Más allá del invierno. Kiran Millwood Hargrave

Más allá del invierno - Kiran Millwood Hargrave


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verdadero.

      Sanna también se dio cuenta de que ya estaban cerca, chasqueó la lengua y tiró de las riendas para que Dusha y Danya fueran más despacio. Los perros obedecieron al instante y trotaron entre las nubes de vaho que formaban sus alientos.

      Mila bajó del trineo de un salto para caminar junto a ellos, con la mano en el lomo de Dusha. Lo notaba caliente incluso a través del guante y sentía el zumbido de su respiración, como una colmena escondida en el tronco hueco de un árbol. Sanna se quedó en el trineo y se movió hacia el centro para equilibrarlo.

      —¡Stuta! —Sanna remarcó el sonido de la s entre los dientes ligeramente separados, igual que el silbido de una tetera vieja, y los perros se detuvieron.

      Mila no lo hizo. Pasó junto a la última trampa: un conjunto de redes cubiertas por la escarcha nocturna y colocadas a intervalos regulares entre las ramas congeladas, a la espera de los pájaros. Papá les dijo que, tiempo atrás, todo el bosque había estado lleno de aves. «¡Solían despertarme cantando! ¿Os lo imagináis?».

      No se lo imaginaba.

      Una trampa estaba baja, y Mila la levantó. Encontró el cuerpo de un alcaudón joven, apenas más grande que un polluelo.

      —¿Mila? —la llamó Sanna con voz amable.

      —¿Ves lo pequeño que es? —murmuró Mila por encima de los susurros quedos del bosque y las pisadas de los perros—. Solo sirve de cebo.

      Se agachó, con las piernas doloridas por el viaje en trineo, y empujó un poco al pájaro. Se le cayeron algunas plumas entre los dedos. El ave no estaba congelada, lo que significaba que a Oskar no se le había pasado en una visita anterior. Pero también significaba que hoy no había ido a comprobar las trampas. No estaba allí.

      —¿Es reciente? —preguntó Sanna.

      Mila asintió y las lágrimas se le acumularon en los bordes de los ojos. Las frotó con impaciencia y siguió adelante, avanzó los últimos pasos que quedaban hasta la arboleda, donde crecía el árbol corazón; un árbol más alto y más viejo que cualquier otro del bosque y que extendía sus poderosas ramas hasta cubrir casi todo el cielo con ellas.

      Lo que vio la hizo caer de rodillas.

      6. El árbol corazón

      Detrás de ella, Sanna ahogó un grito e incluso a Pípa, que nunca había estado allí, se le escapó un chillido.

      —¿Qué ha pasado?

      El árbol corazón, que tiempo atrás había sido el más alto del bosque, ahora terminaba a la altura de sus cabezas y la corteza caía en grandes montones a su lado. El tronco estaba torcido, como un gigante que se hubiera estrellado. Le habían serrado las raíces y los cortes eran ásperos y viscosos; sus entrañas blancas brillaban y la savia congelada y seca resplandecía como miel mezclada con sangre recién derramada. El hielo se había colado dentro y había destrozado más las vetas. Era imposible saber cuánto tiempo llevaba así. El invierno lo había ralentizado todo, incluso la muerte. A su alrededor, los otros abedules parecían inclinarse hacia él, como si llorasen en un entierro.

      Habían talado el árbol corazón.

      La cabeza de Mila iba a toda velocidad. «¿Quién había sido?». Pensarlo le provocó miedo y un dolor muy profundo. «¿Por qué?».

      Le vino a la cabeza la sonrisa cruel del desconocido y alguien le puso la mano con cariño en la espalda envuelta en pieles.

      —Milenka… —empezó Sanna, pero Mila se apartó con brusquedad.

      —No me llames así —siseó mientras el miedo que sentía iba a más—. Te dije que se lo habían llevado, y hemos perdido mucho tiempo, casi un cuarto de sol, cuando deberíamos ir tras ellos.

