La agonía eterna de la zona de confort. Natasha

La agonía eterna de la zona de confort - Natasha


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apresada en una cueva que ella misma había construido para que nadie supiera en verdad quién era. Por ello enumerare todo lo que hacía que me sintiera una miserable, alguien que ya no tenía razón de ser ni de existir, y haciendo eso, colocando en una hoja lo que sentía de mí persona, es como pude revertir lo que opinaba yo de mi misma. Algo que es muy común en seres que jamás sintieron aprecio por parte de nadie. Y de alguien que no usó todo eso para ser feliz y hacer de la vida una gran y bella película de acción y amor.

      Pensamientos que me condicionaban al fracaso:

      Tener miedo

      Sentirme fea

      No saber quien soy ni adónde voy

      Sentirme un fracaso

      Sentir que no merezco un amor

      Sentir rencor y envidia sin razón

      Todo eso y más escribí en un papel para poder asumirme como la única responsable de quien era aún, como la artífice de todo lo que había ocurrido y seguiría ocurriendo si yo no dejaba de creer que el mundo tenía la culpa de mi paupérrimo andar. Porque a todos nos ocurren distintas emociones y momentos que nos dañan, nos oprimen el alma, o nos voltea cual frágil rama es azotada por un desquiciado ventarrón; y es que el valor, está en saberse fuertes, y lo más listos posibles para que el próximo atisbo de duda y dolor, nos encuentre con los sentidos, la mente, y el ser, lo más transparentes y fuertes posibles. El secreto es saber que más allá de todas las nubes que cubran el cielo, siempre al volar bien alto, esas nubes ya no estarán más; poder elevarnos hasta la paz del cotidiano vivir, y sentirnos seguras de quienes somos, es el trabajo que debemos hacer para lograr el éxito, la paz y el amor.

      En adelante les contaré todo lo vivido mientras el proceso de cambio trabajaba en mí interior, nadie me dijo que sería bello, todo lo contrario, se me advirtió que sería lacerante, que habrían momentos hirientes, angustiantes, y que quien me rodeara pensaría que había comenzado a estar loca, delirante, y así ocurrió; y es lo que intentaré contarles en lo que sigue a continuación, que no es otra cosa que mi vida volcada en estas páginas, compartidas porque sé que hay muchas personas que viven algo muy parecido.

       MORIR EN ESENCIA Y RENACER

      Me levanto y es un día más de sentir que la vida es un puñado de minutos, horas y días que son lanzados en mi rostro, todos mezclados y desordenados; no encuentro cómo orquestarlo todo, cómo hacer para que cada minuto cumpla su misión y luego en conjunto sean horas, y al terminar el día, hayan servido para algo, hayan aprovechado un día más que se fue y ya no regresará.

      Malogré así, varios años de la vida, anduve por ella, sin nombre, sin sentido, sin una misión, y hasta siento que lo hice sin darme cuenta, sin vivir, siendo nada, escasa de esencia, de juicio y comprensión, vacía de todo; no hay justa descripción para expresarles lo que se siente haber vivido por decirlo así, de una manera metafórica y sin hacerlo en verdad.

      Hace tiempo que siento que ya no merezco seguir recibiendo de Dios esos minutos que él me entrega para hacer algo de ellos, me levanto sin ganas, por obligación porque hay dos niños que dependen de mí, a quienes trato de no mostrarles mi dolor, con quienes río y juego; peino el cabello de la niña mayor que aunque haya cumplido los 12 años, es parte constante de mí, si debe hacer algo, ella siempre dirá, mami me podes ayudar, y en cierto punto ese ayudar al que hace mención es hace todo por mí mientras yo te voy diciendo como es; en fin, es estar siempre mostrando una careta para que no noten jamás el dolor que carcome mi pecho y me deja sin nada dentro.

      Hay días en los que miro a esta familia que forme, y al verlos es un constante preguntarme a mí misma ¿Quiénes son? ¿Por qué siento que no pertenezco a ellos? Percibo que esto que me ocurre a diario, el lugar donde vivo, las personas que me rodean, y todo lo vivido, no es mío, no es lo que quiero; es algo que pasa por mi lado como un tren a máxima velocidad, y lo observo rutinariamente, escucho todo el bullicio, el resonar de todo mi ser al pasar; y así reparo en esta rutina que me absorbe y reprime hace ya varios cumpleaños. Observo como resignada, apagada, ya sin vida, solo mi corazón que late es quien me mantiene en pie, y el no fallarle al designio de Dios por haberme puesto aquí sin siquiera aún saber por qué ni para qué lo hizo. Pensar a diario que no soy quien yo imaginaba ser, no es quien soy esa que observa este tren rápido que es mi actual vida.

