Más allá del invierno. Kiran Millwood Hargrave
de un alce o un lobo, demasiado grandes para ser de cualquiera de los dos, que rodeaban la parcela y desaparecían por un lateral de la casa…, hacia el norte.
—¿Se han ido todos? —preguntó Pípa, que intentaba asomarse desde detrás de su hermana. Mila asintió y tragó saliva. No entendía por qué Sanna no le dejaba ir en busca de Oskar. Pípa se apoyó en su cintura—. ¿Puedo vestirme más tarde? ¿Cuando vuelva Oskar?
Mila asintió.
—Empezaremos por la despensa. Nos pondremos con la cocina después de desayunar, cuando haya vuelto.
Pero, después de dejar los juncos en la despensa, la cocina y el pasillo, Oskar seguía sin haber vuelto.
—Se habrá ido a comprobar las trampas —dijo Mila, más para consolarse a sí misma que a Pípa.
—¿Sin desayunar?
—Pues a la frontera y…
—¿Sin Danya? —la interrumpió Sanna—. Nunca va al bosque sin ese perro. Se ha marchado con ellos.
A Mila le dieron ganas de zarandearla.
—¿Qué? ¿Acaso no es evidente? —dijo Sanna, hablándole como si fuera una niñita estúpida—. Se ha marchado con ellos.
—¿Por qué haría eso? No, no lo haría —replicó Mila, que de pronto tenía mucho calor.
—¿Por qué no? ¿Quién no elegiría vivir aventuras en lugar de cuidar de tres hermanas? En lugar de… ¿cómo dijo que nos había llamado aquel hombre? Un castigo.
—Oskar nos quiere —protestó Pípa, a quien le temblaba el labio inferior—. Nunca se marcharía.
Sanna soltó una carcajada.
—Sí, claro que nos quiere, igual que nos querían papá y mamá.
—¡Sí que nos querían! —gritó Mila al sentirse como si le hubieran dado un puñetazo.
Pero Sanna la fulminó con la mirada.
—Papá nos quería tanto que nos dejó. Se fue y nunca miró atrás. Y Oskar ha hecho lo mismo.
A Mila le costaba respirar, hasta le dolía hacerlo. Nunca hablaban de la marcha de papá, de cómo se levantó temprano en el aniversario de la muerte de mamá y salió al frío sin gorro ni capa.
—Eso no lo sabes. Oskar dice que papá nos quería, solo que a mamá la quería más. No soportaba vivir aquí sin ella.
—¡Ella ya se había ido! —Sanna se puso en pie y gritó. Escupió algo de saliva al hablar y Mila miró nerviosa a Pípa. Mamá había muerto al dar a luz a su hermana pequeña y siempre procuraban no hablar del tema—. Quiso seguirla, pero ya llevaba años muerta. Prefirió dejar a su familia en manos del caprichoso de nuestro hermano, que ha salido huyendo en cuanto ha tenido una oferta mejor.
Mila tenía cada vez más calor y le cosquilleaban las manos. También se levantó.
—No se iría. Se lo habrán llevado.
—No he oído ningún forcejeo. No hay signos de que hayan forzado la puerta ni sangre en la nieve —dijo Sanna con la respiración entrecortada—. ¿Tú has visto algo?
—Había algo raro en el hombre que los guiaba, algo malo. —Mila recordó que sus pies no se hundían en la nieve y cómo hizo callar a los perros con un solo gesto—. Algo peligroso.
—A lo mejor, donde tú viste peligro, Oskar vio emoción —dijo Sanna, más tranquila. Se levantó con los hombros caídos y se clavó las uñas en las palmas—. No le culpo. Si fuera un hombre, también me marcharía. Saldría por esa puerta y no volvería nunca.
Mila se quedó sin aliento. Pípa corrió y se aferró a las faldas de su hermana mayor.
—No te vayas, San.
Sanna la apartó con dureza y soltó otra risa amarga.
