Más allá del invierno. Kiran Millwood Hargrave
de miedo.
«¿Qué pasa?».
«No estaba allí. No podemos volver nunca al árbol corazón», dijo con la voz tan apagada como sus ojos. «Prometédmelo».
Todas lo hicieron. Entonces, como si quisiera mantenerlos atrapados en el horrible recuerdo de aquel día, el invierno se alargó. Como si papá se hubiera llevado con él la primavera y los hubiera abandonado al frío.
—¿Mila?
La chica sintió que el miedo le bloqueaba la garganta mientras alternaba la mirada entre la cara de Sanna, con los mismos pómulos altos y ojos que papá, y el anillo. Se apartó y negó con la cabeza.
—Oskar no lo habría dejado. A lo mejor se peleó con ellos. A lo mejor se le cayó del dedo y…
Sanna esbozó una sonrisa triste.
—Estaba delante de la puerta, Mila. Lo dejó ahí para que lo encontrásemos. Es un mensaje.
Mila negó con más fuerza y las orejeras del gorro le bailaron. Sin embargo, al mismo tiempo, sintió que la duda le crecía en la base del estómago. La aplastó y la ignoró, e intentó aparentar seguridad al hablar.
—Voy al árbol corazón. —Le tendió el anillo, la capa y el gorro—. Me llevo a los perros, así que necesitarás esto para no coger frío aquí fuera.
Sanna suspiró, se guardó el anillo en la bolsita del cinturón y le dio un empujoncito cariñoso a Danya para levantar al animal. Se puso en pie y recogió la capa.
—Voy contigo.
—¿Y Pípa?
Sanna dudó un segundo, como si se hubiera olvidado de que ahora solo eran tres.
—Ve a buscarla. Trae también algo de comida. Ataré a los perros.
Mila soltó el aire que había aguantado inconscientemente. Aunque le encantaba el bosque, no le emocionaba la idea de pasar el día recorriéndolo sola. Mientras volvía hacia la casa, echó un vistazo a las huellas que la rodeaban, y más allá, hacia los alerces. Desnudos y pálidos como huesos, se agitaban con el viento helado y parecían mirar atrás.
5. Las trampas
Mila tenía las mejillas heladas y el frío se le metía por la garganta y la nariz con cada respiración. Dusha y Danya lo hacían bien, las arrastraban deprisa por la nieve, impulsados por una preocupación enérgica que Mila también sentía bajo la piel: un burbujeo oscuro, como un escupitajo de carbón caliente. Sanna y ella mantenían el ritmo, empujaban con los pies en la nieve para ayudar a los perros, se agachaban e impulsaban a la vez.
El trineo avanzaba tras los perros. Estaba hecho de abedul claro y sin pintar; Oskar había renovado la plancha en la parte inferior de los rieles el mes anterior. Los dejó tan afilados que se cortó. Había dos barras de dirección, una delante y otra detrás, con tablas a las que subirse. Pípa iba sentada en el asiento de piel de foca, con las trenzas volando, mientras que Sanna y Mila iban en la parte de atrás para mantener mejor el equilibrio y sujetar las riendas sin tensarlas.
Pasaron por las primeras cuatro trampas sin reducir la velocidad: tres de ellas eran trampas de red para liebres bajo un ligero manto de nieve y hojas con el cebo congelado y la otra era una trampa con foso a la altura adecuada para los zorros, que eran demasiado listos para pisar el suelo removido. Oskar cazaba cada vez menos, y Mila recordó lo que había dicho el hombre: «A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente». Tembló.
Su padre puso las trampas tan rectas como le permitieron los árboles, un camino directo a su lugar favorito, y Mila se imaginó a Oskar corriendo para comprobarlas, adentrándose cada vez más en el bosque. Pero ahora no estaba allí y no había ningún indicio de que hubiera estado desde la nevada de la noche anterior.
