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poder para salvar a su familia antes de que sea demasiado tarde.

       Ganadora del premio Blackwell’s Children Book of the Year

      «Este precioso relato sobre el valor, el amor entre hermanas, despedidas y nuevos comienzos es un libro que todo el mundo debe leer.»

      Jessie Burton, autora de La casa de las miniaturas

      «Kiran tiene gran habilidad para crear imágenes poéticas, pero lo que hace que esta sea una historia memorable es el emotivo retrato familiar que esboza.»

       The Guardian

      «Más allá del invierno es una cautivadora novela de aventuras […]. Sin duda, su mejor obra hasta la fecha.»

       The Bookseller

       Para N y para mi hermano John, los más valientes.

Parte 1

      1. La casa del bosque de Eldbjørn

      Fue un invierno del que se contarían cuentos. Un invierno que llegó tan de repente que dejó a los pájaros pegados a las ramas y sumió a los ríos en una helada tan intensa que la espuma se congeló y se dispersó como nubes de cristal sobre las tranquilas aguas. Un invierno que llegó y nunca se fue.

      Pasaron tres años, después cinco. La gente hablaba de maldiciones y ofrecía rezos y promesas. Culparon a los magos, a sus vecinos, a los jarlar que gobernaban los pueblos y ciudades. Pero la culpa no hizo desaparecer el invierno y pronto ya nadie recordaba otro calor que no fuera el del fuego ni otro verde que no fuera el del tono plateado de los abetos.

      Los carros se cambiaron por trineos, los caballos finos perdieron su valor hasta que fueron sustituidos por ponis de montaña, cachorros de husky chillones u otros animales que conocieran la nieve. Los osos cayeron en una hibernación perpetua, y los lobos se escabulleron entre las sombras del vasto bosque. Algunos se marcharon de las tierras heladas, pero la mayoría se quedaron y, como siempre hacen las personas, cambiaron para adaptarse a un mundo distinto.

      Los cuentos también se modificaron. Se acabaron las historias sobre miel y abundancia: los relatos se transformaron en advertencias, tan mordaces como las picaduras de las abejas. Los gansos de fuego que cargaban con el sol sobre la espalda en verano se convirtieron en cisnes de hielo que arrancaban de un mordisco los dedos expuestos de las manos y los pies. Las ninfas del río se volvieron doncellas de hielo que acechaban en el fondo de los lagos congelados mientras esperaban para hundir a los niños rebeldes. Las voces melancólicas hablaban de islas mágicas donde esperaban la primavera y cascadas de oro que caían sobre charcos de luz del sol, pero estos lugares siempre estaban muy lejos, más allá del horizonte congelado.

      En el quinto año de invierno, mientras su dominio de los pueblos de los ríos del sur y de las ciudades de las montañas del norte se hacía cada vez más fuerte, una nueva oleada de frío desplegó sus redes sobre las familias que vivían en las zonas más remotas del territorio.

      En una casita escondida en un pequeño rincón del bosque cubierto por completo de nieve, tres hermanas y un hermano discutían sobre un repollo.

      —Por favor, no lo hiervas otra vez, Sanna —suplicó Pípa, la más joven. Estaba sentada, tiritando, a la vez que se cubría las orejas heladas con las manos y le temblaban los labios mientras contemplaba la verdura arrugada y de hojas duras—. Lo hemos comido hervido toda la semana.

      —No voy a dejar que una cría que ni siquiera es lo bastante mayor como para que se le otorgue un nombre me diga qué hacer —replicó Sanna, como haría una mujer supersticiosa que triplicase sus diecisiete años de edad, pues Pípa solo tenía siete. Todavía faltaba un año para que estuvieran seguros de que el mal de ojo no había caído sobre ella y entonces concederle su verdadero nombre—. Además, así es como más provecho se le saca.

      Se levantó con el cuchillo en la mano para buscar el mejor punto por donde cortar un repollo especialmente duro y escaso.

      —También se le puede sacar el jugo —sugirió Mila, esperanzada, sin querer hacerse eco del lloriqueo de su hermanita—. Si lo freímos…

      —¿Y gastar leña para que esté lo bastante caliente? —regañó Oskar desde el rincón más alejado de la chimenea—. Lo mejor es hervirlo. Madura, Pípa. Me he cansado de tanto labio tembloroso.

      —Déjala en paz, Oskar —dijo Mila mientras abrazaba a Pípa y miraba a su hermano mayor con el ceño fruncido.

      Había cambiado mucho desde que su padre se fue; se había convertido en un desconocido. Ahora solo abría la boca para dar las gracias a Sanna, la mayor de los hermanos, por la comida que le preparaba todas las mañanas antes de salir al exterior, con la nieve hasta las rodillas, para comprobar las trampas. O para regañar a una de sus hermanas pequeñas.

      Mila tomó los dedos congelados de Pípa y les sopló para calentarlos con su aliento.

      —Ven aquí, Pípa, no molestemos a Sanna, sabe cómo cocinar un repollo.

      —¡Por supuesto! —exclamó Sanna que, tras localizar el punto más débil de la verdura, bajó el cuchillo con un satisfactorio golpe seco—. Hervido, entonces.

      Fuera, uno de los perros ladró. Mila supo que era Dusha porque tenía la voz más aguda que la de su hermano, más chillona y obstinada, como la de Pípa. Poco después, se le unieron los aullidos estridentes de Danya.

      —¡Malditos perros! —siseó Sanna—. Oskar…

      Pero Mila ya se había levantado y recogido sus botas forradas de piel junto a la chimenea.

      —Ya voy.

      Se puso la capa rojiza y se envolvió el pelo castaño con la piel de zorro. Antes de que abriera la puerta, alguien llamó dos veces y luego otras dos, con un ritmo alegre con el que la familia se había familiarizado en los últimos meses.

      —¡Espera! —gritó Sanna, pero Mila le sonrió con picardía y abrió la puerta.

      Su hermana maldijo en voz alta y removió las cacerolas para buscar la de cobre, que a veces usaban como espejo.

      Había un poni de montaña atado al poste del patio y un chico en la puerta. Tenía la edad de Sanna y era tan alto como Oskar, con la cara regordeta y atractiva y el pelo rubio, mientras que todos los Orekson eran morenos. Se sonrojó cuando vio la sonrisa burlona de Mila.

      —¿Otra vez por aquí, Geir? —le preguntó—. No sabía que esta semana habíamos enviado cuchillos para afilar.

      —Solo uno —respondió el joven mientras Sanna se deslizaba detrás de Mila, que miró a su hermana mayor desde debajo de la piel de zorro y arqueó las cejas.

      Sanna se había soltado el pelo y pellizcado las mejillas para darles un tono rosado. Hasta se había mordido los labios para tratar de enrojecerlos y se había arrancado un poco de piel en el de abajo en el intento. Apartó a Mila de en medio con un tirón del brazo.

      —Hola, Geir —dijo con la voz algo ronca, como si estuviera resfriada.

      —Hola, Sanna —la saludó con voz aguda.

      Mila bufó y se marchó de vuelta a la cocina. Cerró la puerta para que no se fuera el calor. Ya se habían acostumbrado a los patéticos intercambios que apenas podían considerarse conversaciones entre su hermana y el afilador de cuchillos de Stavgar.

      Oskar levantó la vista mientras cortaba el repollo de Sanna con el cuchillo de caza. El mango tenía tallado un elaborado diseño que imitaba unas raíces enredadas y la hoja era gruesa, más apta para cortar cuerdas que verduras.

      —¿Otra vez Geir?

      —Sí —contestó Mila y puso


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