—No lo haré. —Levantó la vista y los ojos le brillaron por las lágrimas—. No tengo ningún sitio adonde ir.
Se puso la capa sobre los hombros y al cabo de unos segundos, oyeron un portazo y los ladridos de los perros. Mila sabía que había ido a sentarse con ellos en el cobertizo. Era lo que todas hacían cuando estaban disgustadas.
Tuvo la sensación de que el suelo se había convertido en nieve blanda bajo sus pies y se sentó en el banco. Pípa lloró en silencio y la atrajo a su regazo para mecerla con cariño.
—¿Se va a marchar? —preguntó la pequeña entre hipidos.
—No, solo ha ido a enfurruñarse con los perros. ¿No los oyes lloriquear con ella? —dijo Mila, con la voz más alegre que pudo fingir.
—Entonces… —empezó Pípa—. ¿De verdad crees que Oskar nos ha dejado? ¿Volverá?
Mila enterró la cara en la gruesa trenza de su hermana mientras pensaba.
—Iré a buscarlo. No tardaré si me llevo a los perros. Miraré donde las trampas y el árbol corazón. A lo mejor está herido o… —Tragó saliva—. Volveré antes de que oscurezca si salgo ya.
—¿Puedo ir contigo?
—De eso nada. —Le dio una palmadita en la pierna para que se levantara—. Será mejor que le diga a Sanna que me voy.
Se envolvió en la capa y se puso el gorro. Se detuvo un momento, antes de tomar las prendas de Sanna también, aunque hubiera preferido dejar que se congelase, por mala. Le dio a Pípa otro abrazo rápido y salió en dirección al cobertizo de los perros.
Era una estructura baja con el tejado de paja, siempre cálida, incluso en invierno. En uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre, la recordaba tomándole el pelo a papá: «Mimas demasiado a esos perros. ¡Está mejor construido que nuestra casa!». En parte, era verdad: todos los huecos de las paredes estaban cubiertos con paja para protegerse mejor contra el viento y el techo tenía doble grosor. Mila respiró hondo antes de entrar e inhaló el agradable olor a galletas para perro, reconfortante incluso en los momentos más tristes.
Sanna estaba acurrucada en una esquina, con Danya tumbada en el regazo y Dusha a su lado. A Mila se le pasó un poco el enfado al ver a su hermana mayor, siempre serena, tan triste bajo los animales.
—Me voy al árbol corazón y a comprobar las trampas.
—¿Para qué? —dijo Sanna mientras retiraba la mano de la barbilla de Danya. El perro gimió como protesta y la empujó con el hocico.
—Se ha ido, Mila. Igual que papá. —Sacó algo de la bolsa de piel de venado que llevaba en el cinturón—. Encontré esto en la puerta cuando salí a por nieve.
Sostenía el anillo de su padre: un aro de bronce mate con un enorme granate, apagado y liso por el desgaste de años de uso. Mila lo levantó, casi sin respiración.
Su madre le había regalado aquella piedra que había extraído de la mina en la que trabajaba en Bovnik cuando él le pidió matrimonio. Mila recordaba con claridad a su padre jugueteando nervioso con el anillo después de encender la mecha en un plato de grasa de ciervo fría en el aniversario de la muerte de su madre. «Para iluminar su recuerdo».
Le invadió una terrible tristeza que envolvió la preocupación que sentía por Oskar, como una pesada red que atrapa a un banco de peces asustados. «Papá». Su cara ancha y barbuda, sus pulgares acariciando el granate y frotándolo para darle brillo, sus ojos azules como el hielo llenos de desesperación…
Al día siguiente, se había ido. Oskar llamó a sus hermanas y corrió al bosque nevado. Volvió casi un día después, con el anillo en la mano, lleno de arañazos y llorando. «Se ha ido. Se ha ido». Cuando se calmó, les contó que había recorrido todo el bosque.
«Lo encontré junto al árbol corazón», les dijo y abrió la mano para enseñarles el anillo, que le había dejado marcas en la piel.