Se mordió el interior de la mejilla. No veía muy bien el rostro de Sanna, pero sabía que estaba en tensión y con los labios apretados. Le hubiera gustado deslizar la mano por la barra para agarrarle la suya, pero no quería correr el riesgo de caerse. Además, seguía enfadada con ella por pensar que Oskar se había marchado por voluntad propia y por decir que, si pudiera, ella también se iría.
Sintió una punzada de amargura en el estómago mientras se agachaba para esquivar una rama baja que se le enganchó ligeramente en el gorro antes de soltarlo con un silbido. Pasaron media docena más de trampas de red y dos con foso antes de que el bosque se volviera más espeso. La palidez del cielo se redujo poco a poco hasta desaparecer del todo en algunos tramos, escondido tras las apretadas ramas.
Recordaba una primavera lejana, antes de que Pípa naciera, antes incluso de que le dieran su nombre verdadero, en que recorrieron ese mismo camino. Su padre se la cargó a la espalda y las hojas le rozaron la cabeza. Pasaron entre un muro de troncos muy juntos hasta llegar a un gran abedul: el árbol corazón. Había crecido de forma extraña, más parecido a un roble, tan ancho como su casa y tan alto, desde la perspectiva de Mila, como el cielo. Sus hojas formaban un manto sobre sus cabezas y el suelo estaba cubierto por una alfombra de musgo. Las flores silvestres crecían donde alcanzaba el sol, como manchas brillantes de rojo y violeta con olor a miel.
Papá la dejó en el suelo con cariño.
«Te echo una carrera».
Todos escalaron muy alto, sin aliento y entre risas. Oskar y Sanna subían deprisa sin ningún cuidado. A Mila le latía el corazón con fuerza, pero no tenía tanto miedo porque mamá estaba cerca. Era un árbol perfecto para escalar, los surcos de la corteza eran suaves, pero sólidos, y la mano le encajaba a la perfección.
Cuando llegaron arriba, solo se veía el bosque; un mundo entero de madera y hojas enmarañadas. Nunca había sido tan feliz.
«Este es el lugar más especial del bosque —le contó mamá—. Todos los demás árboles crecen a partir de este. ¿Ves cómo se arremolinan a su alrededor, como la cáscara de un caracol, para protegerlo? —Mila se dio la vuelta despacio y siguió la espiral con la mirada hasta perderla de vista—. A cambio, los protege y se asegura de que el bosque sea fértil».
«Bjørn vive aquí», dijo Oskar mientras pellizcaba a Mila en el brazo.
«Esperemos que no tenga hambre», bromeó Sanna y le pellizcó el otro brazo.
«Dejad tranquila a vuestra hermana», los regañó papá con un suspiro.
Mila se estremeció mientras miraba a su alrededor.
«Pero hemos cogido savia, ¿no creéis que se enfadará?».
«Solo tomamos lo que necesitamos», la tranquilizó mamá.
Pero no la convenció.
«Bjørn no mata de verdad a los que dañan el árbol corazón, solo es una historia, ¿verdad?».
«Las historias no son más que una forma diferente de contar la verdad —dijo mamá—. Solo haría daño a alguien para proteger el bosque. Sea como sea, el árbol corazón es precioso. Si sufriera algún daño, el bosque moriría».
«Y tendríamos que irnos», añadió papá con tristeza, y Mila se apoyó en él.
De él había aprendido a amar el bosque.
«Eso no pasará, ¿no?».
«Claro que no», respondió mamá con cariño.
Mila notó la sonrisa de papá en su voz.
«Nunca».
Pero él sí se había marchado y, como si hubiera sido el mismísimo árbol corazón, el invierno se quedó en su lugar y atrapó al bosque en su jaula de hielo y nieve. Mila no había vuelto a subirse a un árbol desde entonces.
Se acercaban a la última de las trampas, cerca de la arboleda de abedules que rodeaba el árbol corazón. Mila los veía, delgados espíritus plateados que brillaban a la luz del invierno, en contraste con la oscura corteza de los abetos