pupilas. Su cabello, también castaño, parecía sedoso y recién lavado, olía a miel con toques de limón y cubría sus orejas hasta acariciar su nuca. Presionaba su cuello sin ninguna dificultad mientras en la otra mano sujetaba la escupidera que le había arrebatado.

      —¿Pensabas matarme con esto? Es un arma interesante… —señaló con aire burlón—. Pero creo que solo conseguirías provocarme arcadas. —Por fin, relajó el brazo y lo apartó de su garganta. Ella respiró aliviada—. ¿Vas a seguir pegada a la pared sin decir nada o prefieres acompañarme? —Le guiñó un ojo con descaro y abandonó la estancia. Sofía lo miró reticente—. Como quieras…

      Dudó unos instantes. Ignoraba quién era y por qué había decidido retenerla bajo llave, pero si quería descubrir dónde se encontraba y qué le había sucedido a su familia, debía seguirlo.

      Avanzó insegura por un ancho pasillo poco iluminado, tratando de imitar las enormes zancadas que él marcaba. Analizó mejor al secuestrador. No era mucho mayor que ella, rondaría los dieciocho o diecinueve años. Llevaba unos vaqueros desgastados y una sencilla camiseta negra. Se ruborizó al comprobar cómo esta marcaba su ancha espalda, y sonrojada desvió la mirada al suelo. Él giró a la derecha y bajó unos gruesos peldaños de piedra, adentrándose de nuevo en otro pasillo, hasta que por fin tocó con los nudillos una puerta rojiza. Sofía accedió detrás y, al hacerlo, descubrió sorprendida una amplia biblioteca iluminada. El centro de la sala estaba despejado, únicamente decorado con una alfombra en la que pudo distinguir la figura de la diosa Diana sobre un bosque oscuro. Dos estanterías repletas de libros ocupaban los laterales, y tres estrechos peldaños situados a la izquierda la invitaban a subir a un falso piso superior, también embellecido con estantes antiguos que custodiaban con vehemencia pergaminos, manuscritos y otros libros que se le antojaron arcaicos. Al fondo de la estancia, tres hombres mantenían la mirada clavada en ella. Incómoda ante tal escrutinio, no pudo evitar tragar saliva cuando se detuvo frente a ellos.

      El mayor estaba sentado tras una enorme mesa repleta de papeles. Debía rondar los cincuenta, aunque su piel curtida por el sol hacía que aparentase más edad. Decenas de arrugas se arremolinaban alrededor de unos ojos desolados y llenos de hastío. A su derecha, un hombre corpulento y con una barba descuidada descansaba sus manos sobre su cinturón de munición. Detrás de estos, apoyado en una de las repisas, un chico moreno de intensos ojos verdes mostraba sin ningún reparo su desagrado ante su presencia.

      —Bienvenida. Soy Rafael Álvarez. —El violento silencio fue roto por la voz profunda del hombre mayor.

      —¡¿Dónde están mis padres?! ¡Quiero verlos ahora! —exigió con una tímida valentía.

      —Tu familia está bien. No debes preocuparte por ellos ahora —le confirmó él con una tranquilidad pasmosa.

      Lo miró de forma interrogante. No era la respuesta que esperaba. Necesitaba abrazarlos, comprobar que no habían resultado heridos y que esa sombra oscura se había alejado de ellos finalmente.

      El joven de los ojos verdes abandonó la posición de reposo y, acercándose a la mesa, la fulminó con su intensa mirada.

      —¡Deberías estarnos agradecida, mocosa! —exclamó mientras golpeaba la madera con el puño.

      Rafael, con un pequeño gesto, hizo callar a aquel joven, que se le antojaba un presuntuoso, y se retiró unos centímetros del escritorio. Sorprendida, Sofía comprobó que se encontraba anclado en una silla de ruedas.

      —Estás en un viejo monasterio, a unos veinte kilómetros del pueblo más cercano. Todos los aquí presentes somos cazadores. A Oriol ya lo conoces… —Sofía observó de reojo al chico que casi había golpeado con la escupidera—. Este gigantón de mi derecha es León. Y el que no para de refunfuñar es Hugo. Anoche, ellos te salvaron.

      Todavía perpleja, los examinaba uno por uno. ¿Unos cazadores la habían ayudado? ¿Y por qué no la habían llevado a un hospital? ¿Por qué la retenían? Buscaba en sus miradas poco transparentes respuestas que aclarasen su confusión.

      —Creo, papá, que es un poco cortita. —Hugo avanzó hacia ella y tiró de su colgante con fuerza—. Cazamos bestias. Tú nos llamaste. Mejor dicho, tu talismán.

      —¡Estáis todos locos! —exclamó enojada mientras apartaba la mano del atrevido cazador de la esfera metálica—. ¡Yo me voy de aquí!

      —¡¿Locos nosotros?! —le espetó, visiblemente irritado—. A ver, listilla, ¿qué fue lo que te atacó anoche?

      Ella ignoró el comentario, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta, pero Oriol la detuvo sujetándola por el brazo.

      —¿Y adónde vas a ir? —le susurró con voz dulce y calmada—. Nosotros podemos protegerte. Esa sombra no parará hasta que te encuentre.

      Un profundo aguijón le perforó las entrañas al escuchar cómo dejaba escapar de sus labios carnosos la palabra «sombra». Lo había hecho con convicción, con absoluto conocimiento de que su existencia era innegable y la insólita certeza de que solo ellos podrían destruirla. Dejó de resistirse y volvió la mirada hacia el hombre de la silla de ruedas. Continuaba ignorando cómo unos cazadores furtivos conocían la existencia de ese ser oscuro y cómo podrían ayudarla, pero pensó en darles una oportunidad para explicarse.

      —Mi


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