      Tengo dos hermosos hijos, como ya lo mencioné anteriormente; muy tiernos y brillantes sin igual; y a quienes, si analizo lo que busqué o anhelé ser, no encajan en ningún sitio, y si profundizo en la mente, sé que no son ellos los que están de más en mi camino, sino que soy yo la que no es quien debiera ser, que no está como quisiera estar; porque aun con ellos, quiero aprender a volar.

      Todo tiene un por qué y lo acarreo desde niña, y esta historia comenzó hace años cuando nací, y donde crecí. De mi vida recuerdo hasta el más mínimo detalle; con decirles que veo como si hubiese sido ayer el día de mi primer cumpleaños, sentada en la puntera de la mesa, con el cabello bien cortito, así lo quería mi madre, sobre una silla de madera, alta, con un jardinero azul, y lo que no tengo en claro es lo que traía puesto arriba. Mi familia era muy humilde, y por ende eran iguales los festejos, aunque eran mágicos, y para mí era sentir por un día que yo les importaba, que venían primos y tíos para verme solo a mí. También se me presenta uno de los regalos, quizá el más hermoso que una niña puede desear, una muñeca Barbye, era bellísima, y es quizá el único regalo que siempre recordé. En fin, así es mi mente, tiene un sinfín de imágenes que algo tienen para decirme de lindo, porque cuando las traigo mi mente sólo selecciona las más pulcras y perfectas, aquellas que algo guardan para que en estos años, siempre al estar mal me hacían volver a vivirlos. Y en paralelo a eso estaba la niña que sufría, a quien siempre la llamaban por gorda, de quien siempre se burlaban y la que a escondidas lloraba y se retorcía de dolor y angustia por no poder contarle a nadie lo que la asustaba, lo mucho que ella misma se aborrecía . Cuando fui creciendo, el dolor también aumentaba, el desprecio y desvalorización hacia esa chica era tan grande que atiborré todo mi ser de oscuridad y millones de caminos intrincados dentro de este mundo que yo me había creado.

      Llegados los 17 años, era ya el fin de mi educación secundaria, comencé a provocarme el vomito; de niña vomitaba constantemente sin provocarlo; me llenaba de todo tipo de comidas y luego ya no soportaba más y todo lo tiraba; ya de grande lo provocaba yo, y sé hoy, que haber hecho eso, era la necesidad de decirlo todo, de no callar lo que carcomía el alma, de no soportar más mugre en la mente, que se fue juntando por años y sin darme cuenta, jamás lo había curado, porque de ningún modo había vomitado justamente la pringue, toda esa porquería que yo permití que me dieran, y no sólo que me las dieran, sino que peor aún, autoricé con mi manera de ser, a que me las dijeran una y otra vez, porque nadie me hizo ver que esa niña, cuando pequeña, valía mucho, que existía; y a la adolescente tampoco le avisaron que afuera existía un mundo maravilloso y bello y que ella merecía sonreír y saltar de alegría porque eso es vivir, porque a eso también vino al mundo; luego junté tantos años de amargura que la mujer que hoy soy se creía que no merecía felicidad, amor, triunfo intelectual, y un bello hombre a quien ella amara de verdad; honestamente les digo; creí por años que mi ser era menos que nada, alguien a quien podían patear e insultar, si total siempre lo habían hecho.

      Éramos seis hermanos, de hecho somos aún seis; de los cuales cuatro somos mujeres y dos son los varones; yo soy la segunda en nacer, y la que llenó de vida y alegría a mi padre, él veía y actuaba a través de mis ojos, y al unísono, mí mundo era hermoso cuando yo observaba todo a través de los suyos, había complicidad para no recibir un castigo, que a veces, como todo niño hiperactivo, merece una reprimenda, una cara de enojo, o una simple advertencia; pero no, mi padre conmigo era luz de risas y brillo en su mirar; si tenía que regañarme o darme un sermón porque me había mandado tremendo desastre, venía a mi lado, me decía en voz alta: Sonia mírame, y yo levantaba la vista, apuntaba justo a sus ojos, que ya tenían ese brillo especial, y no bajaba la mirada, escuchaba sus palabras sin escucharlas, y él sin quererlo comenzaba a reír por no poder siquiera comenzar el relato del castigo; así era él y así era yo; ambos éramos felices así.

      Hay mil anécdotas


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