      Sanna se entristeció y las sombras le oscurecieron los pómulos. Habló de nuevo con amabilidad:

      —Sabía que era una tontería venir y daros falsas esperanzas.

      —¡La tonta eres tú! —gritó Mila. Danya gimió y Pípa se estremeció. Le dio una patada a un montón de nieve que voló hasta la cara de su hermana—. ¡Oskar no se ha ido, se lo han llevado!

      Sanna metió la mano en la bolsita de su cinturón y sacó algo brillante.

      —El anillo…

      Mila le pegó en la mano y lanzó el anillo a la nieve.

      —¡No significa nada! —gritó—. ¡Oskar no nos dejaría!

      Pípa se acercó vacilante y levantó el anillo de donde había caído, como una gota de sangre en la nieve.

      —¿Por qué tienes el anillo de Oskar?

      Ninguna de sus hermanas respondió, solo se miraron la una a la otra. Pípa era demasiado pequeña para acordarse de que el anillo había sido de papá antes de que fuera de Oskar. Se lo puso en el pulgar.

      —Cuidado, Pípa —dijo Mila con malicia—. A lo mejor te marchas tú también.

      Pípa frunció el ceño y el gesto de Sanna se ensombreció aún más. Su hermana mayor entrecerró los ojos antes de volverse hacia el trineo.

      —Tenemos que irnos. El aire sabe a nieve.

      Mila también notó el frío bajo la lengua y el chasquido del aire alrededor de los lóbulos expuestos de las orejas, pero la rabia la mantenía caliente. Se agachó y recogió un puñado de nieve para arrojarla con fuerza a la espalda de Sanna. Le dio justo en la nuca, debajo de su moño, que seguía perfecto, y se le coló dentro de la capa.

      Sanna se dio la vuelta para mirarla mientras se sacudía la capa. Se acercó tanto que Mila sintió su respiración. Tenía los puños apretados. La cara de su hermana hacía juego con cómo se sentía.

      —¿Crees que es buen momento para una guerra de nieve? Te comportas como un bebé, como Pípa.

      —¡Oye! —protestó la pequeña.

      —¡Y tú actúas como papá! —gritó Mila.

      Sanna apretó la mandíbula.

      —¿Qué se supone que significa eso?

      Mila se tragó el nudo que tenía en la garganta y contuvo las lágrimas.

      —Te has rendido. Te has rendido con Oskar, igual que papá con nosotros.

      —Milenka. —Sanna intentó tocarla, pero la esquivó—. Oskar es quien se parece a papá, no yo, recuerda.

      Mila retrocedió un paso y negó con la cabeza.

      —No lo viste en la ventana. Alguien le hablaba. Alguien lo asustó.

      —Es verdad —dijo Pípa—. Yo también lo vi.

      —A lo mejor lo asustaste tú, ratoncito. Se te da muy bien escabullirte. —Sanna esbozó un amago de sonrisa, pero su mirada seguía triste. Levantó los brazos hacia Mila—. Lo sorprenderíais cuando hacía planes para irse.

      Mila dejó que Sanna la abrazara. De pronto, se sintió muy cansada y las extremidades le pesaban como ramas muertas en la nieve. Respiró hondo. Sanna olía al fuego de casa y a jabón de abedul, igual que Oskar cuando la había abrazado la noche anterior. Mila se aclaró la garganta, se separó un poco de su hermana y se obligó a mirarla a los ojos.

      —Quiero ir a Stavgar —dijo con la voz deliberadamente tranquila.

      Gritar no la había ayudado a convencer a su hermana, debía probar de otra manera.

      Sanna frunció un poco el ceño.

      —¿Por qué?

      —Si atajamos desde aquí, no está lejos —explicó y señaló los árboles más finos de la derecha—. Los hombres dijeron que iban al norte, así que han tenido que pasar por Stavgar si


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