El despertar de la bruja de hielo. Sara Maher
nuevo la mirada sobre él, y allí continuaba la mujer, sujetando el pañuelo con sus largos y finos dedos. De repente, alzó elegantemente la cabeza y la miró. Sofía sintió que se mareaba. Esa mujer le suplicaba con ojos compasivos, como si quisiera que la ayudara. ¡Existía! ¡Ella la veía! ¿Qué demonios estaba pasando?
Corrió hacia el interior del castillo sin volver la vista atrás. Podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón. Bum, bum, bum… Apenas podía respirar; la laringe se le estrechaba y el pecho la oprimía. Escuchaba a su madre llamarla con insistencia, pero no se detuvo. Entró en el salón y buscó la salida. Tenía que escapar del castillo. Ese sitio estaba volviéndola loca.
De repente, una figura apareció ante ella y Sofía frenó su carrera. Era la misteriosa camarera de la cofia blanca. Al examinarla de cerca, reparó en su extrema palidez. Sus labios apenas tenían color y sus ojos eran opacos, como dos piedras negras carentes de brillo colocadas en su rostro a la fuerza.
La camarera acercó su boca a la oreja de la chica y le susurró:
—¡Algo oscuro se acerca! ¡Vete de aquí!
2
Sombra
Sofía abrió lentamente sus ojos índigos y, para su sorpresa, descubrió que se encontraba en la habitación. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Trató de incorporarse y se presionó las sienes con las yemas de los dedos. Le dolía de nuevo la cabeza y le costaba mantener los párpados abiertos. Ignoraba cuánto tiempo llevaba acostada en la cama, pero imaginó que debía ser demasiado, ya que tenía el cuerpo molido y la espalda entumecida. Divisó a su padre caminando de un lado a otro mientras hablaba por el móvil. En cuanto la vio incorporarse, corrió hacia ella.
—Hola, dormilona, ¿cómo te encuentras? —Su tono cariñoso la hizo sentir todavía más vulnerable—. Te has desmayado.
—No recuerdo mucho… —contestó, todavía confusa.
—He hablado con un médico del pueblo y lo he convencido para que venga a verte al hotel. Me ha dicho que la fiebre puede haberte causado el desmayo.
—Papá, no me gusta este sitio —le confesó con apenas un hilo de voz—. ¡Quiero irme! ¡Pasan cosas raras!
Él le lanzó una mirada compasiva que la hizo sumirse aún más en un profundo pesar. A continuación, apretó los labios y aguantó la respiración unos segundos. Tras un largo suspiro, habló con un nudo que le oprimía la garganta:
—Tu madre me ha contado que has tenido alguna que otra alucinación. No debemos preocuparnos por ello. —Hizo una pausa mientras meditaba sus palabras—. Puede que se deba al mismo estado febril de las últimas horas o algún tipo de estrés. Si tenemos en cuenta que tú no querías venir con nosotros…
—¡No, no, no! —Trató de ponerse de pie; tenía que convencerlo—. Papá, había una mujer de blanco en el patio. Y la camarera me dijo que algo maligno se acercaba.
—¿Qué camarera? ¿De qué estás hablando?
—Tienes que creerme. —Comenzaba a alterarse—. Tenemos que irnos de aquí. ¡Quiero irme!
—Tranquila, no va a pasar nada. El médico vendrá a verte. —La devolvió a la cama y la arropó de nuevo—. Seguro que no es nada grave. Si nos dice cualquier cosa a tener en consideración, volveremos a casa. —Arqueó las cejas, esperando a que respondiera, pero ella guardó silencio; no le quedaban fuerzas para discutir—. Volveremos. Te lo prometo. Ahora tienes que descansar.
Lo miró con ojos suplicantes, pero él se limitó a regalarle un beso en la frente, acariciar sus mejillas y jurarle que regresaría enseguida. En cuanto su padre salió, apoyó los pies en el suelo. Llevaba el mismo vestido azul con el que había bajado a la cafetería. Se acercó a la puerta y escuchó la voz de su madre en el pasillo. Giró entonces con mucho cuidado el pomo y la abrió unos pocos centímetros. No podía ver el rostro de su padre, que se encontraba de espaldas a ella, pero su madre sacudía la cabeza mientras contenía las lágrimas.
