La vigencia del Código Civil de Andrés Bello. Varios autores

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por el hijo ilegítimo eran verbales y si el juez lo estimaba pertinente, secretos.

      En materia de filiación, el Código de la Unión podía resultar más amplio que la ley 153 en los casos de presunciones de paternidad y de rapto, la cual no tenía la presunción de paternidad para el concubino, ni extendió el alcance en materia de alimentos a los hijos. En el Código se adoptaba una postura más general respecto de qué hijos podían ser reconocidos, mientras que en la ley se restringió a los hijos que no fueran de dañado y punible ayuntamiento.

      El Código dividió a los hijos en legítimos e ilegítimos y a los ilegítimos en naturales, de dañado y punible ayuntamiento, o espurios y los simplemente ilegítimos. Los de dañado y punible ayuntamiento en adulterinos e incestuosos. El Código abandonó la clasificación de sacrílegos y podía comprobarse la paternidad por testimonios fehacientes que establecieran el parto y la identidad del hijo. La Ley 153 en esta materia es inequitativa e injusta, obedece al rencor arbitrario, es producto de una visión antigua y patriarcal, dogmática, rígida, exclusivista, que no buscaba el bien general de la comunidad sino crear leyes de casta con distingos egoístas con leyes injustas, cínicas, despóticas, defendidas por abogados tradicionalistas y ausentes del presente. Era una ley inmoral e inhumana35.

      Si volvemos por un momento a los casos presentados al principio de este escrito, ¿cuál es la relación entre la situación de Edelmira Murillo y el Código Civil de don Andrés Bello? La relación es estrecha. Edelmira Murillo, para poder reconocer a su hija María Tulia Murillo en 1909, debió instaurar un proceso de nombramiento de curador especial, para que ese curador, actuando en nombre de la niña, aceptara el reconocimiento por parte de su madre en la firma de la escritura pública. ¿Cuántas mujeres como Edelmira pudieron mover el aparato judicial para lograr ese deseo? A ciencia cierta no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que la estrecha relación entre moral religiosa y derecho terminaba por castigar al débil, que no tenía responsabilidad alguna por el hecho de sus padres.

      ¿Por qué lo hizo Edelmira Murillo? Con seguridad tenía una posición económica holgada, lo hizo para sustraer parcialmente a su hija de los vejámenes propios de su condición de hija ilegítima, vejámenes que de todas maneras iba a sufrir, porque ahora, en su condición de hija natural, no tendría nunca el estatus que hubiera podido tener si hubiera sido hija legítima. No sabemos si más tarde su padre la reconoció, lo que sí sabemos es que era mujer e hija natural, dos condiciones que marcarían para siempre su vida, y esta circunstancia vital la tenía clara don Andrés Bello en Chile y los juristas colombianos que optaron por legislar la filiación de acuerdo con el Código Civil de Cundinamarca y el Código Civil de la Unión.

      ¿Cuál es la relación entre la situación de Luis Vega y el Código Civil de don Andrés Bello? Luis Vega compareció en junio del año 1911 a la notaría para reconocer voluntariamente a sus cuatro hijos, como naturales. María Josefa, la mayor, había nacido en 1896, tenía para ese momento 15 años y el menor, de nombre Luis Eduardo, había nacido en octubre de 1910, no había cumplido su primer año. Don Luis seguramente era un hombre soltero que vivía con doña Tulia Matallana, también soltera, y de manera voluntaria quiso cumplir con su deber. Si don Luis no hubiese querido reconocer a sus hijos, estos no hubieran podido salir de su estatus de ilegítimos por una decisión tomada por los pregoneros de una moral oficial que defendía la familia conformada por el matrimonio como única opción ética.

      No sabemos si Edelmira Murillo y Luis Vega y sus hijos conocieron los ideales de la Revolución francesa o, por el contrario, ese tema era desconocido para ellos. Lo cierto era que el ideal revolucionario francés seguía sin tocar las puertas del Código Civil en materia de filiación. La paternidad irresponsable era la norma de conducta que seguía la sociedad acompañada por legisladores que no deseaban cambiar el statu quo.