—Puede que esté fingiendo, intentando llamar nuestra atención… —se lamentaba con voz entrecortada—. No me malinterpretes, Roberto. Prefiero que sea eso a que tenga una enfermedad rara. ¡Dice que ve cosas!
—No vale la pena pensar en esto ahora; no hasta que le hagan las pruebas oportunas.
Sofía cerró la puerta y apoyó la espalda en ella, percibiendo el amargo frío de la madera que la separaba de sus padres. No podía evitar sentirse culpable, ni siquiera ella misma sabía lo que le estaba pasando. La niebla, la mujer de blanco, la camarera… ¿Podría ser todo producto de la fiebre? Tenía que ser eso, porque no estaba loca. Contuvo las lágrimas que querían escapar furiosas al considerar semejante insinuación. ¡Estaba cuerda! Quizá fuese el castillo, que estaba embrujado. Debía ser eso. Lo había visto en las películas. Esas cosas podían ser reales. ¡Porque a ella no le sucedía nada malo! Apretó los puños con decisión, convencida de que, si volvía a casa, toda esa pesadilla acabaría.
Su madre irrumpió en la habitación visiblemente nerviosa. Se había secado las lágrimas, pero sus ojos continuaban enrojecidos.
—¿Qué haces levantada y caminando descalza? —la increpó, dejando escapar una cansina exhalación—. Anda, vuelve a la cama. —Obedeció sin rechistar—. ¿Quieres ponerte algo más cómodo? ¿Algo más abrigado?
Elena había abierto el armario y rebuscaba entre su ropa con las manos temblorosas mientras procuraba mantener un semblante firme. Sofía había olvidado lo enérgica y protectora que se volvía su madre ante una situación estresante.
—No te preocupes, mamá, ya buscaré yo algo que ponerme —le dijo al comprobar que prácticamente había desmantelado todo el armario—. ¿Dónde está Cris?
—Jugando a ese chisme en nuestra habitación. —Ella sonrió para sus adentros. Su madre seguía siendo incapaz de usar la palabra «consola»—. Tu padre ha ido a buscarte algo de comer. Le he dicho que fuera algo ligero. Así tu estómago no se resentirá.
—No tengo mucho apetito —le confesó, a sabiendas de que ignoraría su petición.
—Son ya las tres de la tarde. Tienes que intentar probar algo, aunque sea una sopa caliente —insistió—. Si no estás fuerte, no podrás recuperarte, ¿lo entiendes? —Ella asintió varias veces—. Ahora voy a echarle un vistazo a tu hermano.
Se encaminó hacia la puerta, bajo la atenta mirada de Sofía.
—Mamá, yo no quería arruinar las vacaciones…
Ella se volvió y le sonrió con dulzura.
—Lo sé, cariño, lo sé…
En cuanto desapareció, Sofía volvió a levantarse e investigó en el armario. Buscaba algo cómodo que ponerse, y al final se decidió por unos pantalones piratas marrones y una camiseta verde. Continuaba el calor, y se encontraba mejor, ni mareada ni extremadamente cansada. Aun así, no quería disgustar más a su madre, por lo que volvió a la cama. Se cubrió las piernas con una manta ligera, dejando libre las caderas, y encendió la televisión, decidida a entretenerse con cualquier programa que estuvieran emitiendo en ese momento.
Estaba jugando con el mando a distancia cuando notó una pequeña quemazón en el pecho. Curioseó por debajo de la camiseta y descubrió alarmada que el talismán centelleaba alterado. Brincando, intentaba desprenderse del cordón que lo mantenía sujeto. Sofía se situó rápidamente delante del espejo del tocador. Se quitó la camisa y confirmó que tenía toda la zona del tórax enrojecida. Tanto el cordón como la esfera ardían, y el brillo del metal era cada vez más intenso. Entonces, examinó espantada su rostro en el espejo. Una aureola comenzaba a perfilarse alrededor de sus cabellos, y sus ojos añiles parecieron aclararse tanto que pensó que llegaría a perderse en ellos. De repente, atisbó por encima del hombro derecho una silueta tan oscura como el carbón