      De Edelmira y Luis no sabremos más y de los ideales revolucionarios franceses en la legislación sobre filiación, aprenderemos que solo a finales del siglo XX comenzaron a ser realidad.

      Como consecuencia de la conducta seguida por los establecimientos educativos respecto de la violación continua del derecho a la igualdad y la consagración de la diferencia como norma aplicable en materia de cupos y admisión a la educación primaria, media y superior de los niños y jóvenes ilegítimos, el Congreso Nacional expidió la Ley 32 de 1936, siendo presidente Alfonso López Pumarejo y ministro de Educación Darío Echandía, ley que ordenó que

      Artículo 1. Ningún establecimiento de educación primaria, secundaria o profesional, podrá negarse a admitir alumnos por motivos de nacimiento ilegítimo, diferencias sociales, raciales o religiosas.

      Artículo 2. La violación de esta disposición constituye en el profesor, director o maestro que la ejecute, causal de mala conducta que origina su inmediata destitución y la pérdida definitiva del derecho a enseñar en los establecimientos oficiales.

      Artículo 3. En lo que dice relación a los planteles educativos particulares, la negativa a admitir alumnos por motivos de nacimiento ilegítimo, diferencias sociales, raciales o religiosas, implica la pérdida de la subvención oficial si la tienen, y del derecho, si lo poseen, a que sus títulos y certificados sean reconocidos por el Estado. Este, privará del derecho de calificación para solicitar los diplomas correspondientes a los alumnos de los colegios que no se sometan a las prescripciones de la presente ley.

      Tiempo después, en el Decreto 1260 de 1970, artículos 115 y 116, el legislador debió volver sobre la materia porque la situación continuaba, en particular en los colegios religiosos privados.

      Obligatorio resulta recordar a Luis F. Latorre, quien en junio de 1936, al escribir el prólogo de la excelente obra de Gustavo A. Valbuena sobre los derechos de los hijos naturales, afirmaba que la Ley 153 de 1887 consagraba disposiciones verdaderamente infames y canallas. Un ejemplo que citaba era el del artículo 71, referido a quien confesaba ser el padre natural, imponiéndosele la obligación de dar alimentos, pero solo los necesarios para su precisa subsistencia,

      que casi se le prohíbe darle una segunda camisa o algo más que la ración de hambre de un mal desayuno. Y qué decir de la calificación de hijos adulterinos, incestuosos, de dañado y punible ayuntamiento, indignos de toda consideración, hasta de las que se prodigan a los animales de carga, al par que son legítimos los hijos del incesto o del adulterio cuando los padres delincuentes se casan, cometiendo así otro delito […] esa distinción injustificable de hijos […] marcaba como un herrete infamante precisamente al ser inocente36.

      El jurista Gustavo A. Valbuena, en la presentación que hace de la obra de Jorge Ramón Reyes37, hace un análisis claro de la situación en los siguientes términos: para la década del cuarenta del siglo pasado, la tendencia se fundamentaba en la igualdad jurídica de las personas con independencia del linaje de unión de que procedan y sostiene que el antiguo derecho colombiano puso de manifiesto una intolerable injusticia en materia de filiación y por ello era fundamental que el derecho colombiano se abriera a una nueva etapa con características diferentes, que se pueden resumir en las siguientes: abolir los epítetos oprobiosos con los que la sociedad y la ley recibía al recién nacido, que era víctima del desprecio de la sociedad por adulterino, incestuoso, bastardo, de dañado y punible ayuntamiento, etc., cuando en realidad, “no hay hijos bastardos sino padres bastardos”; la necesidad de una acción para que en juicio se pruebe la paternidad y para exigirle al padre la responsabilidad moral y patrimonial que le competía, porque en el pasado el reconocimiento voluntario producía un efecto irrisorio para el hijo, el proceso era simplemente un juramento, las más de las veces falso, y quedaba libre de toda responsabilidad, y si el presunto padre confesaba, debía alimentos al hijo, pero solo los necesarios para su subsistencia, sistema que sin duda era vergonzoso.

      En


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